La nostalgia es compañera de la edad. Uno no nace nostálgico, a no ser, claro, que posea un gen romántico o nacionalista –un hervor similar, al cabo– que lo predisponga al bucle melancólico desde la cuna. La nostalgia requiere una cocción lenta. Cuantos más años arrastramos, más nos afecta. En especial por estas fechas. Yo nací el Día del Gordo, cuando todo el mundo, o casi, tiene la mente puesta en la Navidad y en los demás festejos que nos aguardan. Quiero decir que la celebración de mis años, ya generosos, se mezcla sin remedio con las largas sobremesas familiares, donde no faltan nunca retazos de tiempos vencidos, y con el recuerdo de quienes estuvieron ahí sentados y ya no están.

No tomen, por favor, lo que antecede como un lamento, ni mucho menos como un llanto –al que los nostálgicos, por cierto, son tan proclives–, sino como una mera constatación. Así son las cosas. Y en mi caso –y creo que en el de no pocos de mis coetáneos– esa nostalgia se proyecta a menudo sobre los valores de una época, la Transición, y sobre las bondades de un modelo de enseñanza tradicional, ambos en fase manifiestamente menguante. El haberlos vivido me autoriza a rememorarlos, sin que eso signifique, por supuesto, que no les asista el mismo derecho a aquellos cuyo conocimiento de los hechos sea vicario, fruto de lo leído o de lo narrado por quienes sí los vivieron.

La Transición fue un periodo convulso, no muy distinto de lo que han sido en la historia de Occidente los prolegómenos de algunas revoluciones. Pero si en nuestro caso no llegó la sangre al río –o la que llegó, al menos, fue muchísima menos de la que unos cuantos hubieran querido ver derramada en su afán por sembrar el terror–, la causa hay que buscarla en la voluntad de concordia de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Un alto porcentaje de los españoles de entonces habían vivido y padecido la guerra civil. Otros muchos, aun sin haberla vivido, habían padecido también sus efectos secundarios. En todo caso, ninguno de ellos quería volver a aquellos tiempos. Ni por asomo. La gran virtud de nuestra clase política fue saber interpretar este sentir y anteponer la reconciliación a la tentación de echarse, unos a otros, los muertos a la cara. Sólo hubo una excepción notoria y doliente, el nacionalismo vasco, atento ya a agitar el árbol y recoger las nueces, como muy bien explica uno que lo vivió de cerca y en primer plano, Iñaki Arteta, en su tan saludable Historia de un vasco (Espasa). En síntesis: la Transición valió la pena. Y la nostalgia con que algunos la recordamos hoy tiene mucho que ver, sobra precisarlo, con la zozobra del presente, lo mismo en lo político que en lo social.

En cuanto al modelo de enseñanza tradicional, mis vivencias no se circunscriben a la instrucción recibida en un excelente colegio de pago, el Liceo Francés de Barcelona, sino que se extienden al ámbito familiar y, en concreto, al ejemplo paterno. Mi padre fue un prestigioso catedrático de griego de uno de los mejores centros de enseñanza media de la ciudad, el Instituto Montserrat. Del valor de sus enseñanzas no tengo la menor duda, pues me ha sido sistemáticamente confirmado por cuantas exalumnas –el Montserrat era un instituto femenino– me he ido encontrando a lo largo de la vida. Y, aparte de las suyas, de las de muchos de sus compañeros de claustro o de profesión. Ese modelo hoy tan denostado respondía a lo que Hannah Arendt, a mediados del pasado siglo, consideraba que debían ser, contra viento y marea, los pilares de la educación, y a los que aludía en parte Javier Benegas aquí mismo hace unos días a propósito del impacto en la juventud de la desaparición de la jerarquía. Decía Arendt: “Por su propia naturaleza la educación no puede renunciar a la autoridad ni a la tradición, y aun así debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura gracias a la autoridad ni se mantiene unido gracias a la tradición”. Tampoco creo que en este caso deba precisar a qué obedece mi nostalgia. Y si por casualidad algún lector abriga dudas al respecto, le bastará para disiparlas con echar una ojeada al texto de la última ley educativa, así como a las disposiciones y los currículos que de ella se siguen, y con recordar que es gracias a ese modelo que nuestros pedagogos califican de renovador que España tiene el altísimo honor de figurar desde hace por lo menos un par de décadas en el furgón de cola de cuantos rankings educativos merecen ser tenidos en cuenta.

Un último apunte antes de terminar. A nadie se le escapa que detrás de la nostalgia está siempre el trampantojo de la juventud. Lo que uno recuerda al cabo de los años pertenece a un tiempo en que la edad no sobraba. ¿No será, pues, que lo echamos en falta sólo porque entonces éramos jóvenes? Quisiera creer que no.

Nostalgias de fin de año

    30 de diciembre de 2021
Si damos por bueno que el centrismo es la búsqueda del juste milieu, la pretensión de ocupar en el tablero político ese justo medio más o menos equidistante de ambas orillas ideológicas, habrá que convenir que en España no ha existido otro partido de centro con representación parlamentaria que el CDS, esto es, aquel Centro Democrático y Social que Adolfo Suárez fundó en 1982 con parte de los restos de una UCD que se había ido descomponiendo a marchas forzadas por méritos propios. Como propios fueron en gran medida los méritos que desembocaron, diez años más tarde, en la práctica irrelevancia del partido tras los malos resultados electorales y la dimisión de su presidente-fundador. Sea como sea, hubo en el CDS –y antes en la UCD– ese trazo de dignidad que caracterizó en todo momento la trayectoria política de Adolfo Suárez. Una dignidad que en nada empañan los sucesivos fracasos en las urnas y que para sí quisieran los dos grandes partidos nacionales que terminaron por adueñarse, en aquel final de siglo XX, del centro político.

Decía que el CDS ha sido el único partido de centro con representación parlamentaria de nuestra democracia –la UCD, en puridad, no fue nunca un partido, sino una suma de siglas mal avenidas reunidas en torno a la figura de Adolfo Suárez–, y es normal que, llegados a este punto, el lector se pregunte: ¿y Unión Progreso y Democracia? ¿Y Ciudadanos? Tanto por ideario como por programa, ambos reivindicaban –y la segunda fuerza todavía reivindica– ese espacio que abarca desde el centro derecha hasta el centro izquierda y en el que se inscriben valores y políticas propios del liberalismo y la socialdemocracia. ¿Por qué no tenerlos también en cuenta como expresiones de ese mismo centrismo? ¿Por qué no considerarlos como manifestaciones actualizadas de aquel juste milieu encarnado por el CDS? A mi modo de ver, porque lo que caracterizó a esos partidos desde sus primeros balbuceos no fue tanto esa búsqueda de un punto intermedio, más o menos equidistante, como su defensa tajante de los principios constitutivos de una democracia liberal, lo que conllevaba una oposición frontal a toda forma de nacionalismo.

Cs y UPyD nacieron en Cataluña y en el País Vasco, respectivamente, y no por casualidad. Su llegada al mundo estuvo directamente ligada, como he indicado, a la lucha contra el nacionalismo, o sea, a la necesidad de llenar con formaciones de nuevo cuño el vacío dejado por el desistimiento de las fuerzas políticas nacionales a la hora de plantar cara a la bestia. Fue así, por lo demás, como se percibió entonces su aparición, lo mismo en esas regiones que en el resto de España. Porque nacionalismo equivalía a atropello de los derechos fundamentales –y en particular, en el caso de Cataluña, del derecho a la escolarización en la lengua oficial del Estado y a su uso como lengua institucional–, y equivalía a corrupción generalizada, a puesta en cuestión del Estado de derecho, a abandono de los problemas más perentorios de los ciudadanos y, en definitiva, a desigualdad, injusticia, discriminación y mengua de libertades. ¿Significaba aquello que esos nuevos partidos no tenían otro discurso que el de franca oposición al nacionalismo? No, claro está. Eran partidos básicamente reformistas, en la medida en que eran partidarios de acometer cuantas reformas fueran precisas para afianzar el progreso económico y social y el bienestar de los ciudadanos. Pero, para lograrlo, había que superar primero el escollo identitario.

Así pues, la imagen que proyectaron y acabó imponiéndose fue la resistente. Sobre todo en lo relativo a Ciudadanos. Es verdad que dicho partido, como antes UPyD, insistía en ofrecerse a las dos fuerzas mayoritarias como soldadura o añadidura para que no se vieran obligadas a pactar con las formaciones nacionalistas de turno, lo que de paso le permitía reclamar para sí ese centro político tan preciado. Pero su crecimiento en el ámbito nacional no fue tanto deudor de esa supuesta y apetecible centralidad reformista como de su antinacionalismo radical primigenio. En este sentido, la deriva del Gobierno de la Generalitat y su apuesta por el golpismo le vino a Cs como agua de mayo para afianzar su imagen resistente y expandirse por toda la geografía española.

Y en eso llegó Vox, con un discurso desacomplejado, radical, excluyente, y unas maneras con las que Ciudadanos, precisamente por su reformismo programático, difícilmente podía competir. Y luego vino el gran trompazo electoral con Rivera todavía al frente. Y al poco, los líos internos. Y los bruscos cambios de rumbo, como ese apoyo incomprensible a la última prórroga del estado de alarma. Y las marrullerías de la vieja política, concretadas en la esperpéntica moción de censura en la Asamblea Regional de Murcia. Y más fracasos en las urnas, en esta ocasión autonómicas, antes y después de la fallida moción.

Ciudadanos anda hoy por la arena política como alma en pena. Hay de qué. Los pronósticos electorales son más que sombríos. Y, como suele ocurrir en estos casos, cunde la división y el desánimo en las diezmadas filas del partido. Aun así, sus dirigentes afirman –al igual que en noviembre de 2019, faltando escasos días para el batacazo en las urnas– que la remontada es posible. ¡Qué van a decir, los pobres! Pero, a estas alturas, todo indica que pierden el tiempo. El espacio de centro ya está copado de nuevo. Y no precisamente por quienes se reclaman, acaso con justicia, de centro.

No seré yo quien escriba un artículo para intentar blanquear la responsabilidad del nacionalismo en la política educativa catalana. Desde la formación del primero de los gobiernos de Jordi Pujol hasta el presidido hoy en día por el ínfimo Pere Aragonès, la educación ha sido cosa suya. Hubo una legislatura, es verdad, en la que estuvo en manos socialistas –entre 2006 y 2010, con Ernest Maragall como consejero–, pero para convencerse de que también entonces fue presa del nacionalismo basta reparar en la ubre partidista a la que se agarra una década más tarde el otrora consejero. No; en 41 años no ha habido viraje alguno, ni siquiera frenazo o reducción de la marcha, en el propósito original: servirse de la educación como un proyecto de ingeniería social cuyo fin último era la conformación de un coto vedado a toda visión del mundo que no fuera la prescrita por el nacionalismo. Una visión, no hace falta añadirlo, donde la llamada lengua propia ha ocupado siempre una posición nuclear.

En Soumission, la novela de Michel Houellebecq que trata de la supuesta llegada a la Presidencia de la República Francesa del candidato de una imaginaria Fraternidad musulmana por medio de su alianza con el Partido Socialista, no todo es pura y estricta ficción. Mejor dicho, hay pasajes que, aun siendo ficción, nadie diría que lo son. Así, en un momento dado, Houellebecq pone en boca de uno de sus personajes lo siguiente: “La verdadera dificultad, el escollo de las negociaciones [entre ambos socios con vistas al reparto de carteras en un futuro gobierno], es la Educación nacional. El interés por la educación es una vieja tradición socialista, y el sector docente es el único que jamás ha abandonado al Partido Socialista, que ha seguido apoyándolo hasta el borde mismo del precipicio; sucede, sin embargo, que aquí lidian con un interlocutor aún más motivado que ellos (…)”. Pues bien, salvadas sean las distancias –lo mismo entre ficción y realidad que entre Francia y España–, resulta difícil no ver en estas palabras un reflejo del estado de la educación a este lado de los Pirineos. Sólo que en nuestro caso, más que de competición o litigio entre socialistas y supremacistas corresponde hablar, por obra y gracia del Estado de las Autonomías, de asistencia mutua.

Pero volvamos a Cataluña y sus miserias. Anteayer leía aquí mismo que UGT y CCOO llamaban a sus afiliados a participar en la manifestación y posterior concentración del próximo sábado en Barcelona en contra de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que obliga a realizar un mínimo del 25% de horas lectivas en castellano. Ninguna sorpresa, sobra indicarlo. No van a morder esos paniaguados la mano de quienes llevan décadas dándoles de comer, tanto más cuanto a nadie escapa que detrás de la plataforma Som Escola, convocante de la protesta, se halla el mismísimo Gobierno de la Generalitat y sus múltiples tentáculos asociativos. Pero la noticia también señalaba que el PSC, tras plantearse participar en el acto, había terminado por aferrarse a la burda excusa de que aquel día tiene congreso extraordinario para no asistir –como si un congreso requiriera, por cierto, del concurso de toda la militancia–. Y es de lamentar esa ausencia, porque si un partido merece estar allí en primera línea ese es precisamente el PSC.

Se han publicado estos días un montón de columnas o reportajes sobre el caso de la familia de Canet. En algunas de esas piezas se ha mencionado con razón el papel de los socialistas catalanes –y, en general, del socialismo hispánico– como vital y fiel coadjutor en la aplicación de la inmersión lingüística y en el consiguiente adoctrinamiento en las aulas. Pero en ninguna de las que he leído, y han sido muchas, se ha aludido a la responsabilidad principalísima del PSC en todo el proceso. No ya por omisión, sino por acción. Si en los albores de la autonomía el PSC no hubiera convencido a CIU de arrumbar el modelo del PNV por el que apostaba –o sea, el de las tres líneas determinadas por la lengua o las lenguas vehiculares libremente escogidas– en favor de uno de línea única, donde el catalán debía tener un peso preponderante, dudo mucho que hubiésemos llegado, 41 años más tarde, a lo que conocemos. Cuando menos con parecida intensidad. Fue el PSC quien lo puso como condición para alcanzar un gran acuerdo –no sé si lo llamaron incluso “de país”– sobre el uso de la lengua en la educación, y CIU, claro está, la que lo asumió gustosa. Conviene recordarlo. Y, sobre todo, conviene no olvidarlo para cuando llegue la hora de ajustar cuentas electorales allí donde proceda.

En el principio fue el PSC

    16 de diciembre de 2021
Empecé a dar clase en la universidad hace tres décadas por una de esas casualidades de la vida. En aquel entonces yo tenía amistad con Iván Tubau, una amistad fresca, nacida un par de años antes a raíz de su ingreso como colaborador de opinión en el Diari de Barcelona, donde yo trabajaba y adonde él había llegado tras ver como el otro diario en catalán de la época, el muy nacionalista Avui, dejaba de publicarle sus artículos por considerarlos excesivamente alejados –entiéndase desviados– de su línea editorial. El caso es que a Tubau, que era profesor titular del Departamento de Periodismo de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Autónoma barcelonesa y llevaba ya un cuarto de siglo en la casa, le correspondía un año sabático y pensaba, cómo no, tomárselo. Entre sus prerrogativas estaba la de sugerir un sustituto. Y me propuso. Es más, me dejó sus apuntes para que los fotocopiara, por si podían serme útiles. Lo fueron.

Fue allí, en aquellas cuartillas escritas con su hermosísima letra de dibujante, donde leí por primera vez la expresión “coartada del medio”. O acaso –la asignatura que impartía trataba de los géneros de opinión– “el articulista como coartada del medio”. El profesor y a la vez articulista Tubau consideraba que todos los periódicos procuraban tener en su elenco de colaboradores a alguno o algunos que disintieran de la línea editorial del medio, a fin de que no pudiera achacárseles falta de imparcialidad –o de pluralismo, como se dice ahora–. Así, si la cabecera era de izquierdas, siempre había un par o tres de articulistas que eran de derechas. Y viceversa. Y si el periódico era nacionalista, siempre había alguna firma que no lo era. Ese había sido el caso del propio Tubau en el Avui. Lástima que se tomara demasiado en serio su derecho a la libertad de opinión, lo que llevó a la dirección del rotativo, como ya he indicado, a prescindir de sus servicios y, por lo tanto, a renunciar a lo que pudiera significar como coartada la presencia de sus artículos en las páginas del diario.

No recuerdo si en aquellos apuntes se aludía también a la radio y a la televisión, aunque me inclino a pensar que más bien no, dado que la asignatura se enmarcaba en el área del periodismo escrito, y la radio y la televisión ya disponían de las suyas. Aun así, es evidente que esa función puede hallarse también hoy en día –algo degradada, eso sí– en las tertulias, sobre todo en las televisivas, siempre y cuando uno alcance a descifrar los argumentos de quienes allí se expresan. Al respecto, los medios audiovisuales públicos se llevan la palma. Y, en particular, los sometidos al dictado del Gobierno de la Generalitat, esto es, TV3 y Catalunya Ràdio. Baste decir que algunos de los valientes ciudadanos que luego se han dedicado, hasta que se les ha acabado la cuerda, a la política representativa –la mayoría en las filas de Ciudadanos– hicieron sus primeras armas como coartada en uno de estos medios.

No pretendo, faltaría más, afearles su conducta. Les ofrecieron una colaboración, se la retribuyeron mejor o peor, y todos sabían donde se metían y qué riesgo corrían. Nada que objetar, pues. Lo que resulta, en cambio, sorprendente, y en todo caso digno de estudio, es lo de ahora. No porque haya desaparecido la coartada de marras; sigue existiendo, ya sea para evidenciar un pluralismo impostado, ya para intentar ampliar la audiencia; tanto da. Lo singular y novedoso es el procedimiento. El colaborador en cuestión ya no se incorpora a un medio a sabiendas de que va a ejercer allí el papel de coartada. El colaborador ya está dentro, y algunos desde hace décadas, y es el cambio en la línea editorial del medio lo que le ha convertido, muy a su pesar, en coartada. Yo tengo un amigo en esa situación y, cuando le pregunté por qué un reputado columnista como él se obstinaba en permanecer en una cabecera en la que se sentía profundamente incómodo por la orientación que esta había ido tomando en los últimos tiempos, me contestó que bueno, que sí, que no me faltaba razón, que él no estaba a gusto, por supuesto, pero que no pensaba irse. “A ver si me echan”, remató.

Claro que semejante estado de cosas no es privativo de los medios de comunicación. También afecta, por ejemplo, al ámbito de la política. No hace mucho me crucé por la calle con otro amigo que lleva décadas afiliado a un partido político, donde ejerció cargos relevantes, y al que le pregunté más o menos lo mismo que al colaborador de prensa, puesto que me constaba su desacuerdo –lo había hecho público incluso en más de una ocasión– con la vía emprendida últimamente por la formación. Y la respuesta que obtuve no difirió en nada de la de mi otro amigo, el columnista. Ni la respuesta ni la coletilla: “A ver si me echan”.

Yo no sé si un día van a echarlos, aunque no lo creo, la verdad. Sus opiniones acaso molesten a los nuevos mandamases y provoquen más de un sarpullido en los fieles gregarios del periódico o del partido, pero el coste de un despido resultaría sin duda bastante más gravoso para la imagen pública de quienes los han convertido, sin su consentimiento, en una coartada. Y en cuanto a la posibilidad de que sean los propios afectados quienes tomen la decisión de coger la puerta, o mucho me equivoco o tal eventualidad ni siquiera está ya en su cabeza.

Tiempos difíciles, los nuestros, en que tantas y tantas cosas ya no son como eran, o como nos parecía que eran.

"A ver si me echan"

    9 de diciembre de 2021
En 2017, seguro que lo recuerdan, hubo un golpe de Estado en Cataluña. Tan efímero como fallido, pero lo hubo. Durante los cuatro años transcurridos desde entonces se ha hablado mucho de ello. También se ha escrito, y a menudo con pertinencia. Pero me da la impresión de que se ha reparado mucho menos en los efectos secundarios de aquel seísmo. En las réplicas y contrarréplicas, para entendernos. Y en este punto acaso lo más importante no sea la podredumbre irremediable de esa Cataluña que Josep Pla calificaba ya en 1976 de “país inmensamente rico, grosero y espantoso” desde los tiempos del proteccionismo, sino el deterioro que dicha podredumbre ha proyectado sobre el resto de España.

Su primer efecto, meses después del golpe, fue la moción de censura contra el Gobierno de Mariano Rajoy y la consiguiente formación del primer Gobierno de Pedro Sánchez, forjado sobre el populismo de raíz comunista y de cuantos separatismos, de derecha y de izquierda, existen hoy en España. Con la renovación, esta vez a través de las urnas, de esa alianza gubernamental y legislativa y la inesperada e inestimable colaboración de la pandemia y sus paralizantes estados de alarma, la quiebra estaba más que servida. En lo político, en lo moral y, por supuesto, en lo convivencial. Pero como no hay acción sin reacción, llegó la contrarréplica. Esto es, Madrid, Ayuso, y su contribución a la salvaguarda de la economía de la Comunidad y del bienestar y la libertad –eso que, volviendo a Pla, sólo “empieza a ser importante cuando ya se ha empezado a perder”– de sus conciudadanos. Lo ocurrido en las autonómicas de mayo no fue sino el refrendo.

Luego han venido más réplicas disgregadoras, que en gran medida se han presentado como respuestas a la contrarréplica matritense por más que deriven, en último término, del seísmo de 2017. Por ejemplo, esa España presuntamente vaciada por falta de inversiones, cuyo lamento tanto recuerda –incluso en su composición léxica– al de los nacionalismos periféricos y sus lenguas presuntamente minorizadas, y cuya hipotética irrupción en el Congreso de los Diputados sólo podría corregirse con una nueva ley electoral que impida que esas y otras banderías provinciales se presenten sin más a unas elecciones y saquen, valiéndose de unos pocos miles de votos, la misma representación que en otras circunscripciones requiere más de cien mil. 

Pero lo que más cabe vincular a la sacudida de 2017 es sin duda ese proyecto de “Commonwealth mediterránea” que el presidente de la Generalidad Valenciana, Ximo Puig, se sacó de la manga hace más de un año tras reunirse con el entonces presidente en funciones de la otra Generalidad, Pere Aragonès, y al que pronto se sumó –en su discurso del Día de la Constitución, nada menos– la presidenta balear, Francina Armengol. Se trataba –como ha sido ya advertido y denunciado– de sacar de nuevo a pasear el fantoche de los llamados “Países Catalanes”, debidamente blanqueado, eso sí, por el recurso a una denominación foránea, Commonwealth, bajo cuyo manto protector se agrupan una cincuentena de naciones independientes. Como es notorio, ni Cataluña, ni la Comunidad Valenciana, ni las Baleares tienen nada de naciones. Ni tienen ni han tenido, aunque sí fueron hace siglos reinos –y, por cierto, independientes–. Y en cuanto a lo mediterráneo, baste recordar que ni la Región de Murcia ni Andalucía han sido invitadas a la fiesta, por lo que todo indica que las infraestructuras y la financiación esgrimidas por sus promotores como justificante esconden a duras penas lo que no deja de ser un proyecto de asimilación lingüística, cultural y, en definitiva, política, sometido al dictado de la Cataluña levantisca.

Esos mismos promotores y, en especial los socialistas Puig y Armengol, vuelven a darle a la tecla eufemística del federalismo, esa que el incombustible Miquel Iceta, hoy convertido en ministro de una cultura disolvente, empezó a tocar hace lustros. Puig se ha vuelto a reunir esta semana con Aragonès para intentar convencerlo de su particular Fuenteovejuna en lo tocante a la reforma del modelo de financiación. Y Armengol, por su parte, publicitaba en Twitter el pasado domingo, bajo una foto en la que aparecía sumando sus manos a las de Puig y Salvador Illa, un texto en el que aludía a las “tierras hermanas” y los “ideales comunes” y en el que afirmaba que los allí presentes eran “la vía mediterránea”. Ah, y la propia Armengol aseguraba dos días más tarde que, al igual que el Gobierno de una de esas tierras hermanas, no tiene intención ninguna de aplicar en la enseñanza balear, donde rige el mismo modelo de inmersión lingüística en catalán, la resolución del Tribunal Supremo por la que debe garantizarse en Cataluña un mínimo de un 25 por ciento de docencia en castellano.

Mientras esas réplicas se van multiplicando –recuérdese el caso de Navarra, comunidad en la que, gracias al peaje que Pedro Sánchez paga gustoso a los bildutarras, la cobertura del canal infantil de televisión en vascuence pronto será completa, lo que redundará sin duda en el afán anexionista del nacionalismo vasco–, tenemos un Gobierno de España donde lo último que importa es España. Y como apenas hemos consumido media legislatura, la de réplicas que todavía nos quedan por vivir. Y por sufrir, claro está.

Réplicas del seísmo de 2017

    2 de diciembre de 2021
Está el paisaje político, e integrado en este paisaje –como en un conocido cuadro de Magritte–, está el marco. Y luego, aún, están los objetos que aparecen en el marco y forman parte asimismo del paisaje. Por más que nuestra primera mirada sea global, de conjunto, pronto nos fijamos en uno de esos objetos y dejamos de lado todo lo demás, marco incluido. A veces, el objeto escogido es una palabra –el propio Magritte sostenía hace cerca de un siglo, dibujo mediante, que “una palabra puede ocupar el lugar de un objeto en la realidad”–. Y así sucede, sin duda, en el paisaje político de nuestros días.

Las palabras sustituyen a menudo a los objetos, a los hechos. Podría decirse incluso que se corporeizan, en la medida en que muchas de ellas acarrean en tales casos un andamiaje simbólico. De ahí que al servirnos de determinadas palabras o expresiones no podamos aspirar a neutralidad ninguna, a eso que en semántica se entiende por sentido recto y que los diccionarios suelen recoger como primera acepción en el artículo correspondiente. El pasado 16 de septiembre, en la presentación en Palma de Mallorca de su libro 2017. La crisis que cambió España, David Jiménez Torres hizo hincapié en como la palabra proceso, y no digamos ya la forma catalana procés, habían tomado carta de naturaleza a fuerza de ser usadas por tirios y, ¡ay!, también por troyanos. Y abogaba por que los troyanos –pongamos que me estoy refiriendo a los constitucionalistas– no entrasen en el juego de utilizarlas para designar lo que los tirios habían bautizado con tal nombre. (Sobra añadir que los nacionalismos son clónicos, por lo que a nadie debe extrañar que el exterrorista Otegui, experto en estas estas lides, blanda su proceso particular cada vez que una alcachofa mediática se le pone a tiro.) Y ya que hablamos de infestación, ¿qué decir de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, de cuyo nombre nadie parece acordarse en beneficio del de Ley mordaza, tan de actualidad, engendrado en su día por los Iglesias, Echenique, Serra, Rodríguez y compañía con la ayuda de todo tipo de altavoces?

Con todo, lo ocurrido el pasado sábado en Bilbao cabe calificarlo cuando menos de sorprendente. Resulta que EH Bildu se manifestó bajo el lema “Hasta que lo consigas”. Hasta ahí, normal. Con lo bien que se lo pone el actual Gobierno de España, que no sólo les promete el oro y el moro, sino que encima se los concede en forma de acercamiento de presos o de canal de televisión en vascuence para solaz y adoctrinamiento de los pequeñines navarros, cualquiera frena en las exigencias. Aun así, lo que ya no cabe considerar normal es la frase que acompañaba, y se supone que explicitaba, dicho lema: “Euskal Herria de libres e iguales”. ¿Libres e iguales? ¿Desde cuándo la suma de socialismo y nacionalismo, esto es, de dos totalitarismos, puede conformar un país, aunque sea soñado, de ciudadanos libres e iguales? ¿Desde cuándo con el lodo de sangre e iniquidad que arrastran quienes lo pregonan en el País Vasco y Navarra? Libres, ni en sueños. E iguales, sólo en la miseria y la opresión.

Claro que la sorpresa no termina aquí. Libres e iguales, aparte de remitir al primer artículo de la Declaración universal de los derechos humanos –“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…”–, es también la denominación del movimiento cívico creado en julio de 2014 por una cincuentena de intelectuales –y apoyada al poco por miles de ciudadanos–, cuya portavoz y cabeza visible era y sigue siendo la hoy denostada –por la dirección de su propio partido y por una ristra de satélites mediáticos afines o desafectos– Cayetana Álvarez de Toledo, con el propósito de que la consulta convocada por Artur Mas en noviembre de 2014 no tuviera lugar, lo que equivale a decir, a toro pasado, que tampoco llegase a ocurrir un octubre de 2017. Tenemos, pues, todo el derecho a preguntarnos si estamos, como con el proceso o procés o con la ley mordaza, ante un caso de contaminación léxica involuntaria, o si se trata, por el contrario, de la apropiación consciente de una denominación que simboliza la defensa de unos valores universales cuya máxima concreción por estos pagos es nuestra Constitución de 1978.

Aunque sabiendo cómo las gastan quienes se manifestaron el sábado por las calles de Bilbao y visto el sostenido proceso –aquí sin cursiva– de blanqueo ideológico en el que andan empeñados con la vil y gravosa complicidad del Gobierno de España, no hace falta precisar hasta qué punto la disyuntiva ofende.

¿Libres e iguales?

    25 de noviembre de 2021
El pasado sábado se reunieron en el escenario del valenciano Teatro Olympia cinco mujeres que se dedican en cuerpo y alma –sobre todo en alma– a la política representativa. Una, la diputada y portavoz autonómica de Más Madrid Mónica García, definió el acto como un “tsunami feminista” que debe marcar “el ciclo político”, ciclo en el que las mujeres, prometió, iban a hacer “política bonita”. Otra, la vicepresidenta segunda del Gobierno y diputada por Unidas Podemos Yolanda Díaz, vio en el reparto allí presente “un proyecto de país”. Una tercera, la alcaldesa de Barcelona Ada Colau, sostuvo con convicción que “el camino se hace andando”. Por su parte, la ceutí Fátima Hamed, portavoz del Movimiento por la Dignidad y la Ciudadanía y promotora de la declaración de Santiago Abascal como persona non grata en la ciudad, abogó por “contestar desde el respeto, desde el sosiego absoluto” a la extrema derecha. Y en fin, la anfitriona, la vicepresidenta de la Generalidad Valenciana Mònica Oltra, llamó a la concurrencia a caminar “juntas desde la diferencia, la escucha y el amor”, un amor al que también se adhirió la vicepresidenta Díaz.

Ya se sabe que en esta clase de actos el desparrame verbal no sólo está, sino que se le espera. Y dicho desenfreno suele concretarse en una ensalada de tópicos y promesas aliñados con lo que los pedagogos que nos gobiernan llaman lenguaje –cuando no inteligencia– socioemocional y que tanto precisan, según revelan los currículos del Ministerio de Educación, nuestras féminas, ya sean niñas, ya sean jóvenes, para que les entren debidamente las matemáticas. Así, por ejemplo, ese “tsunami” de García, o ese “el camino se hace andando” de Colau, tan sobados. O ese “proyecto de país” de Díaz, cuya génesis me temo que hay que buscarla en nuestros inmarcesibles nacionalismos periféricos –Jordi Pujol, en sus buenos tiempos al menos, aparte de pregonarlo debía de imaginarlo hasta en el baño–. Pero de la colecta de perlas que ofreció el acto, todas rezumantes de alegría y bondad, a mí me han llamado especialmente la atención unas palabras de la vicepresidenta Díaz: “Es el comienzo de algo que va a ser maravilloso”.

Y es que hay en ellas un eco de otras épocas y otras promesas que no tuvieron, que digamos, un final nada feliz. Manuel Chaves Nogales, en un artículo publicado en enero de 1933, al poco de producirse la carnicería de Casas Viejas, aludía al “trienio bolchevista en Andalucía”, entre 1918 y 1920, “cuando las viejas organizaciones anarquistas descubrieron alborozadas el maravilloso hecho ruso”. El “fervor rusista” se enfrio de golpe, añade Chaves, “en cuanto se enteraron de lo que era la dictadura del proletariado”. Pues bien, aunque haya pasado más de un siglo desde entonces, aquel “maravilloso hecho ruso” no dista mucho de este “algo que va a ser maravilloso” prometido por Díaz. Como mínimo, en lo tocante a la miseria y la ruina que se siguió de aquel y puede seguirse de este. Es verdad que los tiempos son distintos y que el acto del Teatro Olympia se presentó con la parafernalia característica del feminismo en boga. Pero no nos engañemos: las cinco mujeres que lo protagonizaron militan en el comunismo de hoy o simpatizan con él. Ese comunismo de trampantojo, de fachada buenista –de All you need is love, para entendernos–, que no duda en celebrar su siglo de vida con un cartel donde la hoz y el martillo –símbolo de la ideología que más daño ha causado en toda la historia de la humanidad– parecen sacados de uno de esos cuadernos escolares donde los niños colorean objetos.

Lo maravilloso es enemigo de lo político. O, por lo menos, debería serlo. Dar por sentado lo maravilloso que va a ser algo en cuanto se realice, es propio de un vendedor de crecepelos o de productos para adelgazar. Y si el cliente muerde el anzuelo y aquello acaba en un fiasco, allá se las componga el muy crédulo. Pero, en un Estado de derecho, a alguien que ocupa la vicepresidencia de un gobierno, por comunista que sea, habría que pedirle el máximo decoro en toda ocasión o, si lo prefieren, un mínimo respeto para con los ciudadanos españoles a los que representa al más alto nivel. Si hasta el malogrado Andrés Montes, aquel singular locutor deportivo que terminaba sus retransmisiones televisivas con un “la vida puede ser maravillosa”, tenía buen cuidado en incluir ese “puede” en sus deseos de ventura, ¿qué no cabe exigir a Yolanda Díaz?

Claro que Montes no era comunista.

Contra lo maravilloso en política

    18 de noviembre de 2021

En su Itinerario de Napoleón de Fontainebleau a la isla de Elba el conde Friedrich Ludwig von Waldburg-Truchsess, al que se había encomendado, junto a otros altos representantes de las potencias aliadas, la custodia del emperador tras su abdicación en abril de 1814, narró las vicisitudes por las que este había pasado en su recorrido por las tierras de Francia camino del exilio. Según el noble prusiano, Napoleón estuvo en un tris de no llegar a embarcar en Fréjus rumbo a su confinamiento insular de tanta animadversión como su paso por pueblos y ciudades había despertado en sus conciudadanos. Claro que animadversión es poco. Lo que en verdad había era un odio furibundo, un incontenido afán de venganza. Y en ello destacaban, para sorpresa del propio narrador, las mujeres, que suplicaban a los escoltas que les fuera entregado el viajero, con el argumento de que se lo tenía bien merecido por los perjuicios que les había causado. (Sobra añadir, supongo, qué hubieran hecho esas mujeres con el otrora todopoderoso emperador de haber sido complacidas en sus deseos.)

Una sorpresa semejante, aunque en circunstancias bastante distintas a las del conde prusiano, le causó al periodista y novelista Wenceslao Fernández Flórez el descubrir que en el Madrid de los primeros meses de la guerra civil “la máxima crueldad perteneció (…) a las mujeres. Pedían sangre y sangre, con una sed insaciable. Peor aún del que asesinaba con sus manos eran las denunciantes, las que estimulaban a los asesinos, las que –con los hijos de la mano– corrían, al nacer el día, para ver los cadáveres de los fusilados en los lugares donde era costumbre que aparecieran…” Lo cuenta en El terror rojo, obra cuya primera edición, escrita en portugués, data de 1938 y que acaba de ser rescatada, una vez traducida al español, por Ediciones 98. En ella Fernández Flórez cuenta sus vivencias durante los 11 meses en que permaneció escondido en domicilios y embajadas, primero en Madrid y luego en Valencia, huyendo de la barbarie desatada en la España republicana a raíz del golpe de Estado del 18 de julio de 1936.

Como comprenderán, no pretendo en absoluto con esos ejemplos y con cuantos pudieran aportarse de un estilo parecido blanquear –como dicen ahora– la crueldad masculina. Esa “capacidad para el mal” que Fernández Flórez atribuye a las mujeres, los hombres la tenían y la tienen suficientemente acreditada a lo largo de la historia. Aquí lo relevante, lo que produce verdadero asombro en los autores de ambos relatos, es –permítaseme una licencia extemporánea– el me too femenino, la evidencia de que las mujeres no son esos seres angelicales de los que no se esperaría nada malo, sino que, al igual que los hombres, son capaces de las peores vilezas. Aún se oye de tarde en tarde, en boca de alguna sesentayochista más o menos reciclada, aquello de que “si las mujeres gobernasen, no habría guerras”. Y si ha dejado de oírse con tanta frecuencia como antes es justamente porque ahora gobiernan o cogobiernan –como ocurre, sin ir más lejos, en el caso de Nicaragua, donde la crueldad del presidente Daniel Ortega corre pareja con la de la “copresidenta” Rosario Murillo– y, a pesar de todo, mira por dónde, sigue habiendo guerras.

El otro día leía en Le Figaro que en la precampaña para las presidenciales francesas del próximo mes de abril se ha incrustado ya la ideología woke, cuyos practicantes se arrogan la presunta defensa de las minorías mediante la denuncia acérrima de cuantas desigualdades raciales y de lo que entienden por género creen entrever nada más levantarse de la cama. No hace falta decir que esa incrustación ideológica se da sobre todo en las filas de la izquierda, y en particular, en las huestes de La France Insoumise, ese espejo francés de Podemos que tiene en Jean-Luc Mélenchon su principal referente político. Pero va más allá. Y no sólo en la izquierda. El partido del presidente Macron y el propio Macron, tan liberales, no parecen inmunizados contra esos cantos de sirena supuestamente igualitarios surgidos de los claustros universitarios estadounidenses y que amenazan con devenir una auténtica pandemia. 

Como bien saben, nuestro actual Ministerio de Igualdad, ese al que no le duelen prendas a la hora de duplicar en las cuentas públicas el gasto en personal, se caracteriza por haber hecho de la ideología woke un programa de gobierno. O, si lo prefieren, por haber convertido a la mujer en una víctima, en un ser indefenso, en un modelo de bondad al que sólo la perfidia del hombre –siempre y cuando no se trate de un inmigrante– ha llevado históricamente por mal camino. Por desgracia, el fenómeno no es privativo de estas latitudes, sino que alcanza extensiones mucho más vastas y entre ellas, como se comprueba, las del país vecino, ese viejo símbolo de la razón hoy tan ajado. Razón de más –valga la redundancia– para plantarle cara y combatirlo con todas las fuerzas. 

(VozPópuli, 11 de noviembre de 2021)

La mujer, ese hecho diferencial

    11 de noviembre de 2021
Si algo nos enseña la historia reciente de España, o sea, la que arranca con la aprobación en referéndum por amplísima mayoría, el 15 de diciembre de 1976, de la Ley de Reforma Política y llega hasta nuestros días, es que con las lenguas hay que andarse con tiento. Y no con el castellano o español, tan maleado por los políticos y tan fresco y boyante si nos ceñimos al uso que hacen de él sus hablantes, sino con lo que la Constitución denomina “las demás lenguas de España [que] serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos” y, más en general, con el “patrimonio cultural” de “las distintas modalidades lingüísticas de España”, para el que nuestra Carta Magna prescribe un “especial respeto y protección”.

Y es que, si algo deberíamos haber aprendido en estos cerca de 45 años de historia, es que a ninguna formación política importa el aspecto social o cultural de una lengua cuando se trata de reivindicar su cooficialidad. Si en verdad importara a alguna, tanto el catalán como el vascuence como el gallego, que llevan ya cuatro décadas contando con abundantes y crecientes mimos institucionales –lo que incluye obscenos derroches presupuestarios e innúmeras políticas educativas, administrativas y comunicativas aplicadas con fórceps–, habrían dejado ya de ser, por su bien y el de sus hablantes, cooficiales. Porque esas formaciones no tendrían más remedio que reconocer que, tal y como reflejan todos los datos de que disponemos, el uso de cada una de esas lenguas, al igual que el prestigio cultural que pudiera corresponderles, no había hecho sino menguar y que sus políticas de supuesta normalización habían logrado justo lo contrario de lo que presuntamente pretendían. 

¿Entonces?, se preguntará el lector. Aunque lo más probable es que ni siquiera llegue a preguntárselo, de tan obvio como resulta. El acceso de una lengua regional a la cooficialidad no guarda relación ninguna con nada que merezca respeto y consideración o, si lo prefieren, con nada que no sea la promoción de lo identitario entre la parroquia del lugar. Vencidas ya cuatro décadas, puede hablarse de evidencia. Y quien dice la promoción de lo identitario dice, claro, el chantaje al que se somete con semejante pretexto al Gobierno central a la hora de negociar unos presupuestos que se supone que deberían ser, como su nombre indica, Generales y del Estado. El trapicheo al que hemos asistido en estas últimas fechas da fe de ello.

De ahí que no pueda sino comprender la reticencia con que tantos asturianos ven la posibilidad de que las llingües del Principado sean elevadas al rango de cooficiales. Hoy en día, tanto el bable/asturiano como el gallego/asturiano gozan de amparo, fomento y enseñanza garantizadas mediante una ley de uso y promoción de marzo de 1998. Eso sí, en lo tocante a la enseñanza, atendiendo a los principios de “voluntariedad, gradualidad y respeto a la realidad sociolingüística de Asturias”, que son los que siempre, sobra añadir, tendrían que primar. Pero la izquierda toda, y las asociaciones e instituciones que viven de las ubres gubernamentales, están empeñadas en sustituir dichos principios por el trágala de rigor. Y es que eso y no otra cosa, como se ha comprobado a lo largo de todas estas décadas en otras regiones de España, es lo que acaba resultando, al cabo, de la mencionada cooficialidad. Lo afirmaba hace poco sin ambages Beatriz Zapico, portavoz de la Plataforma contra la Cooficialidad del asturiano: “(…) se está poniendo encima del tablero político una reforma del Estatuto que conllevaría la imposición del bable. Obligaría a que en la educación las asignaturas o parte de ellas fueran en bable, que nos dirigiésemos a la Administración en bable, y nos afectaría a nivel personal a todos, porque en el momento en que el bable fuese oficial habría que utilizarlo, saber escribirlo, saber hablarlo (…)”.

En las Cortes Constituyentes de la Segunda República, la aprobación en referéndum a comienzos de agosto de 1931 de un Estatuto de Autonomía de Cataluña en que el catalán era la única lengua oficial –el llamado Estatuto de Núria, ratificado un año más tarde por las propias Cortes, aunque notoriamente recortado y laminado en muchísimos aspectos, entre ellos el lingüístico–, tuvo dos consecuencias en el orden, digamos, preventivo. Por un lado, que el castellano figurase en la Constitución republicana, promulgada el 9 de diciembre de 1931, como única lengua oficial del Estado. Por otro, que ese mismo Estado mantuviese en el conjunto del territorio una línea de enseñanza exclusivamente en castellano. Todo por si las moscas identitarias querían hacer algún día de las suyas imponiendo lo particular sobre lo general.

Cuando las Constituyentes de 1977, que alumbraron nuestra actual Constitución, se tuvo en cuenta la primera de las prevenciones. Pero no así la segunda, en aras de una supuesta concordia con los anhelos del nacionalismo y, en concreto, del catalán. De cuanto ha sucedido después les supongo informados.

"Asturies de mios amores"

    4 de noviembre de 2021
Enfrascados como estamos en intentar digerir los desatinos y las rencillas de nuestra clase política y, en especial, de las fuerzas que a día de hoy nos gobiernan, acaso no hemos prestado la suficiente atención a un fenómeno más larvado y trascendente, y del que nuestros representantes públicos no serían tanto la causa como el síntoma. Me refiero a la quiebra del principio de jerarquía.

Entiéndase el vocablo en un sentido lato. Jerarquía como autoridad que se ejerce, como ejemplo que se da, como liderazgo que se asume, como respeto que se gana. Jerarquía como elemento estructurante de una sociedad abierta, de un régimen de libertades. Cuando la Transición, hace ya más de cuatro décadas, el principio de jerarquía estaba vigente en España. Es más, de no haber sido así, no habríamos transitado hacia la democracia. Habría perdurado la dictadura franquista o se habría implantado una de nuevo cuño y de signo radicalmente distinto. Quienes ahora abominan de aquel periodo crucial de nuestra historia contemporánea tildándolo de fraude son los mismos que abogan por destruir toda jerarquía, siempre y cuando esta no resulte, claro, de imponer de forma unilateral su muy privativa visión del mundo. Son los que conculcan la separación de poderes; los que defienden el derecho de autodeterminación de una parte con respecto del todo; los que equiparan la ley de la calle con el imperio de la ley; los que convierten la biología en una minucia y la sustituyen por el género; los que fomentan lo particular en detrimento de lo universal; los que reducen la Nación a un sinfín de naciones y aspiran a hacer de la lengua común la menos común de las lenguas; los que rechazan la meritocracia y recelan hasta la náusea de toda iniciativa privada; los que modelan, en fin, historia y memoria según les conviene.

Pero, como indicaba al comienzo, si la quiebra del principio de jerarquía se manifiesta ahora con semejante virulencia, ello no se debe tan sólo a que sus valedores disfrutan de los privilegios del poder. Se trata más bien de lo contrario. En otras palabras: quienes hoy nos gobiernan jamás habrían alcanzado el poder de no mediar el desgaste a que ha sido sometido dicho principio a lo largo de estos años. Y aquí los años deben contarse por décadas. Tantas como como lleva la izquierda labrando y señoreando, con la inestimable colaboración de los nacionalismos periféricos, los pastos de la educación pública de este país.

Se me dirá que la derecha también ha metido baza en forma de leyes. Cierto. Dos, en concreto. Pero la primera ni siquiera llegó a aplicarse, mientras que la segunda quedó a medio desarrollar. El caso es que la labranza dura ya más de treinta años, con lo que un par como mínimo de generaciones de españoles han sido y serán educadas conforme a su espíritu y a su ideario. Se las conoce como Millennials –o Generación Y– y Generación Z, e incluyen a los nacidos en un periodo que va desde los albores de los ochenta hasta el inicio de la pasada década. No deja de resultar significativo, cuando menos en relación con lo que aquí nos ocupa, que a la generación inmediatamente anterior a la de los Millennials, la Generación X, se la identifique también como “la generación de la EGB”. Y es que las siguientes son ya las de la LOGSE y sus distintos abscesos legales, hasta llegar a la actual LOMLOE.

Los quince millones de españoles nacidos a lo largo de estas dos últimas generaciones, más los siete u ocho que quepa añadir de la presente –todavía en curso, si bien ya ha sido bautizada como Generación Alfa; el alfabeto latino, qué quieren, no daba para más–, han sido educados por lo general al margen de cualquier sombra de jerarquía. Nadie les ha enseñado a respetar como es debido la autoridad del maestro. Nadie les ha enseñado que esa autoridad no derivaba de una decisión administrativa, sino de lo que el maestro, por su condición de maestro, sabía o debía saber, y ellos, simples aprendices, ignoraban. Y quien dice maestro dice, aun con mayor motivo, profesor.

Muy al contrario, lo que se ha trasmitido a esos niños y jóvenes durante estos años, y cada vez con más ahínco, hasta alcanzar las cotas recogidas en la llamada “ley Celaá”, es que el saber ocupa lugar y que, por lo tanto, hay que soltar lastre. Un vaciado que afecta a la memoria, ese legado de otros tiempos educativos. Y a la inteligencia, diluida hoy en múltiples inteligencias. Y un vaciado que se concreta en la ya añeja ausencia de notas en primaria o en la posibilidad de pasar olímpicamente de curso y obtener un título arrastrando suspensos. Nunca el esfuerzo y el mérito habían sido tan vapuleados.

Lo que se espera hoy en día del docente, en definitiva, no es que transmita el conocimiento que se supone que atesora, que ejerza esa preeminencia inherente a su condición, sino que acompañe al alumno en la larga y penosa travesía a la que esta sociedad, con sus normas y constreñimientos, le obliga. Que le acompañe, o sea, que se ponga a su nivel, no le exija más de lo debido, comprenda sus flaquezas y atienda a sus ruegos.

Habrá quien objete que semejante tendencia igualitarista y antijerárquica se manifiesta también en otros ámbitos, como la familia o la sociedad en su conjunto, y que el influjo de las redes sociales entre los jóvenes no ayuda en nada a combatirla. Sin duda. Pero la instrucción –o la educación, como ahora se conviene en llamarla– no fue jamás una mera correa de transmisión de lo que estaba en boga, de lo que respondía en su discurrir al soplo del viento, sino más bien un parapeto, un dique de contención, en favor de la civilización y la cultura. Renunciar a tal herencia significa franquear el paso a los mediocres y oportunistas en detrimento de los mejores. Significa, en una palabra, ir diciendo poco a poco adiós al progreso y la convivencia.

La quiebra de la jerarquía

    31 de octubre de 2021
Parece que mañana es el día límite para que el Gobierno acepte la condición que ERC le ha puesto para no presentar una enmienda a la totalidad a la Ley de Presupuestos Generales del Estado: a saber, que se incluya en la futura Ley General de Comunicación del Audiovisual la obligación por parte de plataformas audiovisuales como Netflix, HBO o Amazon Prime Video de emitir un determinado porcentaje de productos en catalán. Parece que JxCat también está en las mismas y que hasta es posible que se pronuncie hoy al respecto. Y el PDeCat. Sea como sea, una vez más los separatismos negocian los presupuestos dentro y al margen de la ley. O, si lo prefieren, echando cuentas de todo tipo, y, entre ellas, las que poca relación guardan con la Ley de Presupuestos y sí mucho con lo que la parroquia que les vota espera, al cabo, de sus representantes.

Para un nacionalista el chantaje no existe. (Lo que le asemeja muchísimo, dicho sea de paso, al proceder de cualquier mafioso o mafiosillo siciliano, que, ante una pregunta relativa a la Cosa Nostra, responderá inevitablemente y con indisimulada perplejidad: “Ma la mafia non esiste!”) Para un catalán nacionalista que se precie, todo chantaje se tiñe al punto de acto de estricta justicia. Y en la medida en que ese acto tenga como objeto la salvaguarda de la sacrosanta lengua catalana, la justicia a la que apela puede adquirir incluso carácter divino. No en vano para los de su cuerda el catalán es una lengua maltratada, minorizada –la soldadesca sociolingüística siempre ha preferido ese engendro ideológico a la factual “minoritaria” del diccionario, por cuanto expresa a su juicio el carácter coercitivo y opresor del idioma dominante y, en consecuencia, la legítima e imperiosa necesidad de reparación de la víctima–; una lengua desasistida, en definitiva, y merecedora, pues, de cuantos cuidados le puedan ser administrados.

Lo curioso del caso, por lo demás, es que el mencionado Anteproyecto ya prevé una cuota o porcentaje de presencia y financiación de obras audiovisuales en castellano o en cualquiera de las otras lenguas cooficiales, siguiendo una directiva harto proteccionista de la Unión Europea. Según dicha directiva, lo que el Anteproyecto denomina “servicios televisivos a petición”, esto es, los catálogos de plataformas como Netflix, HBO, Filmin o Amazon Prime Video, deben contener una cuota mínima del 30% de producciones audiovisuales europeas y, de esta cuota mínima, por lo menos un 50% debe ser en la lengua oficial del Estado donde prestan sus servicios. Como España tiene, además de una lengua oficial, un buen puñado de lenguas cooficiales –y las que están por llegar, que en eso de la cooficialidad parece que no hay límites–, las fuerzas nacionalistas, erigidas en madres protectoras de su idioma particular y siempre solidarias en la pugna contra el idioma común, exigen que la futura ley fije qué parte del pastel corresponde al castellano y qué parte al conjunto de las lenguas cooficiales.

No es de extrañar, por tanto, que el independentismo levantisco catalán reclame una cuota privativa para las cooficiales y que esta ascienda a un 7,5%, esto es, la mitad del 15% asignado por la directiva europea. Y que aproveche la coyuntura de la negociación presupuestaria en el Congreso para, mezclando una vez más churras con merinas, condicionar de este modo su apoyo a las cuentas públicas del próximo ejercicio. 

En realidad, lo que subyace en esa directiva europea de la que pende todo lo demás hasta desguazar en el acostumbrado chantaje de los nacionalismos varios –sobra indicar que los vascos y gallegos se han sumado a la exigencia de los catalanes– es aquella fórmula intervencionista que inventaron años ha los franceses y a la que bautizaron como “excepción cultural”. Ahora se ha sustituido por el sintagma “diversidad cultural”, más inclusivo en apariencia, pero que viene a ser lo mismo. Se trata, al cabo, de impugnar, en nombre de la lengua y la cultura propias, las leyes del mercado, el libre intercambio cultural y el enriquecimiento que este procura. De intentar poner puertas al campo, en una palabra. Y de oponerse, faltaría más, al americanismo globalizador, mientras se fomenta desde el Gobierno de España la americanísima cultura woke, con su muestrario de géneros, sus tribunales en red y sus cancelaciones a la carta.

Ya les adelanto que nada he leído de Carmen Mola. Es más, ni siquiera sabía que existiera un escritor con semejante nombre. Sobra añadir, por lo tanto, que no podía abrigar sospecha alguna sobre su identidad. Ahora, en cambio, si bien continúo sin haber leído nada de Mola, sí sé que existe alguien llamado así y que ese alguien no es una mujer llamada Carmen, sino tres hombres. Ah, y que esos tres hombres acaban de llevarse el Premio Planeta y de embolsarse por ello un millón de euros.

Pensaba hablarles hoy, entre otras cosas, de las reacciones histéricas del feminismo patrio ante semejante suplantación de personalidad, pero la sutil reflexión de Lupe Sánchez el pasado martes en este mismo medio (“Leer con los genitales”) me ahorra gran parte del trabajo. Aun así, no puedo dejar de consignar la paradoja que se sigue de que las feministas que se ponen el género por montera y cuya penetración ideológica en el PSOE tras el 40 Congreso constituye ya una febril evidencia, hayan desaprovechado una oportunidad como esta para reivindicar el triunfo que supone para el movimiento el que una sola mujer valga lo mismo que tres hombres. O, sin ir más lejos, el logro evolutivo que representa el que ahora sean los hombres los que recurran a un seudónimo de mujer para publicar un libro, mientras que antaño era justo al revés. Seguro que en tiempos de Lidia Falcón y las suyas no se les habría escapado la presa y lo habrían publicitado a tambor batiente.

Del mismo modo que se habrían andado con mucho cuidado a la hora de escoger determinadas fechas para celebrar el Día de las Escritoras. Bien estaba el empeño, sin duda. Pero ¿quién demonios fue el genio –o la genia– que decidió en 2016 que ese día fuera el primer lunes siguiente al 15 de octubre, festividad de Santa Teresa de Jesús? ¿Acaso ignoraba que en semejante fecha se celebra cada año, desde hace casi setenta, el Premio Planeta –el viejo Lara escogió la fecha, al parecer, en honor a su esposa, Teresa Bosch– y que es tradición que los escritores que a él concurren lo hagan embozados en un seudónimo? Y un seudónimo, como se ha visto, puede causar más estragos que una mina de fragmentación.

Claro que el bochorno mayor lo habrán sufrido las responsables del Instituto de la Mujer de Castilla-La Mancha. En julio de 2020 recomendaron una novela de Carmen Mola como lectura para el verano. Mola entonces molaba entre el feminismo institucional castellanomanchego, no hace falta decirlo. Porque sus libros se vendían como rosquillas y, claro, porque era mujer. Como molaba, por ejemplo –y de ahí que también formara parte de la lista de lecturas recomendadas–, la Irene Vallejo de El infinito en un junco, que no sé yo si ya era, aunque me malicio que sí, la misma Irene Vallejo capaz de escribir un Manifiesto por la lectura (Siruela, 2020) por encargo de la Federación de Gremios de Editores de España en cuyas pocas páginas el género gramatical es sometido a tal tortura que uno tropieza aquí y allá con fórmulas mareantes del tipo “fortalecernos unas a otros”, “todos y cada una tomamos con nuestro voto decisiones” o “nuestros abuelos y bisabuelas”.

Eso en cuanto a las reacciones de quienes padecen de feminismo irritable. Porque a mí lo que en verdad me pareció, si no irritante, sí algo vergonzoso –y ello sea cual sea el sexo que uno gaste–, fueron las palabras de la propia Carmen Mola para justificar su presentación al premio: “Llegó un momento en el que vimos que esto no lo podíamos mantener más, que teníamos que decirlo ya y ‘salir del armario’ de alguna manera y pensamos que esta era una buena ocasión”. Por supuesto que lo era. Figúrense: un tercio de millón por barba y una promoción de la marca como ningún seudónimo la habría jamás imaginado.

Nada que ver, en este sentido, con la confesión aquella de Gaziel en su “Autobiografía de un pseudónimo” (La Gaceta Literaria, 15-7-1927) a propósito de la persona que lo engendró, un tal Agustí Calvet, de profesión filósofo: “Temo que el mejor día su secreta labor dé fruto. Y entonces, ¿qué va a hacer? ¿La publicará con su nombre obscuro, casi desconocido? ¿Renegará de mí? ¿Me abandonará entre el polvo, como la serpiente deja la piel usada al margen del camino?”. No creo que Carmen Mola sienta parecidos temores con respecto a Jorge Díaz, Agustín Martínez o Antonio Mercero, sus progenitores. Ni creo que vaya nunca a suscribir la confidencia con que Gaziel cerraba aquella memorable “Autobiografía”: “Si no fuese por esa tortura que me roe, yo sería un pseudónimo feliz”. Y no lo creo, simplemente, porque estoy seguro de que, a estas alturas, Mola no cabe en sí de gozo.

¿Mola o no mola?

    21 de octubre de 2021
He tenido acceso estos últimos días a los anexos que acompañan el “Proyecto de real decreto por el que se establece la ordenación y las enseñanzas mínimas de la Educación Secundaria Obligatoria”. Son una mina. Aunque se trate de borradores –tal y como nos advierte en un segundo plano el propio documento– y no podamos darlos, pues, por definitivos, revelan a la perfección la mentalidad de quienes los han urdido y pergeñado. No voy a referirme aquí a cuestiones de las que ya se ha venido hablando en los medios, como, por ejemplo, esa perspectiva de género que todo lo impregna y contamina, sino a lo que, a mi modo de ver, constituye el principal problema que tiene planteada desde hace décadas la política educativa –y no sólo la educativa– en España: el relativismo que la caracteriza.

El primero de los anexos de marras, titulado “Perfil de salida del alumnado al término de la enseñanza básica”, abunda –más de veinte veces en sólo quince páginas– en el uso de los términos crítico, crítica y críticamente. Nada que objetar, por supuesto. El ejercicio de la crítica, o sea, de la reflexión y la opinión fundadas y fundamentadas ante un hecho cualquiera, es algo que debería estimularse en toda enseñanza que se precie. Ocurre, sin embargo, que el uso que se da a esos términos en el mencionado “Perfil de salida” es, en general, redundante, ocioso. Así, ¿qué significa “juzgando críticamente las necesidades…” que no hubiera significado un parco “juzgando las necesidades…”? ¿Qué se pretende al escribir “la reflexión crítica sobre los factores…” que no se hubiera logrado transmitir con “la reflexión sobre los factores…”? ¿Qué necesidad hay, en fin, de “analizar de manera crítica” en vez de “analizar” a secas, de “valorar críticamente” en vez de “valorar” sin más?

Puede que nos hallemos ante el recurso a una misma y fastidiosa muletilla. Siempre queda bien, a qué negarlo, favorecer entre los jóvenes cierto espíritu contestatario, cierta iconoclastia. Y el calificativo y el adverbio cumplen a las mil maravillas dicha función. Pero hay más. Porque ese uso y abuso de lo crítico también traslada la idea de que existen formas distintas de juzgar, reflexionar, analizar o valorar. Que unas son críticas, y otras no. ¿Y cómo son las otras?, es lícito preguntarse. Nada nos dice el texto, pero se entiende que serán acomodaticias, resignadas, mostrencas y, en todo caso, no recomendables. Aun así, lo importante no es tratar de dilucidar cómo deben de ser, sino constatar que los autores del texto consideran que puede juzgarse, reflexionar, analizar o valorar cualquier cosa de manera distinta a la que nuestro “Perfil de salida” y los demás anexos elaborados por el Ministerio de Educación –los crítico, crítica y críticamente aparecen por doquier a lo largo de las casi 250 páginas de que consta el documento– califican de tal modo. 

Sucede algo similar con la inteligencia. O con las “inteligencias múltiples”, que es como se nos presentan en el apartado correspondiente al “Enfoque psicológico” de la doctrina ministerial. En consonancia con ello, tropezamos aquí y allí con la inteligencia “emocional”, con la “colectiva”, con la “comunicativa o conversacional” y, claro, con la única que en puridad merece recibir un tratamiento aparte, la “artificial”. Recordaba hace poco en El Mundo la profesora de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Autónoma de Madrid, Marta Ferrero, que no existe más que una inteligencia y que los estudios que defienden la eficacia de la aplicación a la escuela de la teoría de las inteligencias múltiples “están mal diseñados y ofrecen resultados numéricos que no son creíbles”, al tiempo que lamentaba que “la evidencia científica no se [esté] incorporando a la toma de decisiones escolares” y se adopten “herramientas sin saber si son o no eficaces”.

Por desgracia, todo indica que esa evidencia científica a la que apelaba la profesora Ferrero no ha figurado para nada en los procedimientos de nuestros pedagogistas ministeriales. (Véanse los resultados obtenidos por los jóvenes españoles a lo largo del presente siglo en los distintos informes PISA; lo mejor que puede decirse de ellos es que se han caracterizado por una mediocridad supina.) Y a juzgar por las intenciones condensadas en estos anexos de secundaria que van a servir de pauta para el desarrollo de la llamada ley Celaá, no parece que exista voluntad ninguna de enderezar el rumbo. Más bien lo contrario. Todo cuanto suponga renunciar al saber, a la transmisión del conocimiento, en provecho de unos presuntos saberes que no dependen más que del libre criterio de cada cual, es fomentado. Todo cuanto lleve la marca del plural, de la diversidad, del fraccionamiento es promovido a categoría. A estas alturas, la única pregunta que merece la pena hacerse es si va a quedar algo en pie cuando a esos trileros sin escrúpulos les llegue por fin la hora de marcharse.

Una educación más que relativa

    14 de octubre de 2021
Leo, aquí y allí, que Ciudadanos ha encontrado por fin su Piedra de Rosetta. O quizá sería mejor hablar de su Camino de Damasco. Para ello han tenido que transcurrir dos largos años de dislates estratégicos, volantazos ideológicos, costaladas electorales y, en último término, sonoros fracasos políticos. Justo es reconocer que el runrún de que su actual dirección –sea esta una o trina– se estaba planteando cambiarle el nombre al partido llevaba ya algunos meses circulando. Si mal no recuerdo, desde las vísperas de aquella convención que sólo sirvió, al cabo, para eludir responsabilidades por los turbios manejos del aparato y el consiguiente desplome en toda clase de urnas. A Ciudadanos, se dijo, se le había acabado la cuerda. No al partido, ¡faltaría más!, se precisó; tan sólo a su denominación. ¿Y si en adelante lo llamáramos “Liberales”?

Pero aquel impulso quedó ahí, en apariencia. Hasta hace unos días, en que el buen resultado de los liberales alemanes en las elecciones al Bundestag hizo que prendiera de nuevo la llama. Los políticos, no es ningún secreto, siempre tratan de arrimar el ascua a su sardina. Y, en este caso, el éxito de los liberales alemanes –que han aumentado el porcentaje de voto y el número de escaños en relación con 2017, tras haber perdido su representación parlamentaria en las federales de 2013 al no superar la barrera del 5%– ha llevado a los autodenominados liberales españoles a tomarlos como ejemplo. Su situación no exactamente es la misma, pero podría parecerse a la de sus socios en ALDE –la alianza de los liberales en Europa– en 2013, a poco que las encuestas que pronostican en este momento su desaparición del Congreso de los Diputados se confirmen dentro de un par de años.

A mí, para qué ocultarlo, me encantaría que en España hubiera un partido liberal fuerte, con un porcentaje de representación en el Congreso parejo al que poseen desde hace dos legislaturas los alemanes, esto es, por encima del 10%, y que pudiera ejercer un papel moderador a derecha o a izquierda, según cuál fuese el escrutinio de las urnas. Pero me da que esa querencia va a quedar en nada.

En primer lugar, por aquello que decía Pla en abril de 1976 en sus Notes del capvesprol en relación con Jordi Pujol y su programa político: “El señor Jordi Pujol, por ejemplo, propuso para este país, al principio de su actuación, el sistema socialista de Suecia. Resulta, sin embargo, que aquí hay muy pocos suecos –poquísimos, y en la calle, ninguno–. Lo que hay en este país, señor Pujol, son catalanes y gente del país. Con el programa escandinavo –que usted desconoce por completo–, el señor Pujol intenta engatusar al país y ganar los votos y gobernar, porque este milhombres tiene una ambición terrible.” Pues bien, aunque en España hay hoy muchos más alemanes que no suecos había en la Cataluña de 45 años atrás, me van a permitir que ponga en duda que el ideario liberal esté mínimamente extendido. Y, de estarlo, ya tiene quien lo cobija en parte bajo sus siglas, como es el caso del Partido Popular, que se define como liberal conservador, y aplica, cuando menos en la Comunidad de Madrid, la parte más liberal de dicho ideario.

Por lo demás, para qué engañarnos, no está el horno para bollos –por seguir con expresiones que hunden sus raíces en nuestras tradiciones culinarias–. Lo prioritario a día de hoy es cambiar de mayoría gubernamental. Y esto, como se ha recordado a menudo últimamente y como confirman todos los sondeos, pasa por un futuro gobierno del PP, con el apoyo, mayor o menor, interno o externo, de Vox. A no ser que cambien mucho las cosas de aquí a final de legislatura. De lo que no debería deducirse, claro está, que carezca de sentido tratar de consolidar en España un partido liberal. Pero a su debido tiempo, tras esa deseable mutación de mayoría, no ahora.

¿Significa todo lo anterior que me parece mal aquel cambio de nombre del que venía hablándose? En absoluto. Es más, sólo le veo ventajas. Y la principal, que ello supondría dejar de discutir si Ciudadanos nació en 2005, con la publicación de aquel manifiesto que llamaba a fundar un nuevo partido político en Cataluña, o en 2006, cuando por fin se fundó, congreso fundacional mediante. Refúndese, pues. Y bautícese con este “Liberales” que tanto promete. Algunos de aquellos primeros firmantes, entre los que me cuento, lo agradecerán, no lo duden.


Liberales

    7 de octubre de 2021
El año en el que todavía andamos está siendo pródigo en conmemoraciones. Se me dirá que es fácil; sin duda. Si ya no existe día en el calendario libre de etiqueta –según compruebo en internet, el de hoy, 30 de septiembre, cuenta con tres: Día Internacional de la Traducción, Día Marítimo Mundial y, agárrense, Día Internacional del Derecho a la Blasfemia–, ¿cómo no va a existir año en el que coincidan un montón de celebraciones? Aunque eso de celebración habrá que ponerlo en cuarentena, pues dependerá de cada caso y de cada uno. Habrá quien lo festeje y habrá quien lo recuerde con un propósito radicalmente distinto.

Este año hemos rememorado la proclamación de la Segunda República española (14 de abril de 1931), la construcción del Muro de Berlín (13 de agosto de 1961) –no se pierdan En el Muro de Berlín (Espasa), la aportación a pie de obra de Sergio Campos Cacho–, el atentado de las Torres Gemelas (11 de septiembre de 2001) y, el pasado fin de semana y con algo de antelación, la fundación, el 14 de noviembre de 1921, del Partido Comunista de España (PCE). No hace falta decir que ha habido más celebraciones este año. Pero esas cuatro comparten, aparte de la redondez de la cifra (90, 60, 30 y 100 años, respectivamente), el que en todas ellas ha tenido un papel decisivo una ideología totalitaria o, si lo prefieren, el pensamiento antiliberal.

Es cierto que en la primera de ellas, la proclamación de la Segunda República, intervinieron otros muchos factores. Y que no todas las ideologías concurrentes eran totalitarias. Pero no hay duda de que el antiliberalismo estaba ya en la base del nuevo régimen, por acción –el propio partido socialista, revolucionario en aquel entonces y mayoritario en la llamada Coalición Republicana– o por reacción –la derecha española, antiliberal en gran medida–. La evolución de aquella República y, en particular, su trágico desenlace, no hicieron sino confirmarlo.

En cuanto al resto de las conmemoraciones, los hechos hablan por sí solos. A la construcción del Muro le corresponde, en aparente contraste, el derribo de las Torres. Se trata, en realidad, de un mismo acto criminal, de una misma manifestación del terror totalitario, por más que la ideología difiera y el conteo de las víctimas resulte tan dispar. ¿Y qué decir del comunismo que no se haya dicho ya? Para empezar, que el español es como los demás. No existe diferencia alguna entre el pensamiento de Lenin y Stalin y el de, pongamos por caso, el actual secretario general del PCE, Enrique Santiago. La insólita supervivencia del comunismo tras el reguero de sangre y de muertos que atesora –considerando todas sus variantes, cerca de 100 millones, tantos como años celebra ahora el PCE– sólo se entiende si se repara en la biología del ser humano y en su fascinación por las ideologías. Por no hablar de su presencia, igual de insólita, en un gobierno democrático, deudora de las apremiantes necesidades de un presidente dispuesto a venderse el alma al diablo con tal de alcanzar el poder y conservarlo.

El pasado domingo se celebraba también el Día Europeo de las Lenguas –que no todos los días mayúsculos han de ser internacionales o mundiales; también los hay europeos–. Y en consonancia con semejante efeméride, un comunista llamado Luis García Montero, al que Pedro Sánchez encomendó hace más de tres años los destinos de la lengua y la cultura españolas en el mundo, esto es, la dirección del Instituto Cervantes, publicaba un artículo encomiástico en El País. Para García Montero, todas las lenguas reflejan una determinada identidad, todas merecen un respeto. Como lo merecen todos los “hablantes nativos de un idioma en el que aprendieron a decir ‘madre, tengo frío’”. Pero, ojo, la globalización acecha: “De nada sirve la universalización abstracta cuando favorece que nos desentendamos de una anciana, vecina del quinto, que muere solitaria y de la que desconocemos el nombre” –por cierto, ¿qué demonios tendrá la cultura española con las vecinas del quinto, ancianas o no?–. 

Y no sólo la globalización; también “el desprecio supremacista por las otras formas de ser y hablar”. Pero no tema el lector que García Montero esté aludiendo con ello a los derechos de los millones de castellanohablantes que han nacido o residen en esas regiones periféricas que los nacionalistas de toda laya consideran sus cotos privados. O que se refiera, sin pararse en barras, a los efectos ocasionados por la inmersión lingüística obligatoria en catalán o vascuence en los niños y jóvenes cuya lengua materna es el español. O que tenga en mente la eliminación en la ley Celaá del carácter vehicular del español en la enseñanza –carácter que el propio autor del artículo le reconoce, sin especificar el ámbito, eso sí, “desde sus orígenes”–. O que le quite el sueño, en fin, la proliferación de especies lingüísticas peninsulares que reclaman el reconocimiento de su oficialidad en igualdad de condiciones con nuestro único idioma común.

No. Para el comunista que Luis García Montero lleva dentro, la vulneración de los derechos de los castellanohablantes residentes en su propio país no constituye motivo alguno de preocupación. A su juicio, la única preocupación digna de tal nombre es la que resulta de la globalización, o sea, de la hegemonía lingüística y cultural de la lengua inglesa, encarnada en los Estados Unidos y en el liberalismo consustancial a su misma existencia como nación.

El comunista de la vecina del quinto

    30 de septiembre de 2021
Los nacionalismos han tenido siempre una gran querencia por la toponimia. Por la suya, claro, pero también por la que consideran suya, lo sea o no. Los nacionalismos son, ante todo, territorio: fronteras, piedras, ruinas, en la medida en que viven del pasado, por lo general falseado e idealizado. Perdón: he dicho “territorio” y debería haber dicho “territorio con lengua”. Para un nacionalista hasta las piedras hablan. De ahí que el nacionalista haga de la toponimia de su territorio –o del territorio del vecino, siempre y cuando haya sentado en él siglos atrás, no importa cuántos, sus reales– un objeto de culto. En consonancia con ello, cualquier injerencia, incluso la más liviana y bienintencionada –no vayamos a olvidar que un nacionalista que se precie carece de sentido del humor–, le resulta intolerable.

Estos días, en relación con la erupción del Cumbre Vieja en la isla de La Palma y del error en que cayeron algunos medios al confundir dicha isla con Palma de Mallorca (sic) –donde, por cierto, no existe ningún volcán ni se le espera–, se me ocurrió comentar en Twitter que este error acaso habría podido evitarse si el Parlamento autonómico no se hubiera empecinado hace cinco años en modificar la ley de capitalidad para que la ciudad de Palma de Mallorca pasara a denominarse oficialmente Palma. Pues bien, a los almogávares de la red, más o menos embozados, les ha faltado tiempo para rasgarse las vestiduras y dedicarme toda clase de caricias verbales, acompañadas a veces de algún argumento.

Compendio a continuación los más razonables y, en consecuencia, los únicos dignos de consideración. Por un lado, Palma es el nombre que los romanos dieron a la ciudad, esto es, la denominación primigenia. Por otro, Palma es el nombre con que la gente del lugar y del resto de las islas baleáricas designan su capital. Y, en fin, si en Menorca, Ibiza y Formentera no hay ninguna otra Palma, ¿qué necesidad hay de añadirle a la denominación el complemento “de Mallorca”?

Vayamos por partes. El origen romano está fuera de toda duda, no hace falta precisarlo. Pero no deja de resultar tan curioso como significativo que los nacionalistas del lugar omitan con contumacia que la denominación fue recuperada como forma oficial a raíz de los Decretos de Nueva Planta. O sea, a principios del siglo XVIII, bajo el reinado de Felipe V. En siglos anteriores, la ciudad se había llamado Mayurqa durante la época musulmana, y Mallorca o Mallorques tras la conquista llevada a cabo por el rey Jaime I. Así pues, en la Edad Media el nombre de la ciudad y el de la isla coincidían. De ahí, sin duda, que surgiera la denominación Ciutat de Mallorca –como había surgido previamente la de Madina Mayurqa– para diferenciar lo que más adelante volvería a ser Palma de lo que era el resto de la isla.

Luego, por más que el crecimiento de la población trajera consigo la aparición de otros núcleos urbanos, Palma se convirtió en la Ciutat por antonomasia. Así siguen designándola hoy, por cierto, como Ciutat a secas, los residentes en los pueblos del interior –la llamada Part Forana–, junto a la forma Palma. Y en cuanto al aditivo “de Mallorca”, este se remonta, cuando menos en el ámbito administrativo, al XIX –si bien hay rastros ya en el siglo anterior–, y obedece a la necesidad de distinguir esta “Palma” de las de otras poblaciones españolas que llevan en su denominación el vocablo.

Pues bien, no ha habido manera. Los distintos gobiernos socialnacionalistas que han timoneado durante los tres últimos lustros la ciudad y la Comunidad –con el paréntesis de una legislatura con gobiernos del PP– se han empeñado en que el nombre oficial debía ser Palma y nada más que Palma. Y es que sólo a un necio abducido por lo simbólico –¿qué otra cosa es, al cabo, un nacionalista?– se le ocurrirá oponerse a que una capital de provincia, de Comunidad Autónoma y de una isla cuyo nombre se ha convertido –mal que les pese a tantos nacionalistas que han vivido y siguen viviendo de semejante rédito– en un referente turístico mundial; a que una ciudad así, en definitiva, pueda mantener en su denominación –o agregarle, si quiere verse desde otro punto de vista– un complemento que no hace sino añadir claridad, valor y proyección a cuanto representa.

Toponimia de nueva planta

    23 de septiembre de 2021
No hay que descartar en absoluto que esa nueva felicidad que el Gobierno de España desea para las personas acabe como esa nueva normalidad que el presidente Sánchez y sus mucamos monclovitas establecieron como vaporoso estado postpandémico y a la que la ministra Darías sigue refiriéndose como un mantra cada vez que se le requiere sobre el oleaje vírico que nos aguarda. El pasado 11 de septiembre por la noche, en lo que cabe interpretar como una valoración de lo sucedido en Cataluña a lo largo de la jornada, la portavoz del Gobierno y ministra de Política Territorial, Isabel Rodríguez, tras asegurar que “no podemos perder más tiempo en la confrontación”, fijaba como un imperativo “volver a una senda de normalidad donde hagamos que las personas sean más felices”.

Uno de los grandes pantanos en los que se ha hundido la humanidad desde los tiempos ya lejanos de la Revolución Francesa ha sido el de la búsqueda de la felicidad. De la felicidad como aspiración colectiva, se entiende, que en lo individual ancha es Castilla. El socialismo y el comunismo son hijos de esa ilusión del espíritu, y no hace falta indicar cuál ha sido el balance: millones y más millones de víctimas, producto de todo tipo de violencias y privaciones justificadas en nombre del igualitarismo. Aun así, la izquierda, y muy especialmente la española, sigue sin darse por enterada. De ahí el empeño de la portavoz en aunar normalidad y felicidad. Perdón: una mayor felicidad, que felices ya deben de serlo los españoles, ni que sea un poquitín, a juzgar por sus propias palabras.

Por otro lado, todo invita a suponer que estas personas a las que Rodríguez quiere suministrar mayores dosis de felicidad son principalmente catalanas. O residentes en Cataluña por lo menos. Incluso me atrevería a afirmar que entre ellas se encuentra una tal Núria Pla Garcia, hasta el pasado lunes vicerrectora de Calidad y Política Lingüística de la Universidad Politécnica de Cataluña, que durante la Diada del sábado colgó un tuit en la red donde se leía –en catalán, por supuesto–: “¡¡Ganas de fuego, de contenedores quemados, de aeropuerto colapsado!!” Los hechos, claro, le acabaron dando la razón, aunque en lo tocante al colapso, justo es reconocerlo, este estuviera mucho más cerca del que ha denunciado estos días el incombustible Josep Sánchez Llibre desde la presidencia de la servil patronal catalana, para tratar de convencer a la facción díscola del Gobierno de la Generalidad de la necesidad de ampliar el aeropuerto, que no del “tsunami” con que la exvicerrectora debía de estar soñando despierta. Quiero decir que, incluso los que, según la portavoz, perdían el “tiempo en la confrontación”, serán merecedores del cacho de felicidad que el Gobierno de España se apresta a otorgarles.

Primero fueron los indultos. Ahora vendrá, tras la escenificación de la negociación paritaria entre gobiernos, como si de dos Estados se tratase, el pago en especie. Lo acostumbrado: más dinero, contante y sonante o en forma de inversiones, y más competencias. Todo en aras de esa mayor felicidad a la que hacía referencia la portavoz Rodríguez. O, si lo prefieren, de esa comodidad –ese “sentirse cómodo” en España–, a la que tantas veces ha aludido el nacionalismo catalán –y el vasco, claro– para portarse bien y seguir de paso llenando sus alforjas y ahondando en la desigualdad entre conciudadanos españoles. Lo hizo hasta 2012, hasta que el expresidente Artur Mas rompió la baraja y empujó a los suyos y a los de más allá a tomar las calles, dando inicio a lo que ha venido en llamarse el procés. Cierto es que este año la Diada ha sido menos concurrida que otras veces. Pero la violencia, esa que reclamaba con fervor Núria Pla, no ha desmerecido de la de los últimos tiempos. Ni es probable –basta atender a lo prometen los antisistema para el futuro inmediato– que vaya a disminuir si continúa gobernando el nacionalismo en Cataluña y si esa izquierda lastrada por sus peajes con el independentismo hace lo propio en el conjunto de España.

Eso sí, unos y otros serán más felices y hasta puede que no quepan en sí de gozo. Los primeros, porque seguirán engordando a costa de los demás. Y los segundos, porque de este modo lograrán prolongar hasta el término de la legislatura su permanencia en el poder.

La nueva felicidad

    17 de septiembre de 2021
No recuerdo con precisión en qué época me topé por primera vez con la palabra, pero supongo que sería allá por los años ochenta, en Barcelona, cuando aún todos los diarios exudaban tinta. Y hasta juraría que el primer culpable de que la oyera o la leyera –yo trabajaba entonces en el mundo de los papeles periódicos– fue el alcalde Maragall, que había hecho de la subsidiariedad un verdadero estandarte en su lucha por una Barcelona grande no sometida a los designios de la Generalidad gobernada por Jordi Pujol. Y aunque finalmente Pujol le ganó la partida al disolver la vieja Corporación Metropolitana de Barcelona –la Corpo, como se la conocía en los lares municipales– mediante una ley de rango superior, no por ello Maragall cejó en su empeño. Y ni que decir tiene que le vinieron de perlas la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea –lo que al poco sería la Unión Europea– y, por supuesto, la nominación de la ciudad de la que era alcalde como sede de los Juegos Olímpicos de 1992.

De ahí que no fuéramos pocos los que en Barcelona recibimos entonces con simpatía y hasta con una pizca de fervor ese término nacido en el magma del lenguaje jurídico y al que el uso político y mediático iba dando curso. El principio según el cual el Estado no debe inmiscuirse en lo que es propio de la sociedad civil y, en particular, la gradualidad introducida en los distintos niveles administrativos del Estado en lo tocante a las competencias respectivas, hasta alcanzar en la década siguiente el flamante gobierno de la Unión –una gradualidad inversa, por así decirlo, establecida sobre la base de que cuanto más cerca se halle la Administración de los problemas del ciudadano, más eficiente resultará–, nos reforzaba en la creencia de que Barcelona, lejos de tener que plegarse al tribalismo reaccionario del Gobierno de la Generalidad, estaba en condiciones de plantarle cara y de convertirse en el referente de la modernidad y el progreso de Cataluña.

Pero lo que no entrevimos es que ese mismo principio de subsidiariedad les permitía ya a Pujol y a sus huestes –o a Arzallus, el inventor de esas nueces de las que nada parece saber Rufián, y las suyas– ir arañando poco a poco al Gobierno de España, gobernase quien gobernase y con plena e interesada aquiescencia por su parte, kilos y más kilos de competencias. Que esos kilos se transformaran en toneladas hasta dejar al Estado en los huesos era sólo cuestión de tiempo. Y en esas estamos ya, para nuestra desgracia.

Con todo, dicho principio de subsidiariedad ha tenido una expresión mucho más perversa, si cabe –por su trascendencia social y económica y, en definitiva, para el futuro de España–, que la estrictamente política. Me refiero a la que ha resultado de su aplicación en el campo de la enseñanza, y, en especial, de la enseñanza pública. Cuando la izquierda española, también en aquellos años ochenta, puso en marcha su proyecto de implantación de un nuevo sistema educativo, en consonancia con los dicterios rupturistas de los movimientos de renovación pedagógica, contó con un firme aliado: el nacionalismo. No importó que en aquella época mandara en Cataluña y el País Vasco un nacionalismo de derechas; la ley que se estaba cocinando incluía como uno de sus principales pilares el principio de subsidiariedad y eso, para cualquier nacionalista, equivalía a disponer de las llaves del paraíso. Esa ley, la LOGSE, propugnaba en su “Preámbulo” una “concepción educativa más descentralizada y más estrechamente relacionada con su entorno más próximo”. Se estaba promoviendo, pues, sin disimulo alguno, el arrumbamiento de lo general en beneficio de lo particular, o, lo que es lo mismo, el ensalzamiento de lo privativo en detrimento de lo común. Para ello, la propia ley y “su desarrollo curricular” reservaban a las autonomías una capacidad de decisión sobre los contenidos cercana ya al 50% para las comunidades con una lengua cooficial –esto es, aquellas donde el nacionalismo sienta sus reales– y una “autonomía pedagógica de los centros”, que no era sino una estrategia para que los valedores de la reforma fueran arrinconando en los claustros y hasta en las mismas aulas, inspección mediante si era preciso, a los docentes –de secundaria, en su mayoría– que no estaban dispuestos a renunciar a la transmisión de unos saberes y a la propia libertad de cátedra a la que tenían pleno derecho.

Sobra añadir que la devastación ocasionada por las más de tres décadas transcurridas desde entonces, unida a la ristra de medidas introducidas por la propia izquierda y el nacionalismo a través de los sucedáneos legales de la LOGSE –o sea, la LOE y la LOMLOE, a los que hay que sumar las leyes educativas de algunas comunidades autónomas bilingües, tanto las aprobadas como las que se hallan aún en curso–, no han hecho sino intensificar y consolidar la doctrina emanada de aquel código primigenio, hasta el punto de convertir la educación –pública mayormente, pero también concertada– en un coto privado de ambas ideologías, con las consecuencias de todos conocidas, empezando por la práctica desaparición del español como lengua vehicular de la enseñanza en una parte significativa del territorio, y unos resultados académicos que siguen situándonos en la parte baja de las tablas de la UE y de la OCDE, muy lejos de lo que cabría esperar de un país con nuestros niveles de desarrollo.

Así las cosas, todo indica que la subsidiariedad en España, en vez de fortalecer la democracia, ha servido en gran medida para fortalecer el nacionalismo y multiplicar sus efectos desmembradores, con la complicidad tenebrosa de la izquierda. Un malísimo negocio, en definitiva, que no parece que pueda tener, incluso con un futuro y deseable cambio de color gubernamental, una pronta solución.

Añagazas de la subsidiariedad

    10 de septiembre de 2021