He tenido acceso estos últimos días a los anexos que acompañan el “Proyecto de real decreto por el que se establece la ordenación y las enseñanzas mínimas de la Educación Secundaria Obligatoria”. Son una mina. Aunque se trate de borradores –tal y como nos advierte en un segundo plano el propio documento– y no podamos darlos, pues, por definitivos, revelan a la perfección la mentalidad de quienes los han urdido y pergeñado. No voy a referirme aquí a cuestiones de las que ya se ha venido hablando en los medios, como, por ejemplo, esa perspectiva de género que todo lo impregna y contamina, sino a lo que, a mi modo de ver, constituye el principal problema que tiene planteada desde hace décadas la política educativa –y no sólo la educativa– en España: el relativismo que la caracteriza.
El primero de los anexos de marras, titulado “Perfil de salida del alumnado al término de la enseñanza básica”, abunda –más de veinte veces en sólo quince páginas– en el uso de los términos crítico, crítica y críticamente. Nada que objetar, por supuesto. El ejercicio de la crítica, o sea, de la reflexión y la opinión fundadas y fundamentadas ante un hecho cualquiera, es algo que debería estimularse en toda enseñanza que se precie. Ocurre, sin embargo, que el uso que se da a esos términos en el mencionado “Perfil de salida” es, en general, redundante, ocioso. Así, ¿qué significa “juzgando críticamente las necesidades…” que no hubiera significado un parco “juzgando las necesidades…”? ¿Qué se pretende al escribir “la reflexión crítica sobre los factores…” que no se hubiera logrado transmitir con “la reflexión sobre los factores…”? ¿Qué necesidad hay, en fin, de “analizar de manera crítica” en vez de “analizar” a secas, de “valorar críticamente” en vez de “valorar” sin más?
Puede que nos hallemos ante el recurso a una misma y fastidiosa muletilla. Siempre queda bien, a qué negarlo, favorecer entre los jóvenes cierto espíritu contestatario, cierta iconoclastia. Y el calificativo y el adverbio cumplen a las mil maravillas dicha función. Pero hay más. Porque ese uso y abuso de lo crítico también traslada la idea de que existen formas distintas de juzgar, reflexionar, analizar o valorar. Que unas son críticas, y otras no. ¿Y cómo son las otras?, es lícito preguntarse. Nada nos dice el texto, pero se entiende que serán acomodaticias, resignadas, mostrencas y, en todo caso, no recomendables. Aun así, lo importante no es tratar de dilucidar cómo deben de ser, sino constatar que los autores del texto consideran que puede juzgarse, reflexionar, analizar o valorar cualquier cosa de manera distinta a la que nuestro “Perfil de salida” y los demás anexos elaborados por el Ministerio de Educación –los crítico, crítica y críticamente aparecen por doquier a lo largo de las casi 250 páginas de que consta el documento– califican de tal modo.
Sucede algo similar con la inteligencia. O con las “inteligencias múltiples”, que es como se nos presentan en el apartado correspondiente al “Enfoque psicológico” de la doctrina ministerial. En consonancia con ello, tropezamos aquí y allí con la inteligencia “emocional”, con la “colectiva”, con la “comunicativa o conversacional” y, claro, con la única que en puridad merece recibir un tratamiento aparte, la “artificial”. Recordaba hace poco en El Mundo la profesora de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Autónoma de Madrid, Marta Ferrero, que no existe más que una inteligencia y que los estudios que defienden la eficacia de la aplicación a la escuela de la teoría de las inteligencias múltiples “están mal diseñados y ofrecen resultados numéricos que no son creíbles”, al tiempo que lamentaba que “la evidencia científica no se [esté] incorporando a la toma de decisiones escolares” y se adopten “herramientas sin saber si son o no eficaces”.
Por desgracia, todo indica que esa evidencia científica a la que apelaba la profesora Ferrero no ha figurado para nada en los procedimientos de nuestros pedagogistas ministeriales. (Véanse los resultados obtenidos por los jóvenes españoles a lo largo del presente siglo en los distintos informes PISA; lo mejor que puede decirse de ellos es que se han caracterizado por una mediocridad supina.) Y a juzgar por las intenciones condensadas en estos anexos de secundaria que van a servir de pauta para el desarrollo de la llamada ley Celaá, no parece que exista voluntad ninguna de enderezar el rumbo. Más bien lo contrario. Todo cuanto suponga renunciar al saber, a la transmisión del conocimiento, en provecho de unos presuntos saberes que no dependen más que del libre criterio de cada cual, es fomentado. Todo cuanto lleve la marca del plural, de la diversidad, del fraccionamiento es promovido a categoría. A estas alturas, la única pregunta que merece la pena hacerse es si va a quedar algo en pie cuando a esos trileros sin escrúpulos les llegue por fin la hora de marcharse.