No le faltaba razón. Y ello con independencia de que las sucesivas victorias convergentes fueran debidas también a la existencia de un número significativo de votantes duales, esto es, de votantes que cambian el sentido de su voto según se trate de unas elecciones generales o de unas autonómicas y que, así como optan por el PSC —o el PP— en las primeras, lo hacen por CIU en las segundas. Pero, más allá de que Pujol estuviera en lo cierto al afirmar que la abstención afectaba sobre todo a los socialistas, el hecho de que se desentendiera a un tiempo del asunto, cargándole el muerto al entonces partido opositor, demuestra lo mucho que aquel hombre de Estado —así se le conocía en Madrid— andaba preocupado por la participación de los ciudadanos en los comicios sobre los que él poseía plena jurisdicción.
En realidad, esa abstención diferencial es uno de los frutos más directos de tres décadas de nacionalismo gobernante. Mientras que en las elecciones legislativas los catalanes se comportan de forma muy parecida a la del resto de los españoles en lo tocante al nivel de participación, en las autonómicas ese nivel se halla seis puntos por debajo de la media española correspondiente. (Una distancia, por cierto, que puede aumentar el 28-N, a poco que se confirmen los pronósticos demoscópicos que hablan de una abstención récord, cercana al 50% del cuerpo electoral —en 2006 fue del 43,2—.)
En eso consiste la singularidad catalana. En haber logrado, mediante políticas predominantemente identitarias y ajenas, por tanto, a los problemas reales de los ciudadanos, que buena parte de esos ciudadanos se hayan ido desentendiendo poco a poco de la gestión de muchos de los asuntos que les afectan. ¿Hasta cuándo?
ABC, 2 de octubre de 2010.