Por supuesto, esa clase de análisis, en el que rivalizan los partidos políticos y los medios de comunicación, es propio del (o)caso español. En ningún país mínimamente serio se analiza una crisis de gobierno en función del lugar de origen de los ministros entrantes y salientes. ¿Se imaginan algo parecido en Alemania? ¿O en el Reino Unido? ¿O en los mismísimos Estados Unidos de América? ¿Verdad que no? Entre otras razones, porque estos países —cada uno según sus características— ya disponen de órganos de representación territorial, y es en estos órganos, y no en el Gobierno de la Nación, donde se supone que deben tratarse cuantos asuntos afecten a una parte —la que sea— del todo. El Gobierno de la Nación está para otros menesteres. De ahí que quienes integran cada gabinete hayan sido elegidos por sus obras y no por el gentilicio. Y de ahí también que a nadie se le ocurra interpretar la presencia de tal o cual individuo en un determinado ministerio como la prueba evidente del peso de una región en el conjunto del Estado.
En España, sí. En España el Estado se asemeja cada vez más a una sombra. La división territorial y el constante desguace de la Nación —esto es, el interminable proceso de transferencia de competencias a las Comunidades Autónomas— llevan a la propia clase política y a los analistas de turno a evaluar los cambios de gobierno en clave territorial. Cuanto mayor sea el número de andaluces, madrileños, vascos o catalanes presentes en el Gobierno, mayor será la influencia que la correspondiente región podrá llegar a alcanzar en la política futura. Que esos nuevos ministros valgan o no para lo que han sido nombrados a nadie parece importarle.
Y es que en nuestro Estado de las Autonomías ya sólo cuenta lo estrictamente particular. O sea, las Autonomías, así tomadas de una en una.
ABC, 23 de octubre de 2010.