Existe la posibilidad, claro, de que la generación en cuestión cumpliera, en el discurso del presidente, una función meramente enfática. Que no obedeciera, vaya, a cálculo temporal alguno y sólo estuviera allí para realzar la importancia de la convocatoria. Da igual. Incluso en este supuesto, su presencia en el discurso presidencial era premonitoria. Porque, vistos los resultados, si algo parece fuera de toda duda es que el pasado domingo los catalanes —o tres quintas partes de quienes, entre ellos, tenían derecho a voto— tomaron algunas decisiones cuyo alcance va mucho más allá de una simple legislatura.
La primera decisión fue devolver el poder autonómico a aquellos que lo habían ejercido, de forma ininterrumpida, durante casi un cuarto de siglo. No creo que en ello influyeran demasiado los méritos contraídos por Convergència i Unió como partido opositor. Ni tampoco los de su líder, Artur Mas. Influyó, si acaso, el recuerdo de un tiempo, el de los gobiernos de Jordi Pujol, en que la política fluía sin demasiados sobresaltos, lo mismo en el terreno de los hechos que en el de las ficciones. Un tiempo, para entendernos, en el que había orden y la gente, mal que bien, iba tirando. Y también influyó, sin duda, el convencimiento de que la solución a la crisis y al paro —o, como mínimo, los cuidados paliativos que ambos requieren— no iban a traerla quienes habían estado gestionando hasta entonces la cosa pública en connivencia ideológica con los responsables del Gobierno del Estado. En esta clase de situaciones, el castigo al culpable suele llevar aparejada la apuesta por la única alternativa posible, esto es, la apuesta por CIU —lo cual no impide que los excelentes resultados obtenidos por el Partido Popular se deban también, en mayor o menor medida, a una percepción semejante, aunque referida en este caso al conjunto de España—.
Pero en la decisión de devolver a la federación nacionalista las riendas de la gobernación autonómica influyó sobre todo otra decisión, en gran parte complementaria. Me refiero, por supuesto, a la drástica retirada de confianza de los ciudadanos catalanes a lo que se ha venido en llamar «el tripartito». Si en 2006 un 50% los votantes —casi un millón y medio de personas— habían apostado por las fuerzas políticas que acabarían constituyendo, tras la renovación de alianzas, el nuevo Gobierno de la Generalitat de Cataluña, esa confianza se redujo el pasado domingo hasta un 32% —el equivalente a algo más de un millón de personas—. Y aunque la fuga de votos no se proyectó de forma equidistante sobre los tres miembros del terceto —el más perjudicado, en términos porcentuales, fue ERC, que perdió casi la mitad de sus sufragios— todos acusaron el golpe. Y en especial, el PSC, que a esas defecciones debe sumar las registradas ya en 2006 con respecto a las elecciones de 2003, las últimas en las que Pasqual Maragall encabezó la candidatura socialista —en total, algo más de 460.000 en siete años—.
Por eso, las consecuencias de los recientes comicios autonómicos no pueden ser en modo alguno de corto alcance. En la cultura política del catalanismo —la única reconocida oficialmente en ese trozo de España, no vaya a olvidarse—, el septenio protagonizado por el tripartito constituía la única alternancia imaginable y, luego, posible. Suponiendo que se tratara en verdad de una alternancia, puesto que, al margen de alguna veleidad izquierdista, la acción de gobierno consistió sobre todo en pasear la identidad de acá para allá, empezando por todo lo relacionado con el Estatuto y acabando por las mismísimas corridas de toros. De ahí que el fracaso notorio del experimento deba considerarse casi como un fracaso definitivo, de esos que permanecen activos en la memoria de los ciudadanos durante por lo menos una generación.
Pero hay más. Ese fracaso ha tenido una cabeza visible, la del presidente Montilla. Lo que no debería llevarnos —sólo faltaría— a eximir a Maragall o a José Luis Rodríguez Zapatero de su cuota de culpa como impulsores o instigadores del proceso y colaboradores necesarios. Pero Montilla, recuérdese, no ha sido únicamente la triste figura que ha encabezado durante más tiempo un gobierno tripartito, sino también el urdidor del primer acuerdo, el de 2003 con ERC, que desembocó en el Pacto del Tinell. A su favor, cabe reconocer que el mismo domingo por la noche anunció que no repetiría como primer secretario del partido y, al día siguiente, que renunciaba a su escaño en el Parlamento catalán (lo que sin duda —no todo van a ser malas noticias para él— ha debido de constituir un gran alivio). Sea como sea, ha asumido su parte de responsabilidad y, o mucho me equivoco, o él también ha decidido, como los catalanes, qué camino va a seguir durante una generación. En todo caso, uno alejado, si no de la política, sí de la primera línea política.
Otra cosa es lo que pueda ocurrir con el partido. El PSC siempre ha presumido de haber garantizado en todo momento, a lo largo de la democracia, la cohesión social en Cataluña. Y puede decirse que, en efecto, así ha sido. Sólo que esa cohesión tenía un precio: la sumisión al nacionalismo. Un precio ciertamente muy caro para una formación construida, en gran medida, sobre una amplia base de militantes y simpatizantes llegados a Cataluña de todos los rincones de España y de extracción social más que modesta, a la que se superpuso, ya desde el comienzo, una clase rectora surgida en su gran mayoría de la burguesía y la alta burguesía catalanas. Durante cerca de un cuarto de siglo, la fórmula ha funcionado. Pero, a la hora de verdad —y la hora de la verdad, para cualquier partido, es cuando toca gobernar—, todo se ha venido abajo.
¿Qué nos deparará el futuro? Muchas sorpresas, sin duda, pero en lo tocante al socialismo catalán me temo que no muy gozosas. A no ser que en algún estadio de la generación que se avecina sus dirigentes —y no me refiero ya a los Montilla y compañía— sean capaces, por fin, de asumir la realidad y resolver sus contradicciones. Eso si entonces, claro, sigue existiendo el partido tal como hoy lo conocemos.
ABC, 1 de diciembre de 2010.