Han pasado ya un par de días desde que saltó la noticia y el somatén catalán sigue en silencio. Es verdad que tampoco ha habido mucha provocación al otro lado del Ebro. Nada que ver, en este sentido, con las campañas contra Mas y la familia Pujol, donde cada despertar traía una nueva entrega de aquel borrador de la misteriosa UDEF, la Unidad de Delitos Económicos y Fiscales. Y, en cambio, lo de ahora parece mucho más serio. En primer lugar, porque es la Fiscalía de Delitos Económicos la que acusa de fraude a Lionel Messi y a su padre por no declarar durante tres años los ingresos correspondientes a los derechos de imagen del futbolista. Pero sobre todo porque se trata de Messi y no de Mas o Pujol. Estos últimos, por muy presidentes de la Generalitat que sean o hayan sido, no dejan de representar, al cabo, intereses partidistas, mientras que el primero, en tanto que icono del Barça, encarna, a estas alturas, la transversalidad misma del catalanismo. Su figura está por encima del bien y del mal. O debería estarlo. La simple posibilidad de que nos hallemos ante un tramposo produce escalofríos en el nervio de la nación. Y ni siquiera sirve de consuelo atribuirle la fechoría al padre o pensar que, en definitiva, si Messi ha obrado así, los Ronaldo y compañía habrán hecho otro tanto. No, no nos engañemos. Ni el desconocimiento del delito ni su generalización entre la casta futbolística constituyen eximente alguna. Lo único que podría salvar a Messi, en las presentes circunstancias, sería que la declaración de independencia no se demorara mucho. En un Estado catalán, ¿a quién le iban a importar las deudas contraídas anteriormente con España por el ídolo de la nación? Al contrario, hasta serían celebradas como el mejor de los regates.