Ya les adelanto que nada he leído de Carmen Mola. Es más, ni siquiera sabía que existiera un escritor con semejante nombre. Sobra añadir, por lo tanto, que no podía abrigar sospecha alguna sobre su identidad. Ahora, en cambio, si bien continúo sin haber leído nada de Mola, sí sé que existe alguien llamado así y que ese alguien no es una mujer llamada Carmen, sino tres hombres. Ah, y que esos tres hombres acaban de llevarse el Premio Planeta y de embolsarse por ello un millón de euros.
Pensaba hablarles hoy, entre otras cosas, de las reacciones histéricas del feminismo patrio ante semejante suplantación de personalidad, pero la sutil reflexión de Lupe Sánchez el pasado martes en este mismo medio (“Leer con los genitales”) me ahorra gran parte del trabajo. Aun así, no puedo dejar de consignar la paradoja que se sigue de que las feministas que se ponen el género por montera y cuya penetración ideológica en el PSOE tras el 40 Congreso constituye ya una febril evidencia, hayan desaprovechado una oportunidad como esta para reivindicar el triunfo que supone para el movimiento el que una sola mujer valga lo mismo que tres hombres. O, sin ir más lejos, el logro evolutivo que representa el que ahora sean los hombres los que recurran a un seudónimo de mujer para publicar un libro, mientras que antaño era justo al revés. Seguro que en tiempos de Lidia Falcón y las suyas no se les habría escapado la presa y lo habrían publicitado a tambor batiente.
Del mismo modo que se habrían andado con mucho cuidado a la hora de escoger determinadas fechas para celebrar el Día de las Escritoras. Bien estaba el empeño, sin duda. Pero ¿quién demonios fue el genio –o la genia– que decidió en 2016 que ese día fuera el primer lunes siguiente al 15 de octubre, festividad de Santa Teresa de Jesús? ¿Acaso ignoraba que en semejante fecha se celebra cada año, desde hace casi setenta, el Premio Planeta –el viejo Lara escogió la fecha, al parecer, en honor a su esposa, Teresa Bosch– y que es tradición que los escritores que a él concurren lo hagan embozados en un seudónimo? Y un seudónimo, como se ha visto, puede causar más estragos que una mina de fragmentación.
Claro que el bochorno mayor lo habrán sufrido las responsables del Instituto de la Mujer de Castilla-La Mancha. En julio de 2020 recomendaron una novela de Carmen Mola como lectura para el verano. Mola entonces molaba entre el feminismo institucional castellanomanchego, no hace falta decirlo. Porque sus libros se vendían como rosquillas y, claro, porque era mujer. Como molaba, por ejemplo –y de ahí que también formara parte de la lista de lecturas recomendadas–, la Irene Vallejo de El infinito en un junco, que no sé yo si ya era, aunque me malicio que sí, la misma Irene Vallejo capaz de escribir un Manifiesto por la lectura (Siruela, 2020) por encargo de la Federación de Gremios de Editores de España en cuyas pocas páginas el género gramatical es sometido a tal tortura que uno tropieza aquí y allá con fórmulas mareantes del tipo “fortalecernos unas a otros”, “todos y cada una tomamos con nuestro voto decisiones” o “nuestros abuelos y bisabuelas”.
Eso en cuanto a las reacciones de quienes padecen de feminismo irritable. Porque a mí lo que en verdad me pareció, si no irritante, sí algo vergonzoso –y ello sea cual sea el sexo que uno gaste–, fueron las palabras de la propia Carmen Mola para justificar su presentación al premio: “Llegó un momento en el que vimos que esto no lo podíamos mantener más, que teníamos que decirlo ya y ‘salir del armario’ de alguna manera y pensamos que esta era una buena ocasión”. Por supuesto que lo era. Figúrense: un tercio de millón por barba y una promoción de la marca como ningún seudónimo la habría jamás imaginado.
Nada que ver, en este sentido, con la confesión aquella de Gaziel en su “Autobiografía de un pseudónimo” (La Gaceta Literaria, 15-7-1927) a propósito de la persona que lo engendró, un tal Agustí Calvet, de profesión filósofo: “Temo que el mejor día su secreta labor dé fruto. Y entonces, ¿qué va a hacer? ¿La publicará con su nombre obscuro, casi desconocido? ¿Renegará de mí? ¿Me abandonará entre el polvo, como la serpiente deja la piel usada al margen del camino?”. No creo que Carmen Mola sienta parecidos temores con respecto a Jorge Díaz, Agustín Martínez o Antonio Mercero, sus progenitores. Ni creo que vaya nunca a suscribir la confidencia con que Gaziel cerraba aquella memorable “Autobiografía”: “Si no fuese por esa tortura que me roe, yo sería un pseudónimo feliz”. Y no lo creo, simplemente, porque estoy seguro de que, a estas alturas, Mola no cabe en sí de gozo.