Habrá que estar eternamente agradecidos al doctor Mu. De no ser por él, lo más probable es que hoy en día careceríamos de un testimonio excepcional para tratar de comprender, en toda su complejidad —esto es, en su bondad y en su maldad infinitas—, la condición humana. El doctor Mu hizo en su momento algo muy simple: le propuso a Denise Affonço que redactara sus propias memorias. Es más, le indicó que no intentara escribir una novela, que relatara tan sólo lo que ella había «visto y vivido, día a día, bajo el régimen de los jemeres rojos». Y Denise Affonço aceptó. A cambio, durante las semanas que tardó en narrar sus vivencias, tanto ella como su hijo pudieron comer tres veces al día. O sea, mañana, tarde y noche. Para alguien que había pasado casi cuatro años de su vida en la más absoluta indigencia, con una sola y miserable comida diaria —una suerte de brebaje inmundo hecho a base de arroz y maíz— y alimentándose a escondidas con los escarabajos o gusanos que encontraba en los campos encharcados donde trabajaba de sol a sol, esas semanas de escritura supieron a gloria. Lo cual no impide, claro, que el ejercicio de recordar fuera también para Affonço tan arduo como doloroso.
El doctor Mu era un oficial médico del ejército vietnamita que acababa de invadir Camboya para derrocar, a los pocos días, el régimen de los jemeres rojos. En otras palabras, su propuesta tenía un evidente objetivo político: recabar el testimonio de uno de los pocos supervivientes del horror que había asolado el país entre abril de 1975 y enero de 1979. Tarde o temprano los responsables de aquel exterminio —se calcula que fallecieron, de un modo u otro, cerca de dos millones de seres humanos— iban a comparecer ante la justicia, por lo que la narración de Affonço constituía una valiosísima prueba de cargo. Y aun cuando ella misma, llegada la hora, pudiera aportar su testimonio de viva voz, había que impedir a toda costa que el tiempo, entre tanto, borrara o falseara las huellas de la barbarie. De ahí la importancia de que pusiera por escrito su propia tragedia, sin ficción alguna y sin renunciar a contar, con todo detalle, hasta el más mínimo recuerdo.
Gracias a esa feliz circunstancia —y a la previsión de la propia autora de aquellas memorias, que hizo una copia del manuscrito en papel carbón y la conservó durante un cuarto de siglo—, disponemos en la actualidad de una obra conmovedora, «El infierno de los jemeres rojos» (Libros del Asteroide, 2010). En ella sabemos del calvario de una mujer franco-vietnamita, residente en Phnom Penh, la capital camboyana —donde había nacido en 1944—, emparejada con un chino comunista —aunque ella era anticomunista—, con quien tuvo tres hijos, y empleada como secretaria del agregado cultural de la Embajada Francesa. Esta mujer, cuya vida transcurría con una relativa placidez a pesar de los nubarrones políticos y revolucionarios, se vio de golpe obligada por los jemeres rojos a evacuar la ciudad y a trasladarse con toda su familia hacia la selva, con la promesa de que, una vez limpiada Phnom Penh de indeseables, tanto ella como los suyos podrían volver. En realidad, para los nuevos dueños del país no había otros indeseables que los propios evacuados. Si se les conminaba a abandonar todas sus pertenencias y a marchar, en condiciones atroces, hacia al norte, era para someterlos al plan que los jerifaltes del partido —Pol Pot y compañía— habían urdido desde sus tiempos de estudiantes en el París de posguerra, cuando abrazaron el comunismo. Un magno programa de reeducación, que debía convertir a los camboyanos, y en particular a la población urbana, en anónimos cultivadores de la tierra privados de cualquier recurso. Una limpieza general, que debía eliminar en aquellos seres humanos todo rastro de humanidad. Una aniquilación, en fin, del pueblo por el pueblo, a fuego lento, pero echando mano asimismo de los métodos más expeditivos.
Denise Affonço, aun sin ser camboyana, vivió todo esto. Con la perplejidad, primero, de quien no puede creer lo que está viendo, lo que está sufriendo. Con la fortaleza, luego, de quien se impone la obligación de resistir, aunque sólo sea porque la propia resistencia supone una posibilidad de salvación para su propia familia. Con el desespero, entre medio, de descubrir que aquel padre de sus hijos del que la separaron nada más llegar a la primera estación de su calvario ha sido asesinado, y de descubrirlo no como cabría esperar, mediante una comunicación de sus captores, sino a los dos años y medio de su partida, durante uno de los frecuentes lavados de cerebro a que eran sometidas las presas, al anunciarles que el dique aquel en cuya construcción están trabajando sin descanso y sin casi nada que llevarse a la boca, ni líquido ni sólido, va a llamarse «el dique de las viudas». Con el dolor de tener que asistir a la interminable agonía de su propia hija, muerta de hambre, y de su cuñada y sobrinos —con quienes compartía cautiverio—, muertos también de hambre o simplemente ejecutados por haber osado robar algún alimento. Y con la entereza suficiente, en definitiva, como para ir soportando tantas penalidades, tanto tormento, sin otro fin, aparte el de salvar la vida, que llegar a contarlo algún día.
De ahí que el relato contenido en «El infierno de los jemeres rojos» no pueda sustraerse en ningún momento a la obsesión por la comida. Como escribe la propia autora, «la comida, o el fantasma de la comida, fue la obsesión de los refugiados, su preocupación existencial a cada instante, durante cuatro años. (…) No había otra ocupación que el trabajo (al que nos obligaban) y el alimento (que faltaba). Nada más. ¿El ocio? Las reuniones de adoctrinamiento». Pero, más allá de esa idea fija, que llevó a Affonço y a los suyos a nutrirse con toda clase de plantas y animales, sin reparar —qué remedio— en las condiciones de insalubridad en que se encontraban y en el consiguiente perjuicio para su salud, el relato constituye un fresco inestimable sobre la condición humana. Basta recordar, en este sentido, el maravilloso ejemplo de esa mujer y de quienes, como ella, lograron sobrevivir al martirio. Pero hay más. Porque el libro también nos enseña, en contraposición con lo anterior y por si lo hubiéramos olvidado, que la maldad no tiene límites. Y que no existe peor maldad que la derivada de la aplicación de una doctrina totalitaria, en este caso el comunismo. Bajo el señuelo de una sociedad nueva, de una sociedad sin mercado, sin moneda, sin nada de cuanto el hombre ha sido capaz de atesorar como bien común a lo largo de siglos de progreso; bajo el señuelo de una sociedad así, formada por meras réplicas de un mismo patrón, lo que se acaba instaurando —lo que se instauró en Camboya hace más de tres décadas— es una verdadera tiranía, en la que el individuo pierde cualquier atisbo de dignidad y donde sólo reinan el hambre, la tortura, el miedo y la delación. Es decir, la muerte.
ABC, 30 de diciembre de 2010.