Habrá que estar eternamente agradecidos al doctor Mu. De no ser por él, lo más probable es que hoy en día careceríamos de un testimonio excepcional para tratar de comprender, en toda su complejidad —esto es, en su bondad y en su maldad infinitas—, la condición humana. El doctor Mu hizo en su momento algo muy simple: le propuso a Denise Affonço que redactara sus propias memorias. Es más, le indicó que no intentara escribir una novela, que relatara tan sólo lo que ella había «visto y vivido, día a día, bajo el régimen de los jemeres rojos». Y Denise Affonço aceptó. A cambio, durante las semanas que tardó en narrar sus vivencias, tanto ella como su hijo pudieron comer tres veces al día. O sea, mañana, tarde y noche. Para alguien que había pasado casi cuatro años de su vida en la más absoluta indigencia, con una sola y miserable comida diaria —una suerte de brebaje inmundo hecho a base de arroz y maíz— y alimentándose a escondidas con los escarabajos o gusanos que encontraba en los campos encharcados donde trabajaba de sol a sol, esas semanas de escritura supieron a gloria. Lo cual no impide, claro, que el ejercicio de recordar fuera también para Affonço tan arduo como doloroso. El doctor Mu era un oficial médico del ejército vietnamita que acababa de invadir Camboya para derrocar, a los pocos días, el régimen de los jemeres rojos. En otras palabras, su propuesta tenía un evidente objetivo político: recabar el testimonio de uno de los pocos supervivientes del horror que había asolado el país entre abril de 1975 y enero de 1979. Tarde o temprano los responsables de aquel exterminio —se calcula que fallecieron, de un modo u otro, cerca de dos millones de seres humanos— iban a comparecer ante la justicia, por lo que la narración de Affonço constituía una valiosísima prueba de cargo. Y aun cuando ella misma, llegada la hora, pudiera aportar su testimonio de viva voz, había que impedir a toda costa que el tiempo, entre tanto, borrara o falseara las huellas de la barbarie. De ahí la importancia de que pusiera por escrito su propia tragedia, sin ficción alguna y sin renunciar a contar, con todo detalle, hasta el más mínimo recuerdo. Gracias a esa feliz circunstancia —y a la previsión de la propia autora de aquellas memorias, que hizo una copia del manuscrito en papel carbón y la conservó durante un cuarto de siglo—, disponemos en la actualidad de una obra conmovedora, «El infierno de los jemeres rojos» (Libros del Asteroide, 2010). En ella sabemos del calvario de una mujer franco-vietnamita, residente en Phnom Penh, la capital camboyana —donde había nacido en 1944—, emparejada con un chino comunista —aunque ella era anticomunista—, con quien tuvo tres hijos, y empleada como secretaria del agregado cultural de la Embajada Francesa. Esta mujer, cuya vida transcurría con una relativa placidez a pesar de los nubarrones políticos y revolucionarios, se vio de golpe obligada por los jemeres rojos a evacuar la ciudad y a trasladarse con toda su familia hacia la selva, con la promesa de que, una vez limpiada Phnom Penh de indeseables, tanto ella como los suyos podrían volver. En realidad, para los nuevos dueños del país no había otros indeseables que los propios evacuados. Si se les conminaba a abandonar todas sus pertenencias y a marchar, en condiciones atroces, hacia al norte, era para someterlos al plan que los jerifaltes del partido —Pol Pot y compañía— habían urdido desde sus tiempos de estudiantes en el París de posguerra, cuando abrazaron el comunismo. Un magno programa de reeducación, que debía convertir a los camboyanos, y en particular a la población urbana, en anónimos cultivadores de la tierra privados de cualquier recurso. Una limpieza general, que debía eliminar en aquellos seres humanos todo rastro de humanidad. Una aniquilación, en fin, del pueblo por el pueblo, a fuego lento, pero echando mano asimismo de los métodos más expeditivos. Denise Affonço, aun sin ser camboyana, vivió todo esto. Con la perplejidad, primero, de quien no puede creer lo que está viendo, lo que está sufriendo. Con la fortaleza, luego, de quien se impone la obligación de resistir, aunque sólo sea porque la propia resistencia supone una posibilidad de salvación para su propia familia. Con el desespero, entre medio, de descubrir que aquel padre de sus hijos del que la separaron nada más llegar a la primera estación de su calvario ha sido asesinado, y de descubrirlo no como cabría esperar, mediante una comunicación de sus captores, sino a los dos años y medio de su partida, durante uno de los frecuentes lavados de cerebro a que eran sometidas las presas, al anunciarles que el dique aquel en cuya construcción están trabajando sin descanso y sin casi nada que llevarse a la boca, ni líquido ni sólido, va a llamarse «el dique de las viudas». Con el dolor de tener que asistir a la interminable agonía de su propia hija, muerta de hambre, y de su cuñada y sobrinos —con quienes compartía cautiverio—, muertos también de hambre o simplemente ejecutados por haber osado robar algún alimento. Y con la entereza suficiente, en definitiva, como para ir soportando tantas penalidades, tanto tormento, sin otro fin, aparte el de salvar la vida, que llegar a contarlo algún día. De ahí que el relato contenido en «El infierno de los jemeres rojos» no pueda sustraerse en ningún momento a la obsesión por la comida. Como escribe la propia autora, «la comida, o el fantasma de la comida, fue la obsesión de los refugiados, su preocupación existencial a cada instante, durante cuatro años. (…) No había otra ocupación que el trabajo (al que nos obligaban) y el alimento (que faltaba). Nada más. ¿El ocio? Las reuniones de adoctrinamiento». Pero, más allá de esa idea fija, que llevó a Affonço y a los suyos a nutrirse con toda clase de plantas y animales, sin reparar —qué remedio— en las condiciones de insalubridad en que se encontraban y en el consiguiente perjuicio para su salud, el relato constituye un fresco inestimable sobre la condición humana. Basta recordar, en este sentido, el maravilloso ejemplo de esa mujer y de quienes, como ella, lograron sobrevivir al martirio. Pero hay más. Porque el libro también nos enseña, en contraposición con lo anterior y por si lo hubiéramos olvidado, que la maldad no tiene límites. Y que no existe peor maldad que la derivada de la aplicación de una doctrina totalitaria, en este caso el comunismo. Bajo el señuelo de una sociedad nueva, de una sociedad sin mercado, sin moneda, sin nada de cuanto el hombre ha sido capaz de atesorar como bien común a lo largo de siglos de progreso; bajo el señuelo de una sociedad así, formada por meras réplicas de un mismo patrón, lo que se acaba instaurando —lo que se instauró en Camboya hace más de tres décadas— es una verdadera tiranía, en la que el individuo pierde cualquier atisbo de dignidad y donde sólo reinan el hambre, la tortura, el miedo y la delación. Es decir, la muerte. ABC, 30 de diciembre de 2010.

La condición humana

    30 de diciembre de 2010
Si alguien ha tenido en Cataluña alguna idea, algún plan, relacionados con la cultura catalana; si alguien ha dedicado gran parte de su vida política a imaginar cómo debía ser esa cultura; si alguien, en fin, ha ambicionado llegar a gestionarla algún día, ese alguien no es otro que Ferran Mascarell. Es verdad que el actual consejero «in pectore» ya se había visto agraciado con el cargo en abril de 2006. Pero también lo es que la caída en barrena de Pasqual Maragall tras el referéndum del Estatuto, unida a la posterior cesión a ERC del área de Cultura, ya con José Montilla de presidente, hicieron que su mandato quedara entonces limitado a apenas seis meses. De ahí que la noticia de su nombramiento no pueda sino entenderse como un acto de estricta justicia, algo no muy habitual en estos lares.

Claro que la vuelta de Mascarell al Departamento Cultura mueve también a otras consideraciones. Por ejemplo, a la que vincula el ofrecimiento del cargo y su posterior aceptación a la participación de Mascarell en la «Casa Grande del Catalanismo» auspiciada por Artur Mas. O a la que lleva a preguntarse si el sectarismo del que siempre se le ha acusado desde las filas convergentes va a proyectarse, en el futuro, hacia otra clase de filas, y entre ellas las socialistas. O a la que consiste en plantearse si su acreditada propensión al gasto público puede encajar en un horizonte marcado por la austeridad y la contención.

Con todo, ninguna de estas consideraciones alcanza, en importancia, a la que resulta de constatar que Mascarell es el primer político, desde la reinstauración de la democracia, en ejercer un mismo cargo en dos formaciones políticas de muy distinto signo ideológico, por no decir aparentemente enfrentadas. Ni en Cataluña ni en el conjunto de España había ocurrido nunca, que yo sepa, algo similar. Se trata, pues, de un nombramiento extraordinario. Por eso Mascarell va a ser también el primero en tener que aplicar un programa electoral radicalmente distinto, en sus presupuestos culturales, a cuantos él mismo había urdido en las últimas décadas para el PSC. Pero, a lo que se ve, eso no importa demasiado. Porque si una lección puede extraerse de su nombramiento es la triste lección de que hoy, en Cataluña, ya no hay separación ninguna entre gobierno y oposición, y todo, hasta la cultura, resulta intercambiable.

ABC, 28 de diciembre de 2010.

Un nombramiento extraordinario

    28 de diciembre de 2010
Uno creía que la crisis económica lo curaba todo, pero no. Queda Cataluña, como un islote irredento. O, para ser precisos, la política catalana. A juzgar por lo que ha dado de sí el debate de investidura, aquí lo importante no es el fomento del empleo, ni la reforma del mercado laboral y las pensiones, ni las propuestas de regeneración democrática; no, aquí lo importante es «la transición nacional», también llamada «transición catalana». Lo ha dicho el que a estas alturas —o sea, cuando ustedes estén leyendo este artículo— se habrá convertido ya, de no mediar sorpresa, en el 129 presidente de la Generalitat. Y lo ha dicho no de refilón, sino en la parte culminante de su discurso, allí donde la palabra clímax encuentra su razón de ser. Así pues, habrá que preguntarse qué demonios es esa transición a la que tanto apego parece tener Artur Mas.

Hace unos días Arcadi Espada advertía en su blog de que esa transición no llevaba a ninguna parte. Que, al contrario de la española, que llevaba a la democracia, esa carecía de complemento. Y que semejante indeterminación iba a caracterizar, como en tiempos del pujolismo, la política catalana. No estoy tan seguro. En el discurso de Mas —por cierto: escrito en un catalán donde no faltan, para no perder la costumbre presidencial, los errores gramaticales— la «transición nacional» se opone, en su formulación misma, a la «transición democrática». (Al igual que Cataluña —a lo largo del documento y en la propia cabeza de Mas— se opone siempre a España.) De ahí que sea lícito suponer que, si la transición democrática consistió en pasar de un régimen dictatorial a uno democrático, la transición nacional no pueda sino consistir en pasar de un régimen no nacional —esto es, regional o, a lo sumo, autonómico— a uno nacional. O, si lo prefieren, del estado de Autonomía al estado de Estado. Así se deduce, al cabo, de la apelación al pueblo catalán como sujeto de soberanía; de la reiterada reivindicación del derecho a decidir; de la exhibición, como principal desafío legislativo, de ese Pacto Fiscal que viene a sustituir, terminológicamente hablando, al Concierto vasco y que el dirigente nacionalista se propone arrancarle, a cambio de votos, al Gobierno de España que salga de las próximas elecciones generales; y todo ello rematado por esa rocambolesca definición de Cataluña como «idea en movimiento», de la que cabe esperar, me temo, muchos menos sentidos que sinsentidos.

Así las cosas, ojalá lleguen pronto las generales y nos traigan la más absoluta de las mayorías.

ABC, 25 de diciembre de 2010.

En tránsito

    25 de diciembre de 2010
El pasado jueves arrancó en Cataluña la IX legislatura. La cosa empezó con lágrimas. No el mismo jueves, sino la víspera. Según propia confesión, Ernest Benach, presidente saliente del Parlamento, estuvo todo el día llorando como una Magdalena. No en casa, en la Cámara misma. Se ve que fue despidiéndose de todo el personal y en cada despacho soltaba el llanto. Pobre hombre. Y encima nadie se lo agradece. Porque esta es otra. A Benach los ciudadanos le han echado del sitial, cierto; pero no de la bancada. De ahí se ha ido él porque ha querido. Como Montilla, que podía haber seguido y ha preferido convertirse en un ex. (O sea, cobrar durante cuatro años el 80% del sueldo y disponer de secretaria —o secretario, no vaya a enfadarse el mujerío—, coche oficial y una suculenta jubilación.) O como Madí, que ha cambiado los negocios políticos por los de verdad. Pues bien, a esos dos todo el mundo les reconoce el detalle. Que si tiene mucho mérito abandonar la política activa, que si gente así constituye un ejemplo para el conjunto de los ciudadanos, que si lo importante es saber perder; en fin, todo lo bueno. Y, en cambio, a Benach ni un gesto público, ni una palmadita de afecto, ni una triste columna periodística. Nada. Y el hombre, claro, hecho un mar de lágrimas.

Otro al que echaron hace tiempo pero que amenaza con volver es el antiguo mentor de Benach en el «clan de la avellana», Josep-Lluís Carod-Rovira. Tras haberse tirado toda una legislatura viajando por el mundo a costa del erario público y encima sin saber inglés —lo cual, según revelan los cables de Wikileaks, dejó asombrado en su momento al mismísimo cónsul de Estados Unidos en Barcelona—, se pavonea en los últimos días de que el batacazo electoral de su partido, con él, no habría ocurrido. Y de que lo importante ahora es mirar al futuro y construir una santa alianza nacional y de izquierdas. Vaya, algo así como aquella ERC de Macià, pero con Carod al frente.

El que no está para mudanzas, en cambio, es Higinio Clotas. Clotas lleva tres décadas en el Parlamento. Entró en la primera legislatura y ahí sigue. Y desde 1999, siempre en la mesa, como vicepresidente. O sea, con coche oficial. Que esa es la razón, dicen, por la que Montserrat Tura se ha subido esta vez al estrado, aunque ella como secretaria. ¿Que para qué quiere coche oficial, la consejera saliente? Pues para pasearse por Cataluña llevando la buena nueva parlamentaria y postulándose, de paso, como futura líder del partido, que en octubre hay congreso. Y para no perder la costumbre, claro.

ABC, 18 de diciembre de 2010.

Tiempos de mudanza

    18 de diciembre de 2010
La mayor servidumbre del Estado de las Autonomías, no me cansaré de repetirlo, es que cada día es menos Estado y más Autonomías. Un ejemplo: la reciente huelga salvaje de los controladores, más allá de las lógicas reflexiones sobre la necesidad de acabar de una vez por todas con el chantaje a que se ve sometido el Estado por parte de 2.500 teóricos servidores de lo público, sirvió para que algunos reclamaran en Cataluña la inmediata transferencia a la Generalitat de la gestión de los aeropuertos catalanes. El razonamiento era el siguiente: Aena y los controladores son un vestigio del franquismo, por lo que hay que acabar con él. Y la mejor forma de acabar con él es disolver ese vestigio en tantos lotes aeroportuarios como autonomías existen. O, al menos, darle a Cataluña lo suyo y allá se las compongan las demás.

¿Quieren otro ejemplo? El Consejo Intertextil acaba de hacer público un estudio realizado por la consultora Interbrand del que se desprende que no existe en el mercado internacional una «moda española» o, si lo prefieren, una marca «España». Y ello pese a la importancia creciente de grupos como Inditex y Mango. ¿El motivo? Pues guarda relación, al parecer, con la ausencia de una estrategia conjunta por parte de nuestras empresas textiles o, mejor dicho, de los distintos gobiernos de las comunidades autónomas donde esas empresas tienen su sede.

Pero acaso el ejemplo más significativo sea el de los resultados del informe PISA. Como saben, cada tres años la OCDE evalúa en comprensión lectora y en competencia matemática y científica a alumnos de quince años de una serie de países del mundo entero. Uno de estos países es España, que suele quedar muy por debajo de la media —y que en esta ocasión tampoco ha defraudado las expectativas—. Pero las pruebas también sirven para determinar el nivel de los alumnos españoles según la comunidad autónoma a la que pertenecen. Así, gracias a ellas nos enteramos de que Cataluña se halla por fin en el buen camino, de que Castilla y León se sale, de que Andalucía no levanta cabeza o de que Baleares está fatal. Y también de que las autonomías del norte sacan mejor nota que las del sur —nada nuevo, en el fondo—. Pero, ¿y España? ¿Sabe alguien cómo sacarla del pozo de le mediocridad, educativamente hablando? ¿Se le ha ocurrido a alguien pensar que esas comunidades autónomas, mejores o peores, no son sino las partes de un todo, o sea, de un mismo sistema educativo?

Mucho me temo que no. Y, lo que es peor, no creo que a nadie le importe.

ABC, 11 de diciembre de 2010.

El imperio de las Autonomías

    11 de diciembre de 2010
La cosa estaba entre los pasos de peatones y la universidad. O sea, estaba en decidir con cuál de los dos estudios quedarme para hacer este artículo. Los dos son estudios recientes. Los dos tienen a Europa como universo. Los dos ponen a España en su sitio. Los dos sirven para explicar, en fin, por qué la crisis económica se ha cebado con nosotros de este modo. Al final, claro, me ha sido imposible escoger. De ahí que haya optado por comprimir en pocas palabras un material que daría, sin duda, para mucho más.

Los pasos, primero. Los pasos de peatones españoles figuran entre los menos seguros de Europa. Al menos, según el EuroTest, un consorcio de 18 automóvil clubs continentales que lleva ya una década realizando prospecciones relacionadas con la movilidad. En el estudio de este año han tomado como muestra 18 ciudades europeas, y entre ellas dos españolas, Valencia y Málaga. Pues bien, a ambas les ha cabido el honor de ocupar, respectivamente, los puestos antepenúltimo y penúltimo de la clasificación, lo que significa que la visibilidad y el mantenimiento de sus pasos de peatones —y, en consecuencia, la seguridad de quienes los cruzan— dejan mucho que desear. Es evidente que tanto en una ciudad como en otra el dinero, en los últimos tiempos, no ha escaseado. Como lo es que debe de haberse invertido —es un decir— en otros menesteres.

Y ahora la universidad. La Fundación BBVA acaba de presentar un estudio en el que se examinan «las percepciones y experiencias del que será el segmento profesional mayoritario de los próximos años, analizando las similitudes y diferencias en seis países europeos». España es uno de estos países. El resto son Francia, Alemania, Italia, Suecia y el Reino Unido. O sea, la «crème de la crème» de la universidad europea. Pues bien, el estudio revela que los estudiantes españoles son los que tienen un mayor nivel de dependencia familiar; los que más han elegido la universidad por la cercanía; los más críticos con la preparación profesional recibida, y los menos familiarizados, en fin, con la investigación que llevan a cabo sus profesores. Ah, se me olvidaba, y los que más aceptan cualquier forma de práctica contraria a la propiedad intelectual, como bajarse música o películas por internet sin pagar o descargarse programas por el mismo sistema.

En síntesis: ¿qué puede esperarse de un país que tiene en tan baja consideración la seguridad de sus ciudadanos y cuyos universitarios presentan semejante perfil? Me temo que miseria, mucha miseria —de la moral y de la otra—. Y poco más.

ABC, 4 de diciembre de 2010.

Peatones y universitarios

    4 de diciembre de 2010
«Estas elecciones serán decisivas y muy importantes, nos jugamos mucho (…). Decidiréis qué camino tiene que seguir Cataluña, no durante una legislatura, sino seguramente durante toda una generación». Son palabras del todavía presidente de la Generalitat, José Montilla, y fueron pronunciadas hace casi tres meses, coincidiendo con el anuncio de la fecha de las autonómicas. Ignoro de quién fue la idea de introducirlas en el discurso, si suya o del escribidor, pero el caso es que conferían a la cita del 28 de noviembre una trascendencia fuera de lo común. Como si el voto que los catalanes habían de emitir aquel día no valiera tan sólo para los cuatro años prescritos, sino para muchísimos más —para veinticinco o treinta, que es lo que suele atribuirse, generalmente, a una generación—. O, si lo prefieren, como si a lo largo de ese extenso periodo la vida política catalana tuviera que estar cortada, sin remedio, por un mismo patrón. Y ello por más elecciones autonómicas que se celebraran entre tanto.

Existe la posibilidad, claro, de que la generación en cuestión cumpliera, en el discurso del presidente, una función meramente enfática. Que no obedeciera, vaya, a cálculo temporal alguno y sólo estuviera allí para realzar la importancia de la convocatoria. Da igual. Incluso en este supuesto, su presencia en el discurso presidencial era premonitoria. Porque, vistos los resultados, si algo parece fuera de toda duda es que el pasado domingo los catalanes —o tres quintas partes de quienes, entre ellos, tenían derecho a voto— tomaron algunas decisiones cuyo alcance va mucho más allá de una simple legislatura.

La primera decisión fue devolver el poder autonómico a aquellos que lo habían ejercido, de forma ininterrumpida, durante casi un cuarto de siglo. No creo que en ello influyeran demasiado los méritos contraídos por Convergència i Unió como partido opositor. Ni tampoco los de su líder, Artur Mas. Influyó, si acaso, el recuerdo de un tiempo, el de los gobiernos de Jordi Pujol, en que la política fluía sin demasiados sobresaltos, lo mismo en el terreno de los hechos que en el de las ficciones. Un tiempo, para entendernos, en el que había orden y la gente, mal que bien, iba tirando. Y también influyó, sin duda, el convencimiento de que la solución a la crisis y al paro —o, como mínimo, los cuidados paliativos que ambos requieren— no iban a traerla quienes habían estado gestionando hasta entonces la cosa pública en connivencia ideológica con los responsables del Gobierno del Estado. En esta clase de situaciones, el castigo al culpable suele llevar aparejada la apuesta por la única alternativa posible, esto es, la apuesta por CIU —lo cual no impide que los excelentes resultados obtenidos por el Partido Popular se deban también, en mayor o menor medida, a una percepción semejante, aunque referida en este caso al conjunto de España—.

Pero en la decisión de devolver a la federación nacionalista las riendas de la gobernación autonómica influyó sobre todo otra decisión, en gran parte complementaria. Me refiero, por supuesto, a la drástica retirada de confianza de los ciudadanos catalanes a lo que se ha venido en llamar «el tripartito». Si en 2006 un 50% los votantes —casi un millón y medio de personas— habían apostado por las fuerzas políticas que acabarían constituyendo, tras la renovación de alianzas, el nuevo Gobierno de la Generalitat de Cataluña, esa confianza se redujo el pasado domingo hasta un 32% —el equivalente a algo más de un millón de personas—. Y aunque la fuga de votos no se proyectó de forma equidistante sobre los tres miembros del terceto —el más perjudicado, en términos porcentuales, fue ERC, que perdió casi la mitad de sus sufragios— todos acusaron el golpe. Y en especial, el PSC, que a esas defecciones debe sumar las registradas ya en 2006 con respecto a las elecciones de 2003, las últimas en las que Pasqual Maragall encabezó la candidatura socialista —en total, algo más de 460.000 en siete años—.

Por eso, las consecuencias de los recientes comicios autonómicos no pueden ser en modo alguno de corto alcance. En la cultura política del catalanismo —la única reconocida oficialmente en ese trozo de España, no vaya a olvidarse—, el septenio protagonizado por el tripartito constituía la única alternancia imaginable y, luego, posible. Suponiendo que se tratara en verdad de una alternancia, puesto que, al margen de alguna veleidad izquierdista, la acción de gobierno consistió sobre todo en pasear la identidad de acá para allá, empezando por todo lo relacionado con el Estatuto y acabando por las mismísimas corridas de toros. De ahí que el fracaso notorio del experimento deba considerarse casi como un fracaso definitivo, de esos que permanecen activos en la memoria de los ciudadanos durante por lo menos una generación.

Pero hay más. Ese fracaso ha tenido una cabeza visible, la del presidente Montilla. Lo que no debería llevarnos —sólo faltaría— a eximir a Maragall o a José Luis Rodríguez Zapatero de su cuota de culpa como impulsores o instigadores del proceso y colaboradores necesarios. Pero Montilla, recuérdese, no ha sido únicamente la triste figura que ha encabezado durante más tiempo un gobierno tripartito, sino también el urdidor del primer acuerdo, el de 2003 con ERC, que desembocó en el Pacto del Tinell. A su favor, cabe reconocer que el mismo domingo por la noche anunció que no repetiría como primer secretario del partido y, al día siguiente, que renunciaba a su escaño en el Parlamento catalán (lo que sin duda —no todo van a ser malas noticias para él— ha debido de constituir un gran alivio). Sea como sea, ha asumido su parte de responsabilidad y, o mucho me equivoco, o él también ha decidido, como los catalanes, qué camino va a seguir durante una generación. En todo caso, uno alejado, si no de la política, sí de la primera línea política.

Otra cosa es lo que pueda ocurrir con el partido. El PSC siempre ha presumido de haber garantizado en todo momento, a lo largo de la democracia, la cohesión social en Cataluña. Y puede decirse que, en efecto, así ha sido. Sólo que esa cohesión tenía un precio: la sumisión al nacionalismo. Un precio ciertamente muy caro para una formación construida, en gran medida, sobre una amplia base de militantes y simpatizantes llegados a Cataluña de todos los rincones de España y de extracción social más que modesta, a la que se superpuso, ya desde el comienzo, una clase rectora surgida en su gran mayoría de la burguesía y la alta burguesía catalanas. Durante cerca de un cuarto de siglo, la fórmula ha funcionado. Pero, a la hora de verdad —y la hora de la verdad, para cualquier partido, es cuando toca gobernar—, todo se ha venido abajo.

¿Qué nos deparará el futuro? Muchas sorpresas, sin duda, pero en lo tocante al socialismo catalán me temo que no muy gozosas. A no ser que en algún estadio de la generación que se avecina sus dirigentes —y no me refiero ya a los Montilla y compañía— sean capaces, por fin, de asumir la realidad y resolver sus contradicciones. Eso si entonces, claro, sigue existiendo el partido tal como hoy lo conocemos.

ABC, 1 de diciembre de 2010.

Una generación

    1 de diciembre de 2010
A la tercera ha ido la vencida. No en cuanto a victorias, puesto que en 2003 el candidato Mas ya había ganado en escaños, y en 2006 en escaños y en votos, pero sí en cuanto a victorias suficientes. O sea, en cuanto a victorias que van a permitir a Artur Mas gobernar. Y es que el voto cosechado ayer por Convergència i Unió fue —nunca mejor dicho— un voto masivo.

Más incluso —con perdón—: nunca la federación nacionalista había logrado un triunfo tan claro, tan contundente, con respecto a su gran rival electoral. Ni en los mejores tiempos de Jordi Pujol, cuando las mayorías absolutas iban cayendo una tras otra. En aquellos años —de 1984 a 1992— la máxima distancia entre CIU y el principal partido de la oposición, el PSC, fue de 31 escaños —en 1984—. Ahora, en cambio, todo indica que será superior.

Es verdad que esa brecha se explica en gran parte por la debacle socialista, la mayor de toda su historia en unos comicios autonómicos. Y que en semejante debacle ha pesado tanto la crisis como las propias torpezas y desatinos del gobierno tripartito. Pero también lo es que CIU ha sabido encarnar, a ojos del electorado, una alternativa fiable, lo mismo en el campo económico que en el identitario. De ahí su victoria y su notable aumento con respecto a 2006.

Aun así, sería erróneo afirmar que las aguas han vuelto a su cauce. El Parlamento actual ya no es lo que era. Aunque CIU gobierne, no lo hará con mayoría absoluta, por lo que se verá obligada a pactar. Eso sí, tendrá donde escoger. A expensas de lo que depare el último recuento, parece que el surtido de siglas sigue creciendo. Y una de ellas, el PSC, puede incluso generar, en el futuro, más de una sorpresa. Para ello, bastará con que algunos se acuerden de la coletilla. O sea, PSC-PSOE.


ABC, 29 de noviembre de 2010.

Un voto masivo

    29 de noviembre de 2010
Hasta hace unos días, yo lo ignoraba todo sobre los productos de proximidad. Por ignorar, hasta ignoraba que existieran. Ahora ya no. Ahora sé que existen y que merecen ser tenidos en cuenta. Algo es algo. Aun así, sigo preguntándome por la naturaleza de esta clase de productos. Si todo depende —como intuyo— de la distancia que media entre el lugar donde se halle uno y el producto en sí, para alguien situado, pongamos por caso, en Martorell, serán productos de proximidad las Aromas de Montserrat, también llamadas «Flors del Remei», e incluso la mismísima abadía benedictina. ¿La abadía un producto?, tal vez objete algún lector. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, alguien empezó a levantarla en tiempos del románico y allí sigue, produciendo encima toda clase de obras: religiosas, culturales y, por supuesto, patrióticas.

En cambio, si uno se encuentra por casualidad en Gandesa, le va a pillar cerquita alguna de esas rutas relacionadas con la batalla del Ebro a las que el Memorial Democrático ha prestado su apoyo entusiasta: la que permite revivir la batalla en un día; la que permite revivirla a fondo; la que recrea el paso del río e incluso la que transcurre por la retaguardia franquista. Pues bien, todos esos itinerarios deben ser considerados un producto de proximidad, en la medida en que es la mano del hombre —o, mejor dicho, los pies— la causante misma de su existencia. Y, en fin, lo que vale para Martorell y su abadía, o para Gandesa y su batalla, valdrá —no creo que nadie lo ponga en duda— para Baqueira y el snowpark de Beret.

Lo que ya me resulta más difícil de comprender es por qué el consejero Huguet considera el pan con tomate o los embutidos de la tierra productos de proximidad. Yo puedo comprender que al consejero le guste desayunarse con esos comestibles y que, en uso del poder que le confiere el cargo, obligue por decreto a todos los hoteles catalanes de cuatro estrellas o categoría superior —o sea, los que él utiliza— a incluirlos a partir de ahora en el menú. Qué se le va a hacer, contra gustos no hay disputas. Y como los gustos, aquí, son los del consejero del ramo… Pero que no se escude en el genérico, que obligue a poner en el decreto mismo, allí donde corresponda, «los hoteles de cuatro estrellas o categoría superior van a incluir en adelante, en el desayuno, el pan con tomate y el embutido de la tierra, para satisfacción gástrica del consejero Huguet». Verá, consejero, las cosas, cuanto más claras mejor. Sobre todo si uno está a punto de dejarlo, como parece ser su caso.

ABC, 27 de noviembre de 2010.

Productos de proximidad

    27 de noviembre de 2010
Miércoles 1 de diciembre de 2010 a las 20:00 horas
Biblioteca de Babel, C/ Arebí 3 (Palma de Mallorca)


Aly Herscovitz en Palma

    26 de noviembre de 2010
… otra clase política. La que ha tenido a lo largo de estas tres décadas de autonomía ha demostrado ya de lo que es capaz. Lo mismo en el gobierno que en la oposición. Y si alguien todavía lo duda, que eche un vistazo al Estatuto de Autonomía, tal como salió del Parlamento autonómico en septiembre de 2005. Lo que ha venido después, hasta hoy mismo, no ha sido sino la agonía de unos políticos —y de una sociedad civil que de civil no tiene nada, pues está subvencionada por los cuatro costados— que lo mejor que podrían hacer en favor de sus conciudadanos sería jubilarse anticipadamente. Y que no nos vengan ahora con que no les alcanza el retiro que ellos mismos se han adjudicado...

ABC, Especial Elecciones Catalanas

Lo que Cataluña necesita es…

    24 de noviembre de 2010
Constataba el otro día un analista político que en esta campaña electoral, y al contrario de lo que sucediera en la de 2006, nadie anda por ahí prometiendo la luna. Es decir, prometiendo que, en caso de ser elegido y formar gobierno, va a poner en marcha la repartidora, untando a jóvenes y no tan jóvenes con el dinero público que haga falta. Tiene razón el analista. Ahora todos los candidatos hacen voto de austeridad, y si alguno promete la luna no es nunca en lo material, sino en lo simbólico —ya saben: la independencia, el concierto económico, el planeta verde y la igualdad divino tesoro—. La crisis, claro, y sus secuelas. Aunque en esta ocasión, y por paradójico que parezca, esas secuelas deban ser celebradas.

En primer lugar, porque seguramente no existe nada tan tedioso como los cantos de sirena de nuestros líderes políticos cuando están en campaña. Hasta las salidas de tono y la inevitable comedia humana —esta semana, con inmigrantes cazados, orgasmos fingidos y exhibición de toallas preservativas—, a pesar de su zafiedad, resultan más soportables. Y, en segundo lugar, porque al sustituir las dádivas por los sacrificios en el gasto, nuestros políticos actúan al dictado. Ante la tremenda irresponsabilidad que les ha caracterizado a lo largo de tantos años —a unos más que a otros, por supuesto—, es un consuelo saber que sus decisiones, presentes y futuras, son en gran medida vicarias. Me refiero, por supuesto, a las importantes, a las que afectan a nuestros bolsillos. Estas, la mayoría de las veces no las toman ellos, les vienen dadas. Y les vienen dadas por la superioridad. En el caso de nuestros profesionales, por el Gobierno del Estado. En el caso del Estado, por el Gobierno de la Unión Europea. Y en el de la Unión Europea, por el propio presidente de los Estados Unidos.

Es un consuelo, insisto. Lo cual no excluye que las promesas de contención presupuestaria, los recortes anunciados en las partidas de personal, las mil y una agencias públicas de las que, se asegura, se va a prescindir —en la medida en que nada aportan, excepto una inútil superposición de funciones y un despilfarro considerable—, no sean también, en el fondo, más de lo mismo. A saber: un nuevo brindis al sol —al sol electoral, que es el que más calienta—.

Ya puestos, no veo por qué no prometen también hacerse el haraquiri. Sí, como sus señorías en las últimas Cortes franquistas. No sólo darían un maravilloso ejemplo de austeridad, sino que, encima, hasta lograrían que muchos ciudadanos se acercaran a las urnas.

ABC, 20 de noviembre de 2010.

Gracias a la crisis

    20 de noviembre de 2010
El 10 de septiembre de 2009, coincidiendo con el 150 aniversario del nacimiento de Francesc Macià, el Parlamento catalán acogió un homenaje a su figura. Que el homenaje tuviera lugar en aquella fecha y no once días más tarde —que es cuando se cumplía en verdad el siglo y medio conmemorado— obedecía, por supuesto, a la voluntad de entreverar la efeméride en los fastos de la Diada. La Cataluña política llevaba ya entonces tres largos años sin vivir en sí, atenta al menor suspiro del Tribunal Constitucional, por lo que reforzar los actos del día de la patria catalana con la evocación de quien fuera primer presidente de la Generalitat republicana e impulsor del primer Estatuto de Autonomía de la era moderna —y de todas las eras imaginables— no sólo permitía conjuntar pasado y presente, sino también, y muy especialmente, seguir calentando motores. De ahí que el presidente del Parlamento, Ernest Benach, reuniera para la ocasión a los sucesores vivientes del homenajeado, o sea, a Jordi Pujol, Pasqual Maragall y José Montilla, y les invitara a hablar. Como es natural, quien más, quien menos, todos hablaron del «abuelo» Macià y de su ejemplo. Y todos enlazaron el —a su juicio— glorioso ayer republicano con el sombrío presente de hace poco más de un año. El Estatuto y sus miserias, claro. Pero también la necesidad de contar con un Macià redivivo, con alguien que acaudillara, llegada la hora, un movimiento unitario de respuesta a una sentencia adversa del Constitucional, que cada vez se presumía más probable.

Ese hombre, ese nuevo caudillo catalán, no podía ser otro —legalidad obliga— que José Montilla. Así lo indicaron, así lo reclamaron entonces públicamente, tanto Pujol como Maragall. Y así lo asumió el propio afectado: «Estaré al frente de la respuesta institucional que haga falta». Quizá por ello, cuando hizo falta —esto es, diez meses más tarde, tras conocerse el fallo y el consiguiente alcance de la tijera y de la lima—, el presidente de la Generalitat se puso, resuelto, al frente del movimiento. Y convocó una manifestación. Pero —lo recordarán, sin duda— las cosas se torcieron y en vez de terminar la marcha en loor de multitud, como hubiera sido su deseo y como habría cabido esperar de un guía supremo, conductor de su pueblo, tuvo que abandonarla fuertemente escoltado, entre el griterío y los insultos de los manifestantes, para refugiarse en la sede del Departamento de Justicia.

Ignoro, por supuesto, qué le pasó por la cabeza aquel infausto 10 de julio de 2010 mientras aguardaba allí dentro a que la marabunta escampara. Pero no me extrañaría lo más mínimo que pensara ya entonces en pisar el freno. Y, si no entonces, al cabo de poco. No era sólo aquel fin de fiesta inesperado, aquel caudillaje que no pudo ser. Estaban también las encuestas. Desde mediados de marzo dibujaban un panorama francamente distinto al de meses anteriores: el tripartito ya no sumaba lo necesario, y, aunque el principal batacazo se lo llevaban los independentistas de ERC, los socialistas también recibían lo suyo. Total, que, en los pronósticos demoscópicos, CIU se hallaba muy cerca de esa mitad más uno del Parlamento autonómico que permite no tener que gobernar en comandita. Por otro lado, el número dos del Gobierno y máximo representante del ala nacionalista del PSC, el consejero de Economía Antoni Castells, había empezado a expresar por lo bajín a quien quisiera oírle que con él ya no contaran. Así las cosas, el fracaso del todavía presidente de la Generalitat era un hecho. Ni había podido erigirse en el caudillo de todos los catalanes; ni había sido capaz de conservar la mayoría parlamentaria surgida de las urnas y de los pactos a tres; ni había logrado, en fin, que el sector catalanista de su partido, al que se había entregado en cuerpo y alma, siguiera secundándole. En lo sucesivo, ya sólo le quedaba cambiar de rumbo.

Pero para eso, claro, necesitaba tiempo. Mucho más del que tenía por delante. De ahí que empezara creándolo. Y como no podía estirar el calendario añadiéndole algún mes más, apuró hasta límites insospechados el margen de que disponía para fijar la fecha de las elecciones. Al fin y al cabo, no pesan igual cien días de campaña que sesenta. Porque lo que Montilla emprendió nada más volver de vacaciones fue una verdadera campaña. Eso sí, harto singular. Y no tanto por su duración exagerada como por su insólita naturaleza. Lejos de basarse en una suma de propuestas, más o menos razonadas, sobre lo que los socialistas catalanes piensan hacer en la próxima legislatura autonómica como prolongación de sus siete años de gobierno de presunto progreso, la campaña ha consistido hasta la fecha en un goteo incesante de renuncias. En soltar lastre, vaya. Y en nada más.

Bien es cierto que ese desprendimiento doctrinal no ha sido en modo alguno aleatorio. Al contrario. Ya sea por boca del presidente de la Generalitat en alguno de sus esforzados discursos; ya sea a través de las declaraciones de algún palafrenero; ya sea mediante vídeos o comunicados; ya sea, en fin, porque el programa electoral así lo recoge, el partido se ha ido desasiendo poco a poco de muchos de los oropeles identitarios con que había adornado en los últimos años su discurso y sus obras. Sobre todo en el frente lingüístico. Tras apoyar durante el septenio tripartito cuantas medidas coactivas iba tomando el Gobierno de la Generalitat, y ello tanto si correspondían a un departamento propio como si concernían a uno de ERC, los dirigentes socialistas se han destapado ahora como unos firmes partidarios del bilingüismo y de una política para la lengua catalana basada en el estímulo, el convencimiento y el imprescindible consenso. Ver para creer.

¿Significa ello que Montilla y los suyos han llegado a la conclusión de que la vía identitaria no conduce a ninguna parte? O, en otras palabras, ¿puede inferirse de ese cambio de rumbo que las famosas dos almas del PSC, la españolista y la catalanista, van a quedar reducidas en el futuro a una sola, y no precisamente la segunda? En absoluto. Si algo han evidenciado esos siete años de tripartito es el carácter meramente instrumental —y, en consecuencia, oportunista— de la bipolaridad socialista. Por más que los rectores del partido hayan insistido, una y otra vez, en la transversalidad del PSC en tanto que supremo garante de la cohesión social en Cataluña, los hechos han demostrado, con parecida insistencia, que en esta parte de España no existe otra transversalidad —es decir, otra instancia de poder político y social— que la constituida por el nacionalismo catalán. Así fue con Pujol y Maragall, así ha sido con Montilla, y así será, presumiblemente, con Artur Mas. Si ahora el partido opta por esconder su cara más autonomista en vísperas de unas elecciones autonómicas es tan sólo porque está convencido de que las va a perder. Y porque considera que, ya puestos, más vale perder por poco tratando de recuperar unos votos, los del cinturón de Barcelona, que en otro tiempo fueron suyos, que hacerlo por goleada. Al fin y al cabo, aquel caudillo que no pudo ser aspira a seguir viviendo, mejor o peor, del cuento. Y, con él, toda la tropa.

ABC, 13 de noviembre de 2010.

El caudillo que no pudo ser

    14 de noviembre de 2010
Artur Mas descarta que, tras el 28-N, pueda producirse en Cataluña un pacto a la vasca, o sea, un pacto de gobierno como el que sellaron, a comienzos de abril de 2009, el Partido Socialista de Euskadi y el Partido Popular del País Vasco. Cuando alguien descarta que dos fuerzas políticas vayan a ponerse de acuerdo para gobernar es, una de dos, o porque sabe que esas dos fuerzas están lejos de lograr los escaños necesarios para ello, o porque sabe que sus principios, sus programas o sus intereses son tan contrapuestos que no se les ocurriría por nada del mundo asociarse. O por ambas razones a la vez, claro. En lo tocante al caso catalán, el candidato de CIU circunscribe dicha imposibilidad al primero de los factores, esto es, a la evidencia de que una suma a la vasca difícilmente puede darse por estos lares —recuérdese que, a día de hoy, las encuestas más optimistas sitúan una hipotética alianza entre PSC y PPC a 18 escaños de la mayoría absoluta—. En otras palabras: según el político nacionalista, si en manos de los socialistas y los populares catalanes estuviera el llegar a un pacto de gobierno, seguro que llegaban.

Es verdad que nos hallamos en campaña y que en campaña todo sirve. Por lo tanto, no deja de ser hasta cierto punto normal que Artur Mas recurra a semejante argumento para resaltar el carácter supuestamente españolista del PSC, que no es sino la mejor manera de realzar el carácter decididamente catalanista —léase, nacionalista— de la federación que él preside. Ahora bien, si hay algo que nunca puede haberle quitado el sueño al candidato de CIU es la filiación llamémosle patriótica de los socialistas catalanes. Desde que el partido existe —y hace de ello ya tres largas décadas—, siempre que los intereses particulares de Cataluña han entrado en conflicto con los generales de España, el PSC ha optado por los primeros. Y siempre que las circunstancias le han llevado a levantar un muro para echar del tablero político a un adversario, este adversario no ha sido otro que el PPC —el Pacto del Tinell constituye sin duda la máxima expresión, y la más deleznable, de esa práctica antidemocrática—.

De ahí que una alianza entre socialistas y populares catalanes esté muy lejos de poderse siquiera imaginar. Y es que, bien mirado, ese pacto a la vasca al que se alude como modelo y cuya fragilidad resulta más que manifiesta, ni siquiera se habría planteado de no mediar el terrorismo. Desengáñense, en España manda el nacionalismo, así en provincias como en la capital. Y todo indica que seguirá mandando.

ABC, 13 de noviembre de 2010.

Un pacto a la vasca

    13 de noviembre de 2010
Por aquello de que más vale estar prevenido, se me ha ocurrido echar un vistazo al programa electoral de Convergència i Unió y, en concreto, al apartado referido a la educación. Si disponen de cinco minutos, les aconsejo que hagan lo propio. No tiene desperdicio. A medida que uno lo va leyendo, no puede por menos de preguntarse, una y otra vez, cómo es posible que una gente que ha regido la política catalana durante casi un cuarto de siglo sea capaz de semejante desvergüenza. Y es que, a juzgar por esa decena de páginas, los gobiernos de Pujol no habrían influido para nada en el estado paupérrimo en que se encuentra hoy en día la enseñanza. No, toda la culpa del desastre actual habría que achacarla al «exceso de burocracia, ruido y medidas improvisadas y sin consenso» de «los últimos años». Es decir, al tripartito. Y no sólo eso. En la medida en que el documento expresa también la «voluntad de trabajar para que el sistema educativo vuelva a ser garantía de ascensor social y de igualdad de oportunidades», parece evidente que, para los hacedores del programa, así era este mismo sistema en los tiempos de CIU.

Es verdad, a qué negarlo, que los gobiernos de Maragall y Montilla han llevado la política educativa a niveles de deterioro difícilmente superables. Sobre todo por la impudicia con que han tratado las cuestiones más espinosas —el uso de la lengua, la condición del profesorado—. Pero de ahí a cargarles el muerto como si lo de antes fuera el mismísimo paraíso hay un buen trecho. Es más, nada de lo realizado por los gobiernos tripartitos puede considerarse, en el fondo, fruto de su estricta iniciativa. El surco estaba ya trazado y ellos se han limitado a regarlo —con tan malas artes, eso sí, que han dejado el terreno hecho un lodazal—. En realidad, todo arranca de hace por lo menos dos décadas. De la aprobación de la Logse, para ser exactos. Allí CIU pactó con el socialismo la reforma educativa vigente —no olviden que la Loe de nuestros días no es sino un remedo de la Logse de entonces—. Le convenía. No porque creyera en ella y en sus principios —el igualitarismo buenista no ha sido nunca santo de su devoción—, sino porque le permitía un grado de autonomía en la definición de los contenidos y en la gestión del proceso de reforma que jamás había soñado. Y, encima, le daba carta blanca en el campo lingüístico.

Ahora promete devolver la educación al estado del que nunca debió salir y que ella contribuyó en gran medida a destruir. Demasiado tarde. A estas alturas, el barro ya lo cubre todo.

ABC, 6 de noviembre de 2010.

La educación de CIU

    6 de noviembre de 2010
Este diario en el que escribo y en el que ustedes tienen la deferencia de leerme está en campaña. Entiéndase bien. No me estoy refiriendo a ninguna campaña de publicidad. Ni tampoco a una cualquiera de las que emprenden los partidos políticos cuando se acercan unas elecciones. No, la campaña a la que aludo no es de este mundo. Corresponde más bien a aquel en que la prensa de papel era dueña y señora de las conciencias. A los años anteriores a nuestra guerra, para ser precisos. Entonces los periódicos hacían campañas. Quiero decir que, entre sus beneméritos propósitos, estaba el de movilizar la opinión en torno a un asunto que revestía, por lo general, una importancia social considerable. Durante semanas, sus páginas se llenaban de informaciones, de reportajes, de encuestas, de entrevistas, de comentarios; en definitiva, de cualquier pieza que sirviera al fin deseado.

Esto mismo está realizando este diario desde hace tres domingos: campañas. O, mejor dicho, una sola campaña, centrada en la regeneración de la vida pública española. Y si la pasada semana esa regeneración tenía como objeto el sistema educativo— donde la necesidad de una reforma en profundidad no la discute ya casi nadie—, en la presente ha girado alrededor de la viabilidad del modelo de Estado. O sea, del futuro —si es que semejante futuro existe— del llamado Estado de las Autonomías.

De cuanto se ha publicado al respecto, pueden extraerse no pocas lecciones. La primera es que la matriz del Estado de las Autonomías, de naturaleza federal, no tiene en principio ninguna culpa del berenjenal de despilfarro, endeudamiento y agravios comparativos en que nos hemos metido —véase, por contraste y sin ir más lejos, el ejemplo de Alemania—. La segunda es que la descentralización no constituye, en sí misma, ninguna panacea. En otras palabras: hay competencias del Estado que pueden y deben descentralizarse y otras que no. Y, lo más importante acaso —véase, de nuevo, el ejemplo alemán—, la viabilidad del sistema exige que el proceso de descentralización sea en todas y cada una de sus partes reversible.

Pero, como no hay dos sin tres, a las lecciones precedentes les sigue una más, a modo de corolario. Para arreglar este tremendo desaguisado, resulta de todo punto imprescindible que los dos grandes partidos nacionales estén por la labor de reformar el modelo. ¿Lo están? A juzgar por las palabras de Mariano Rajoy, uno sí. A juzgar por la consiguiente reacción de Gaspar Zarrías, segundo de Manuel Chaves, el otro ni por asomo. En fin, que, así las cosas, apaga y vámonos.

ABC, 30 de octubre de 2010.

En campaña

    30 de octubre de 2010
Entre los muchos divertimentos a que se entregan las cabezas pensantes catalanas cada vez que a un presidente del Gobierno le da por cambiar de equipo —o, si lo prefieren, por provocar lo que en los años treinta se llamaba, sin veladura alguna, una crisis—, está el de contar los ministros según su lugar de origen. Tantos andaluces, tantos gallegos, tantos vascos, tantos madrileños y, por supuesto, tantos catalanes. De semejante recuento se sacan luego conclusiones. Se dice, por ejemplo, que el País Vasco no había estado nunca tan bien representado. O que Andalucía mantiene su cuota. Y se dice, claro —y ahí duele—, que Cataluña ha perdido peso, en la medida en que ha pasado de tener dos ministros a tener uno solo.

Por supuesto, esa clase de análisis, en el que rivalizan los partidos políticos y los medios de comunicación, es propio del (o)caso español. En ningún país mínimamente serio se analiza una crisis de gobierno en función del lugar de origen de los ministros entrantes y salientes. ¿Se imaginan algo parecido en Alemania? ¿O en el Reino Unido? ¿O en los mismísimos Estados Unidos de América? ¿Verdad que no? Entre otras razones, porque estos países —cada uno según sus características— ya disponen de órganos de representación territorial, y es en estos órganos, y no en el Gobierno de la Nación, donde se supone que deben tratarse cuantos asuntos afecten a una parte —la que sea— del todo. El Gobierno de la Nación está para otros menesteres. De ahí que quienes integran cada gabinete hayan sido elegidos por sus obras y no por el gentilicio. Y de ahí también que a nadie se le ocurra interpretar la presencia de tal o cual individuo en un determinado ministerio como la prueba evidente del peso de una región en el conjunto del Estado.

En España, sí. En España el Estado se asemeja cada vez más a una sombra. La división territorial y el constante desguace de la Nación —esto es, el interminable proceso de transferencia de competencias a las Comunidades Autónomas— llevan a la propia clase política y a los analistas de turno a evaluar los cambios de gobierno en clave territorial. Cuanto mayor sea el número de andaluces, madrileños, vascos o catalanes presentes en el Gobierno, mayor será la influencia que la correspondiente región podrá llegar a alcanzar en la política futura. Que esos nuevos ministros valgan o no para lo que han sido nombrados a nadie parece importarle.

Y es que en nuestro Estado de las Autonomías ya sólo cuenta lo estrictamente particular. O sea, las Autonomías, así tomadas de una en una.

ABC, 23 de octubre de 2010.

Catalanes en Madrid

    23 de octubre de 2010
El Partido Popular de Cataluña parece decidido a convertir el espinoso asunto de la inmigración en uno de los ejes de su campaña para las autonómicas. Cuando menos, a juzgar por los movimientos que viene realizando últimamente. Hace cosa de un mes, a rebufo de las deportaciones indiscriminadas de gitanos rumanos en la vecina Francia, la presidenta regional Alicia Sánchez-Camacho le organizó un paseíllo a una eurodiputada de la UMP de Sarkozy por el barrio badalonés de la Salud, donde lo que no falta precisamente son gitanos. Ahora, emulando hasta cierto punto aquella iniciativa de comienzos de año de las fuerzas políticas vicenses para dejar a los inmigrantes ilegales fuera del padrón y privarles, en consecuencia, del uso y disfrute de los servicios públicos de sanidad y educación —iniciativa que fue frenada, en última instancia, por la intervención de la Abogacía del Estado—, el PP catalán ha incorporado a su programa electoral una medida que, de ponerse en práctica, obligaría a los funcionarios municipales a comunicar a la policía la identidad de cuantos inmigrantes sin papeles acudieran a las dependencias del lugar a empadronarse.

Como no podía ser de otro modo, la propuesta popular ha suscitado ya comentarios. A favor y en contra. Entre quienes la han criticado, los adjetivos más empleados para calificarla han sido «oportunista», «electoralista» y «xenófoba». Ninguno está de más. El reciente conflicto en suelo francés combinado con la persistencia de la crisis económica justifican el primer adjetivo. La proximidad de las elecciones autonómicas, el segundo. Y la hostilidad que una medida de este tipo proyecta hacia el extraño, el último. Pero también ha habido, entre los críticos, reacciones insólitas. Como la del ministro largamente cesante Celestino Corbacho, al que se supone una gran experiencia en la materia y que ha reprochado a Sánchez-Camacho que «utilice la inmigración para hacer política».

Lo insólito, sobra decirlo, es que un destacado político socialista pueda recriminar a una compañera de fatigas popular haber utilizado políticamente la inmigración. ¿Y su partido, no ha hecho acaso lo mismo en los seis últimos años? Primero con el «papeles para todos» del ministro Caldera, y luego con el giro radical que el propio Corbacho, nada más tomar posesión del Ministerio y tras la famosa «directiva de la vergüenza» europea, dio a la política de su antecesor.

Y es que así como a los suyos no les mueve sino el afán de hacer el bien, a los otros, ay, sólo les mueve el de hacer política.
ABC, 16 de octubre de 2010.

Hacer política

    16 de octubre de 2010
El Círculo de Economía de Barcelona se define como «una entidad pluralista en la que participan activamente personas de diferentes ideologías y ocupaciones». Es posible que así sea. A juzgar por la información contenida en la página web de la entidad, en la actual Junta Directiva hay nombres para todos los gustos: desde grandes empresarios como Salvador Alemany, Artur Carulla o Salvador Oliu hasta políticos reconvertidos en altos ejecutivos —Josep Piqué o Joaquim Triadú— o retornados al mundo de la docencia tras una temporada más o menos larga en el infierno público —Andreu Mas-Collell o Alfredo Pastor—, pasando por practicantes de la opinión como el notario Juan-José López Burniol o el gestor público Josep Ramoneda. Y, en cuanto a su carácter activo, sobra decir que se les supone. De lo contrario, ¿qué demonios están haciendo estas personas en un foro económico que funciona, no nos engañemos, como un verdadero grupo de presión?

Pues bien, el Círculo de Economía ha difundido esta semana una nota titulada «Una nueva legislatura y un doble objetivo: desarrollar una efectiva gestión de gobierno y rehacer el pacto constitucional». Esa clase de notas suelen ser habituales por estas fechas. O sea, cuando se acercan elecciones. El Círculo es un lobby, y un lobby debe mojarse en los momentos clave —si no, ¿para qué está?—. Ahora bien, en ese mojarse preelectoral uno quisiera encontrar, más allá de una señal de activismo, un reflejo de la pluralidad ideológica a la que alude, programáticamente, la propia institución. No es el caso. Dejemos a un lado que en la versión castellana del documento Cataluña aparezca siempre escrito con «ny», como mandan los cánones simbólicos, y vayamos a lo esencial. En los casi tres folios de que consta la nota no hay un solo respiradero para el disenso. El texto está escrito, de cabo a cabo, desde la lógica estatutaria. Esto es, desde la defensa de la más estricta bilateralidad. Por más que en algún momento se nos recuerde que «Catalunya» es parte España y de Europa, el trato se establece siempre de igual a igual, nunca de la parte con el todo. Se habla de la «ruptura de “algo” entre Catalunya y España», del «trato injusto» que España dispensa a Cataluña, de «las relaciones de Catalunya con España», de «un mejor encaje de Catalunya con España», del «marco común que Catalunya y España siguen necesitando», etc. Y se acaba reclamando, claro, un nuevo pacto constitucional.

No sé por qué se insiste todavía en la existencia en Cataluña de una supuesta sociedad civil.

ABC, 9 de octubre de 2010.

La nota del Círculo

    9 de octubre de 2010



Barcelona, 1 de octubre de 2010

XVI Premio a la Tolerancia

    2 de octubre de 2010
Cuando Jordi Pujol ejercía de presidente de la Generalitat acostumbraba a quitarse de encima, sin ningún miramiento y hasta con un punto de mala educación, a cuantos periodistas —pocos, la verdad— se atrevían a preguntarle por un asunto impertinente. Impertinente para él, por supuesto. En estos casos, su fórmula favorita era un exabrupto —«això no toca»—, y a otra cosa mariposa. Pero alguna vez la vaciedad del exabrupto era sustituida por una respuesta algo más consistente. Como el día en que le preguntaron por el nivel de participación en las elecciones autonómicas, tan distante del que se da en las generales, y se soltó diciendo que eso, a él, le importaba tres cominos, que a quienes tenía que preocupar era a los socialistas, incapaces de movilizar a su electorado en esta clase de comicios.

No le faltaba razón. Y ello con independencia de que las sucesivas victorias convergentes fueran debidas también a la existencia de un número significativo de votantes duales, esto es, de votantes que cambian el sentido de su voto según se trate de unas elecciones generales o de unas autonómicas y que, así como optan por el PSC —o el PP— en las primeras, lo hacen por CIU en las segundas. Pero, más allá de que Pujol estuviera en lo cierto al afirmar que la abstención afectaba sobre todo a los socialistas, el hecho de que se desentendiera a un tiempo del asunto, cargándole el muerto al entonces partido opositor, demuestra lo mucho que aquel hombre de Estado —así se le conocía en Madrid— andaba preocupado por la participación de los ciudadanos en los comicios sobre los que él poseía plena jurisdicción.

En realidad, esa abstención diferencial es uno de los frutos más directos de tres décadas de nacionalismo gobernante. Mientras que en las elecciones legislativas los catalanes se comportan de forma muy parecida a la del resto de los españoles en lo tocante al nivel de participación, en las autonómicas ese nivel se halla seis puntos por debajo de la media española correspondiente. (Una distancia, por cierto, que puede aumentar el 28-N, a poco que se confirmen los pronósticos demoscópicos que hablan de una abstención récord, cercana al 50% del cuerpo electoral —en 2006 fue del 43,2—.)

En eso consiste la singularidad catalana. En haber logrado, mediante políticas predominantemente identitarias y ajenas, por tanto, a los problemas reales de los ciudadanos, que buena parte de esos ciudadanos se hayan ido desentendiendo poco a poco de la gestión de muchos de los asuntos que les afectan. ¿Hasta cuándo?

ABC, 2 de octubre de 2010.


XVI Premio a la Tolerancia

    25 de septiembre de 2010
A lo que más se parece una huelga general es a un golpe de Estado. Por supuesto, no en los fines perseguidos, derribar por la fuerza a un gobierno —aunque los huelguistas, todo hay que decirlo, no siempre le hacen ascos al propósito—, sino en los medios usados. Y es que tanto en el caso de la huelga general como en el del golpe de Estado el éxito de la empresa depende en buena medida del control de dos clases de medios: los de transporte y los de comunicación. El control de los primeros —y su paralización, en último término— impide que los ciudadanos puedan moverse con libertad. O sea, impide que los mayores se desplacen hasta su lugar de trabajo, que los más chicos vayan al colegio con el autobús escolar, que la vida se desarrolle, en definitiva, también de puertas afuera. En este sentido, nada hay tan indicativo del éxito alcanzado por cualquiera de los dos movimientos —el huelguista y el golpista— como una calle desierta a media mañana o media tarde. Y no digamos ya si en esta calle las tiendas han echado el cierre por miedo a la coacción de los piquetes obreros —también llamados informativos— o militares.

Pero no basta, claro, con privar a los ciudadanos del ejercicio normal de sus labores. También conviene que la información que estos reciban a lo largo de la jornada sea lo más favorable posible a los intereses de los movilizados. De ahí la conveniencia de tener atadas y bien atadas las radios y las televisiones públicas. Bien es cierto que hoy en día, con la multitud de cadenas privadas y el auge de internet, de poco sirve ya silenciar los medios públicos si uno no puede hacer lo propio con los demás. Pero, en fin, que el Estado se quede sin voz o informe según convenga a quienes cuestionan su autoridad no deja de resultar, al cabo, una ventaja para esos mismos revoltosos.

Se me dirá que el derecho de huelga es un derecho constitucional. En efecto, así lo reconoce el artículo 28 de nuestra ley de leyes. Pero lo mismo puede afirmarse del derecho al trabajo. Perdón: lo mismo no, ya que el derecho al trabajo se dobla de un deber análogo, como muy bien indica el artículo 35 de la Constitución. O sea que el próximo 29 de septiembre vamos a asistir en España a un conflicto entre dos derechos, el segundo de los cuales lleva aparejado un deber, el de trabajar. ¿Cuál se impondrá? En vista de los servicios mínimos pactados hasta el momento, mucho me temo que los huelguistas están dispuestos a dar el golpe. Y, lo que es peor, mucho me temo que el Estado, por su parte, está firmemente decidido a hacer huelga.

ABC, 25 de septiembre de 2010.
Lejos de mi intención hacer leña del juez caído. Después de la resolución del instructor del Tribunal Supremo Manuel Marchena en relación con la causa abierta contra Baltasar Garzón por el dinero percibido durante su estancia en la Universidad de Nueva York —resolución en la que se acusa al magistrado, entre otras irregularidades, de una «manifiesta ocultación de cuantías»—, traer a colación una instrucción anterior, la iniciada por el juez Luciano Varela contra el propio Garzón por emprender un proceso contra los crímenes del franquismo a sabiendas de que habían prescrito, puede parecer abusivo. Pero, por desgracia, hay de qué. En primer lugar, porque el Supremo ha rechazado las pruebas aportadas por el imputado, lo que viene a significar que ha avalado la instrucción de Varela y que Garzón va a ser, tarde o temprano, juzgado. Y luego, porque el proceso que originó que el Supremo abriera esta segunda causa ha tenido ya una réplica. Y no en España, donde la ley de Amnistía de 1977, fruto del espíritu de reconciliación nacional de aquellos años, actúa como un dique eficaz contra semejantes iniciativas, sino en Argentina.

Allí la Cámara Federal —una suerte de tribunal de apelaciones— ha instado a una juez a que reabra un proceso idéntico al de Garzón que ella misma había cerrado meses antes, y a que pregunte al Gobierno español si «efectivamente se está investigando la existencia de un plan sistemático generalizado y deliberado para aterrorizar a los españoles partidarios de la forma representativa de gobierno a través de su eliminación física, llevado a cabo en el periodo comprendido entre el 17 de julio de 1936 y el 15 de junio de 1977». Aunque ignoro qué respuesta va a dar el Gobierno español, o mucho me equivoco o no puede hacer otra cosa que negar que se esté investigando la existencia de dicho plan. Y no sólo porque, en efecto, nadie está ya en España por la labor, sino porque tal plan no ha existido jamás. En otras palabras: lo que la Cámara formula como requisitoria presupone que entre las fechas aludidas, o sea, a lo largo de prácticamente 41 años, bajo una República inmersa en una guerra civil, una Dictadura y una Monarquía, se practicó en España una liquidación sistemática de toda persona afecta al régimen republicano.

Por supuesto, la fórmula utilizada por los magistrados de la Cámara no tiene otro propósito que el de permitir que la justicia argentina se ocupe de un asunto que en principio debería serle ajeno. Descansa en el llamado «principio de justicia universal», y en la certidumbre de que los crímenes en cuestión fueron «de lesa humanidad» o, como afirma un abogado de los querellantes —un hijo y una sobrina nieta de republicanos asesinados en las provincias de Lugo y Salamanca, respectivamente—, «uno de los peores genocidios del siglo XX». De la barbarie de aquella guerra, de las horrendas matanzas cometidas por uno y otro bando, nadie en su sano juicio puede hoy en día dudar. Ahora bien, que los crímenes perpetrados en el bando franquista constituyan no ya «uno de los peores genocidios del siglo XX», sino siquiera un genocidio, eso no se sostiene por ningún lado. Para que pueda hablarse de genocidio, o de crimen contra la humanidad, es necesario que ese crimen se haya producido, de modo organizado y sistemático, contra alguien por el simple hecho de haber nacido. Por no salirnos del infausto siglo XX, este fue el caso de los armenios en Turquía, de los judíos en gran parte de Europa o de los tutsis en Ruanda. Nada parecido, ni remotamente, ocurrió en España durante el periodo de 41 años a que alude la requisitoria de la Cámara argentina.

Así pues, y al margen de otras consideraciones, lo que persiguen esos magistrados es remover el pasado agarrándose a una figura delictiva que, en buena ley, debería resultar inaplicable a ese mismo pasado. Si bien se mira, su forma de proceder no difiere en exceso de la del juez Garzón en el proceso que instruyó y por el que va a ser juzgado por prevaricación. Recuérdese tan sólo que una de sus medidas de entonces consistió en preguntar por el paradero de un tal Francisco Franco y de una treintena de estrechos colaboradores suyos —ministros y generales «de la première heure»—, a fin de llevarlos ante la justicia. Por descontado, se trata y se trataba de sortear la legalidad. Pero también se trata y se trataba de alterar la realidad. Y lo segundo resulta, si cabe, mucho más grave que lo primero.

Desde que José Luis Rodríguez Zapatero convirtió la revisión del pasado en uno de los ejes de su programa de gobierno, hemos asistido a un doble movimiento. Por un lado, a un movimiento de signo humanitario, consistente en dar digna sepultura a muchas de las miles de víctimas de la guerra, en su inmensa mayoría del bando republicano, cuyos restos yacen todavía en alguna zanja del país. Por otro, y superpuesto al anterior, a un movimiento de signo ideológico, consistente en presentar a esas víctimas, y a cuantas compartieron con ellas determinados ideales —o simplemente bando de guerra—, como las únicas que merecen hoy en día semejante consideración. Y, si no las únicas, sí las que más la merecen.

De ahí que quienes promueven y amparan ese doble movimiento no se contenten con enterrar dignamente sus restos y aspiren, a un tiempo, a una suerte de justicia póstuma en la que no cabrían, sobra decirlo, sino esas mismas víctimas. Y de ahí también que algunos jueces, españoles y argentinos, no se paren en barras a la hora de enmendar la historia, bien convocando a los muertos, bien convirtiendo una matanza entre hermanos en un intento de genocidio de un bando sobre el rival. Y todo con un solo fin: reanudar una guerra que los suyos perdieron hace más de setenta años en los campos de batalla para intentar ganarla ahora en los tribunales.

Lo sorprendente es que no pocos de esos defensores de la superioridad moral de los unos sobre los otros —y de sus memorias respectivas— suelen relamerse después con la lectura de algunas obras que tratan de nuestra contienda civil y en las que no se salvan del oprobio ni los unos ni los otros. Así ocurre, por ejemplo, con «A sangre y fuego», de Manuel Chaves Nogales. Ese conjunto de relatos, escrito a comienzos de 1937 en el exilio francés y por el que desfilan, como muy bien indica el subtítulo del libro, toda clase de héroes, bestias y mártires de aquella España en guerra, ha sido alabado en los últimos tiempos por tirios y troyanos. Bien está, por supuesto. En una época en que el espíritu de la Transición cotiza tan bajo, esas conjunciones son siempre de agradecer. Y hasta puede que, en un futuro, el ánimo conciliador que de ellas se desprende acabe prevaleciendo sobre el maniqueísmo simplón que se empeña en seguir distinguiendo entre buenos y malos. Ojalá.

Aunque, la verdad, no lo creo. De lo contrario, ¿a qué viene que más de uno de los que dicen disfrutar con los relatos de «A sangre y fuego» bendijera, como fue el caso, el homenaje aquel al juez Garzón concelebrado en la Complutense por docentes, discentes, políticos, sindicalistas, artistas, magistrados y demás gente de buen vivir?

ABC, 23 de septiembre de 2010.

Enmendar la historia

    23 de septiembre de 2010
La cosa, al parecer, fue como sigue. Una periodista de «MésCat», boletín interno de CDC, entrevista este verano al ex presidente Pasqual Maragall y le pregunta, entre otros asuntos, por el futuro electoral. Maragall responde: «Creo que ganará (Artur Mas), porque toca». Y, para que nadie se confunda con la respuesta, precisa su alcance: «La gran ventaja que tiene es que ahora toca, porque ya hace mucho tiempo que los otros gobiernan, y espero que lo haga bien». Como es lógico, nada más divulgarse la entrevista, en el campo socialista se arma el belén. José Montilla acusa a CDC de no tener escrúpulos y de practicar el juego sucio. A una persona aquejada de Alzheimer, viene a decir, no se le entrevista, porque ya se sabe. El hermanísimo Ernest es de la misma opinión: se han traspasado los «límites». Los convergentes se defienden. Según ellos, la entrevista fue revisada por Maragall y autorizada, incluso por escrito, por su familia —se entiende que la familia debe de limitarse aquí a la mujer del ex presidente, cuando menos a juzgar por la posterior reacción de Ernest—. Por tanto, nada que objetar. Es más, el propio Artur Mas declara que Maragall, como ciudadano y como ex presidente de la Generalitat, tiene todo el derecho a expresar su opinión.

Sin duda. Sobre todo porque así lleva haciéndolo desde hace mucho tiempo, mediante entrevistas, artículos y declaraciones, y a nadie se le había ocurrido hasta la fecha reprochárselo. Lo hacía antes de ser presidente, lo hizo durante su presidencia y lo ha seguido haciendo después. Lo que significa que lo ha hecho antes y después de anunciar que padecía la enfermedad. Y antes y después de padecerla, claro. En definitiva: todos los ciudadanos informados saben a estas alturas que la palabra de Maragall es la de una persona enferma y que, en este sentido, vale lo que vale. Pero es que además Maragall ya no está sujeto a ninguna disciplina de partido. Abandonó el PSC en 2007. ¿Por qué no va a expresar su opinión aunque esta vaya en contra de los intereses del que fue su partido? ¿Por qué no va a decir que ahora le toca a Mas y que eso es bueno?

Esta misma semana, Jaume Sobrequés ha abandonado las filas socialistas y ha asegurado que va a votar a Artur Mas. Se trata de un socialista histórico, como Maragall. Se trata de un representante del alma catalanista del partido, como Maragall. Se trata de un hombre que ya apura, como Maragall, el último tramo del camino.

¡Pobre PSC! Tanto debatirse entre dos almas y, al paso que va, pronto no va a quedarle ninguna.

ABC, 18 de septiembre de 2010.

Entre dos almas

    18 de septiembre de 2010
A los jóvenes de UDC no les hizo ninguna gracia que el presidente Montilla utilizara también el castellano en su declaración institucional del martes. Les pareció una irreverencia, como si alguien entrara en una mezquita y se negara a descalzarse. Llevan razón, esos chicos. El templo del nacionalismo tiene sus reglas, y el uso privativo del catalán en toda clase de alocuciones, y muy especialmente si se trata de días señalados, no es la menor. Ahora bien, más allá del dolor que haya llegado a causar semejante profanación en las almas nacionalistas, lo verdaderamente significativo es que la profanación se haya producido en estos momentos, o sea, cuando al presidente de la Generalitat le quedan un par de telediarios. De haberse producido antes —por ejemplo, desde el primer día en que Montilla habló como presidente de la institución—, quién sabe si hasta los cachorros democristianos estarían ya a estas alturas amansados.

Claro que, en el fondo, lo que más le habría convenido al presidente es dirigirse al pueblo únicamente en castellano. Otra de las lecciones de su declaración del martes es que, a pesar de las clases de catalán que prometió tomar a comienzos de legislatura y que supongo que habrá tomado religiosamente, el hombre sigue muy lejos del nivel C. Así, a primera vista, yo diría que está ahora mismo entre el A y el B. Lo que ignoro es si sube o baja, Y esa deficiencia tiene, por supuesto, sus secuelas. Un ejemplo. Las crónicas indican que el presidente pidió a los distintos contendientes en liza juego limpio. Es decir, «joc net». Pues bien, oyéndole en catalán, era imposible saber si pedía «joc net» o «lloc net». Lo cual, convendrán conmigo, no constituye una ambigüedad cualquiera. Después de los casos «Millet» y «Pretoria», que estuviera pidiendo un lugar limpio resultaría incluso mucho más acorde con la situación de la política catalana que la simple y tópica reclamación del juego limpio.

Por no hablar de la alusión a la trascendencia de estos comicios. Sin cortarse un pelo, el presidente afirmó que iban a marcar el camino de «Cataluña no en una legislatura, sino (…) en toda una generación». Ahí es nada, el camino de Cataluña y durante quince o treinta años —según si echamos mano de las generaciones de Ortega o del cómputo tradicional—. Como no hay por qué dudar de que Montilla está en su sano juicio, me temo, queridos lectores, que estas van a ser las últimas elecciones autonómicas en unos cuantos lustros. O, lo que es lo mismo, que vienen tiempos de dictadura.

ABC, 11 de septiembre de 2010.

Lecciones de una declaración

    11 de septiembre de 2010
Todos los finales de legislatura se asemejan a un fin de fiesta. No porque los políticos se lo hayan pasado en grande, que también, sino por el empeño que ponen esos servidores de lo público en apurar sus copas. Téngase en cuenta que el presupuesto que manejan suele ser siempre extraordinario. Lo cual no significa que aquel año dispongan de más dinero que los tres anteriores; significa tan sólo que aquel año van a gastar incluso lo que no tienen, sin pararse en barras. Y ello, lo mismo en el terreno económico que en el ideológico. Vaya, que van a endeudarse —a endeudarnos— hasta las cejas.

Por supuesto, ese frenesí adopta distintas formas. La más común es la subvención. Véase, por ejemplo, la que el Departamento de Cultura acaba de conceder de prisa y corriendo a un trust de empresas relacionadas con el mundo de la edición, el Grup Cultura 03, por un valor de un millón de euros, para que saque a la calle un nuevo periódico en catalán. El Grup Cultura 03 fue fundado, entre otros, por Eduard Voltas, actual secretario de Cultura del Departamento, quien también dirigió y editó la revista «Sapiens», producida por una de las empresas integradas en el trust. Pues bien, si una vez echados los dados electorales, estos no son favorables a la continuidad del tripartito o, más en concreto, a los intereses de ERC, lo más probable es que Voltas vuelva al redil editorial. O sea, a ese proyecto empresarial que él mismo fundó y al que su gobierno acaba de regalar ese milloncete de euros, que viene a sumarse a los repartidos en ejercicios anteriores.

Pero, aun siendo la más vistosa, no es esa la única forma de apurar la copa que tienen nuestros políticos. Está también la del decreto. Como el que acaba de rescatar del olvido el consejero Josep Huguet —ya había amagado con algo parecido hace unos años— y que pretende obligar a los profesores universitarios a poseer el nivel C de lengua catalana si quieren impartir sus clases en la Comunidad. Es verdad que el anuncio de Huguet ya ha sido matizado por las palabras del consejero portavoz Baltasar, que ha desmentido que la medida vaya a aplicarse a los docentes en activo, al tiempo que aseguraba que no iba a aprobarse sin el consentimiento de los rectores de universidad. Pero, con todo, no hay duda que la legión independentista que nos gobierna está echando el resto.

Así pues, querido lector, «take it easy». De aquí al día de las elecciones todavía asistiremos a unas cuantas demostraciones más de ese fin de fiesta. Hasta que no quede en la copa ni una mísera gota.

ABC, 4 de septiembre de 2010.

Fin de fiesta

    4 de septiembre de 2010
1. La consejera Geli ha confesado esta semana que dedica gran parte de su tiempo a la muy noble y muy antigua actividad de coser. No es que la consejera socialista haya aprovechado las vacaciones para sumergirse en las tareas del hogar, no; lo que Marina Geli cose es el país. O sea, la Catalunya sin eñe. Es más, a juzgar por sus palabras, esa actividad, tanto ella como su partido llevan haciéndola toda la vida. De no ser por el PSC —añade la consejera—, a estas alturas, y más con el independentismo recién salido del armario, la sociedad catalana estaría completamente deshilachada.

Decididamente, estos socialistas no tienen vergüenza. No sólo son los máximos responsables de la ruina de Cataluña, sino que encima pretenden hacernos creer que, gracias a su abnegada labor de cosido, estamos ahorrándonos una ruina mucho mayor todavía.

2. La Universitat Catalana d’Estiu, ese sumidero de las esencias patrias, sigue celebrando ediciones. Hace unos días se clausuraba en Prada la 42. ¡42! Ahí es nada; más que el franquismo. En consonancia con ello, le encargaron la clausura a una reliquia insigne, el ex presidente Pasqual Maragall. Y Maragall no defraudó. Aparte de sumarse a la propuesta de referendo de Joan Herrera —ya saben: o autonomía o federalismo o independencia, ustedes mismos—, reclamó que ese referendo se convocara cuanto antes: «Yo ya tengo 69 años, dentro de poco tendré 70, ya queda poco. No se puede dar a la gente joven la impresión de que estas cosas políticas no se acaban nunca». Sin duda. Pero el problema no es la gente joven, como sostiene Maragall, sino la mayor. Son ellos, con Maragall a la cabeza, quienes no conciben abandonar ese mundo con semejante sensación de fracaso. Los jóvenes les importan un pimiento.

3. El Gobierno de la Generalitat ha pedido a los municipios que no financien más caravanas solidarias. Dejando a un lado que, siguiendo la misma lógica, el Gobierno del Estado podría pedirle al de la Generalitat otro tanto, la iniciativa es de lo más razonable. Ahora que todo el mundo puede felicitarse de que los tres supuestos cooperantes estén ya en casa sanos y salvos, quizá haya llegado la hora de preguntarse por qué el Ayuntamiento de Barcelona se enreda en estos zarzales. ¿Una operación de imagen? ¿La oportunidad de lucir el logo de la ciudad por esos mundos de Dios? ¿O la necesidad de inventarse nuevos proyectos —eso sí, más buenos que el pan— para que algunos ex altos cargos como Francesc Osán puedan seguir disfrutando del sueldo? De todo un poco, me temo.

ABC, 28 de agosto de 2010.

Apuntes veraniegos (3)

    28 de agosto de 2010
1. El caso de la cómplice del comando etarra esconde en realidad otro caso: el de la permisividad con que la izquierda catalana —y muy especialmente la que lleva más de tres décadas gobernando en el Ayuntamiento de Barcelona— ha tratado siempre los asuntos que cualquier sociedad civilizada consideraría de estricto orden público. Me refiero, claro, a lo que se ha convenido en llamar el «programa alternativo» de la Fiesta Mayor de Gracia. O sea, las actividades que toda clase de colectivos radicales y antisistema —independentistas, «okupas», comunistas y libertarios— organizan cada verano con el beneplácito y la subvención, directa o indirecta, de las instituciones. Hace ya algunos lustros, cuando esos energúmenos empezaron a hacer de las suyas, el Ayuntamiento optó por tolerarlos, convencido de que obrando así no sólo se ahorraba problemas, sino que poco a poco lograría domeñarlos. Nada más ilusorio. Desde entonces, los conflictos provocados por todos ellos no han hecho más que aumentar. Y así nos va.

2. Ferran Mascarell, quien fuera concejal de Cultura del Ayuntamiento barcelonés y consejero del mismo ramo en el último Gobierno de Pasqual Maragall, dice que al PSC le falta un «relato de país». Josep Ramoneda es de la misma opinión. Y hasta Xavier Rubert de Ventós se apunta al diagnóstico. Yo no sé qué demonios puede significar un «relato de país», como no sea el relato que han sido capaces de construir los catalanes a lo largo de la historia y, en particular, desde que gozan de las mayores cotas de autonomía. Y en el que, por cierto, tanto Mascarell, como Ramoneda, como Rubert, han llevado la voz cantante socialista.

3. Ignoro dónde pasan ustedes sus vacaciones, pero alguno habrá, seguro, que haya escogido como destino los Pirineos y, en concreto, la parte correspondiente al Valle de Arán y al Pallars Sobirà. Pues bien, es mi deber informar a esos lectores de que andan por allí sueltos treinta osos. Y lo más grave no es eso. Lo más grave es que esa treintena de úrsidos no se han escapado de un zoo ni de un safari autonómico, sino que constituyen la feliz consecuencia de un programa de repoblación de una especie que hace quince años se hallaba prácticamente extinguida. Quiero decir que, en estos momentos, no hay nadie en aquellas tierras —ninguna institución, organismo o entidad— cuyo primer objetivo sea cazar esas bestezuelas y ponerlas a buen recaudo. Al contrario, si algo está previsto es que la población de omnívoros siga creciendo y multiplicándose. En fin, avisados quedan ustedes.

ABC, 21 de agosto de 2010.

Apuntes veraniegos (2)

    21 de agosto de 2010
1. Lo de Madrid es extraordinario. No el hecho de que los socialistas celebren primarias —eso ya no lo es, por suerte—, sino la forma en que se está desarrollando la pugna entre ambos candidatos. Cuando menos a juzgar por lo que trasciende. Todo son flores. Al rival se le respeta y hasta se le admira. No se concibe la existencia de otro enemigo que el declarado, o sea, el PP. Se forman bandos, se promueven manifiestos, se publican tribunas en la prensa a favor de uno de los dos contrincantes, pero en unos y en otros nunca se ataca al compañero o compañera postergados —al contrario, siempre se alaban sus virtudes—. En una palabra, para los socialistas con voz y voto lo único importante es Madrid, recuperar de una vez, tras tanto fracaso acumulado, el Gobierno de la Comunidad. Y, en cambio, cualquiera que conozca un poco el mundo de la política sabe que, a pesar de esa inacabable exposición de buenismo, no existe lucha más feroz, más cainita, más inmisericorde que la que se da entre miembros de un mismo partido. De ahí que uno esté tentado de exigir a todos esos voceros algo más de contención. ¿Acaso no es interno el proceso? ¿Acaso no se trata de las primarias de un partido? Pues, por favor, exhibiciones de hipocresía, las justas.

2. La reacción del presidente del Gobierno ante el informe del Departamento de Estado de los Estados Unidos no tiene desperdicio. Olvidémonos de aquello tan manido de que «la convivencia lingüística en las comunidades con las lenguas cooficiales funciona razonablemente bien», cuyo sentido no es otro, al cabo, que el mismo de los partes donde se celebra la inexistencia de muertos y heridos —ya saben, «por fortuna no ha habido que lamentar daños personales»—. Lo realmente increíble de las palabras del presidente se halla en el razonamiento siguiente: «Yo mismo valoro mi lengua materna, que es el castellano, por lo tanto tengo que entender la actitud de quienes defienden el uso del catalán como lengua propia». O no se entera, o tiene un morro que se lo pisa. Porque si cabe valorar, como dice, la lengua materna de uno, entonces difícilmente puede entenderse la actitud de quienes defienden el uso del catalán como lengua propia. O sea, difícilmente puede congeniarse un concepto de la lengua vinculado a la persona con uno colectivo o territorial. A menos que uno se llame, claro está, José Luis Rodríguez Zapatero.

3. Yo soy del tiempo del bikini. Es decir, de otro tiempo. Por lo que ando leyendo, hoy en día se lleva el trikini. Y hasta el burkini. Vivir para dejar de ver.

ABC, 14 de agosto de 2010.

Apuntes veraniegos

    14 de agosto de 2010
Si mal no recuerdo, fue Dietrich Schwanitz quien definió el marxismo y sus epígonos de Mayo del 68 como una escuela del desenmascaramiento, cuyo principal objetivo era ir identificando, aquí y allá y sin pararse en barras, toda clase de sospechosos. Sospechosos de las mayores villanías, claro está, y muy en particular de la consistente en no comulgar con las ruedas de molino que el propio marxismo hacía girar. Yo no sé si el marxismo y demás sucedáneos fueron también otra cosa aparte de una escuela del desenmascaramiento, pero de lo que estoy seguro es de que esa escuela existió. Y no sólo eso: a juzgar por algunas de las reacciones habidas tras el anuncio de la sentencia del Constitucional que ha puesto fuera de la ley 14 artículos del Estatuto de Autonomía de Cataluña y fijado la recta interpretación de otros 27, sigue gozando hoy en día de excelente salud.

Dejo de lado, entre esas reacciones, las procedentes del campo de la política, tan previsibles. No, lo que aquí me interesa subrayar es la opinión vertida por determinados columnistas, nacionalistas de carrera y quién sabe si también de corazón, los cuales, pese a mostrar su disgusto por el sentido de la sentencia, se felicitaban a un tiempo por la indiscutible derrota de quienes aspiraban, según ellos, a que el fallo les sirviera «la cabeza en bandeja del catalán» negando a dicho idioma «su condición de lengua vehicular en la enseñanza». Una aspiración, la anterior, que esos opinadores no reputaban en modo alguno sobrevenida, sino producto de un verdadero plan: «Aprovechar la sentencia (…) para pegarle un buen hachazo a la lengua catalana, sujeto central de la personalidad nacional de Cataluña». Y como todo plan tiene siempre una urdimbre, y toda urdimbre, por fuerza, un comienzo y un final, el estadio inicial de esa conspiración contra el catalán habría sido, al parecer, el «Manifiesto por una lengua común» que un selecto grupo de intelectuales españoles —y, en algunos casos, también catalanes— promovieron en junio 2008 y que obtuvo, al poco de hacerse público, la adhesión de miles de conciudadanos.

Por supuesto, todo el mundo es muy libre de ver las cosas según le plazca, le convenga o le alcancen sus entendederas. Y si a algunos esas entendederas no les permiten vislumbrar más que oscuros contubernios allí donde el común de los mortales observa tan sólo el hecho desnudo, qué se le va a hacer. Ahora bien, con contubernios o sin ellos, no hay duda que la satisfacción de quienes tanto se felicitan por el fracaso ajeno —ya sea este real o imaginario— posee un fundamento. Si bien es cierto que, en su sentencia, el Tribunal Constitucional ha cortado alguna que otra cabeza estatutaria, también lo es que, entre esas cabezas, no estaba la de la lengua catalana. Ni siquiera la supresión del inciso «y preferente» con que el Estatuto, en su artículo 6, reforzaba la condición del catalán como «lengua de uso normal (…) de las Administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos de Cataluña» puede considerarse, en puridad, una amputación efectiva. Lo sería, sin discusión ninguna, si este «uso normal» a que alude la ley catalana afectara también al otro idioma oficial. Pero el Estatuto nada dice al respecto. Y aunque tampoco diga lo contrario y hasta recuerde, en otro apartado del mismo artículo, que «no puede haber discriminación por el uso de una u otra lengua», la normalidad, en Cataluña, es propia de un sola lengua, la que el mismo Estatuto sigue calificando como «propia» y la que la costumbre, después de tres décadas de autonomía, ha fijado ya —con el inestimable concurso de la clase política— como la única institucional. De ahí que el inciso en cuestión, más que un factor de desequilibrio, constituyera, en el fondo, un simple remache de un desequilibrio de base muy anterior y, en consecuencia, plenamente consolidado a estas alturas.

Por lo demás, de la lectura de la sentencia y, en concreto, de aquellas partes que tratan de aspectos relacionados con el uso de las lenguas se deduce que los fundamentos jurídicos que hacen al caso y que el propio fallo ha fortalecido con prolijas interpretaciones van a convertir en un imposible cualquier intento futuro de modificación de la legislación vigente —en el sentido, se entiende, de preservar los derechos lingüísticos de todos y cada uno de los ciudadanos—. En otras palabras: el problema de la lengua catalana va a seguir siendo, para España y para la convivencia entre los españoles, un problema. Y no digamos ya para la convivencia entre catalanes. Casi todos los recursos presentados hasta la fecha contra las distintas disposiciones legales tomadas en esta materia por la Generalitat se han saldado con un fracaso. Tanto el Constitucional, como el Supremo, como el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña han validado, en general, las políticas lingüística y educativa de los sucesivos gobiernos catalanes y, si alguna vez han obrado de otro modo, ha sido siempre con una notable ambigüedad, de la que se ha aprovechado, sobra decirlo, la instancia demandada —que es, al cabo, la que ejerce el poder—. Así ha sucedido, por ejemplo, con la famosa casilla que determinadas entidades cívicas llevan años reclamando en los impresos escolares de matriculación a fin de que los padres puedan elegir la lengua en que desean educar a sus hijos y que la Generalitat, a pesar de las sentencias y echando mano de cuantas artimañas cabe imaginar, se ha negado sistemáticamente a incluir.

Con todo, se confundiría quien atribuyera la situación presente a los efectos de una legislación contra la que nada han valido las objeciones más diversas, desde las del Defensor del Pueblo hasta las de la más modesta asociación ciudadana. En el asunto que aquí nos ocupa, la legislación ha venido siempre después. Quiero decir que ha venido siempre a legalizar las tropelías que los responsables lingüísticos y educativos —y, en suma, políticos— habían cometido previamente con total impunidad. Por ceñirnos a un solo caso, la propia inmersión lingüística llevaba años aplicándose cuando fue bendecida por decreto. En este sentido, pues, la sentencia del Constitucional constituye el último peldaño de ese proceso de blanqueo, en la medida en que da por buena —eso sí, con no pocos reparos y un sinfín de precisiones— la formulación en una ley orgánica de unas prácticas políticas que atentan contra los derechos lingüísticos más elementales y, en definitiva, contra la libertad y la igualdad.

Así las cosas, no parece que en el futuro esa tendencia vaya a cambiar. A no ser, claro, que el Gobierno del Estado actúe a imagen y semejanza del de la Generalitat y opte, a su vez, por una política de hechos consumados. Por ejemplo, usando de la alta inspección educativa para comprobar si el decreto de enseñanzas mínimas, en lo que respecta al aprendizaje de la lengua castellana, se aplica en el conjunto de Cataluña. Y si la comprobación da como resultado que no se aplica, conminando al Ejecutivo regional a que lo haga. Y si, aun así, sigue sin aplicarse, promoviendo la creación en Cataluña de una línea de centros estatales donde la ley sí se cumpla. Les aseguro que habría cola para matricularse.

ABC, 12 de agosto de 2010.

La cabeza cortada del catalán

    12 de agosto de 2010
1. Según parece, la renuncia de Antoni Castells, el número dos socialista, a seguir figurando en las candidaturas al Parlamento de Cataluña sin que ello suponga una renuncia paralela a la política puede obedecer a distintos factores. Por un lado, a su desacuerdo con la estrategia del partido tras la reciente sentencia del Constitucional sobre el Estatuto. Por otro, a su voluntad de encabezar, dentro o fuera del PSC, una nueva mayoría catalanista de izquierdas. Y, en fin, a su posible implicación en alguno de los asuntos de corrupción que han salpicado la política catalana, llámese «caso Palau» o «operación Pretoria». Claro que el tercero de los factores habría tal vez que descartarlo, cuando menos a juzgar por lo declarado este martes por Felip Puig, el número dos convergente, a raíz de la difusión del informe de la Agencia Tributaria sobre el «caso Palau»: «Tengo la conciencia muy tranquila. Si no, no seguiría en política».

2. El informe en cuestión dice mucho. Dice, por ejemplo, que la mordida rondaba el cuatro por ciento. La constructora Ferrovial, a cambio de la adjudicación de obra pública, pagaba un sobreprecio a Millet, que se quedaba con parte del botín y desviaba el resto a CDC, a la Fundación Trias Fargas o a cuatro empresas que trabajaban para el partido. Estas empresas —entre las que destaca una en cuyo accionariado figura el senador convergente Jordi Vilajoana— no hacían un trabajo cualquiera. Hacían campañas. Para el partido, claro. Lo cual permite razonar como sigue: si esas campañas han servido, en mayor o menor medida, para obtener unos determinados resultados electorales, dichos resultados, también en mayor o menor medida, son fruto de ese dinero podrido. En Baleares, donde ha ocurrido algo parecido pero al cubo, ya se han alzado voces pidiendo la nulidad de las elecciones afectadas. En Cataluña todavía no.

3. La corrupción, como el amor, no entiende de siglas. Después de que la Sindicatura de Cuentas denunciara los manejos de la cúpula del Departamento de Cultura y Medios de Comunicación, en manos de ERC, en la concesión de subvenciones a la farándula patria, el Gobierno de la Generalitat, por boca de su actual portavoz, el republicano Huguet, informaba de que había concedido una ayudita de medio millón de euros al valenciano Eliseu Climent, de profesión sus labores patrióticas, y otra de 1,2 millones a los organizadores de un ignoto festival de teatro en Perpiñán. Y todo a dedo, por el morro.

Ah, cuentan que Huguet al morro lo llamó «cosmopolitismo transfronterizo».

ABC, 7 de agosto de 2010.

Catalan connection

    7 de agosto de 2010