Se pregunta hoy Álvaro Delgado-Gal en Abc dónde están los intelectuales. Y responde: en ninguna parte. O sea, ya no están, lo que no significa, claro, que no puedan volver algún día. Para Delgado-Gal, «la razón de que haya desaparecido la función en cuyo ejercicio se confirma y justifica el intelectual como tal intelectual es que todos hemos terminado por pensar aproximadamente lo mismo». Sólo la Iglesia católica y la extrema izquierda configurarían hoy la disidencia. Es posible. Aun así, no creo que el intelectual haya desparecido. Cuando menos en España. Y no porque se encarne en un miembro cualquiera de la Iglesia católica o de la extrema izquierda. No, el intelectual sigue existiendo, su función sigue teniendo sentido, por obra y gracia del nacionalismo. Es decir, de la intolerancia, la violencia, el fanatismo y, en definitiva, el totalitarismo que todo nacionalismo engendra. El máximo ejemplo lo constituye sin duda el País Vasco, donde los movimientos cívicos que plantaron cara a ETA fueron en gran parte el reflejo de la movilización de los intelectuales —empezando por los del propio País Vasco, los Savater, Juaristi, Martínez Gorriarán, Edurne Uriarte, Iñaki Ezquerra, Aurelio Arteta y tutti quanti—. Que esos movimientos estén ahora en parte adormecidos o desactivados no obedece a connivencia alguna con el nacionalismo, sino a la feliz evidencia de que la banda terrorista ha dejado de matar aunque todavía no haya entregado las armas. Y, en un grado menor, la oposición al nacionalismo en Cataluña debe también su existencia a la acción de unos cuantos intelectuales que denunciaron en su momento la deriva del proceso estatutario y llamaron a la creación de una nueva fuerza política. Con todo, no sólo en España los intelectuales han cobrado en los últimos tiempos protagonismo. También en la patria del capitán Dreyfus. Recuérdese el caso del filósofo Robert Redecker, encerrado todavía entre cuatro paredes por haber denunciado las intimidaciones islámicas, lo que le valió una fatwa, y en cuyo socorro acudieron hace cerca de siete años los Lévy, Lanzmann, Finkielkraut, Glucksmann, Bruckner y compañía. Si bien no se trataba aquí del nacionalismo, sí concurrían igualmente la intolerancia, la violencia, el fanatismo y, en definitiva, el totalitarismo.

Acaso la figura del intelectual, como sostiene Delgado-Gal, haya desaparecido de nuestra vida pública. Pero su sentido pervive. Y mientras aquí y allá se den reacciones como las que acabo de mencionar habrá motivos para creer que los intelectuales no sólo son necesarios, sino que siguen existiendo.

Donde los intelectuales

    25 de junio de 2013