Las relaciones del nacionalismo catalán con ETA han sido siempre complejas. Han basculado entre la condena y la comprensión. Entre la condena del terror y la comprensión de los fines que lo justifican o lo justificaban. Por supuesto, no todo el nacionalismo ha actuado de la misma forma. Ha habido grados. Y el partido al que pertenece el consejero de Interior ha sido precisamente el menos comprensivo de cuantos componen la hermandad nacional catalana. De todos modos, si dejamos a un lado los matices, en esa actitud cuando menos liviana con respecto al terrorismo de ETA coinciden o coincidían por igual una fascinación casi étnica por lo vasco y un rechazo visceral de cuanto guardara relación con el Estado. Como la Policía Nacional, por ejemplo, o la Guardia Civil. El famoso artículo de Carod-Rovira pidiendo una paz separada, rematado luego con su escapada a Perpiñán, constituyen sin duda la máxima expresión de esa actitud.
Y aunque ETA, por suerte, ya no mate, en la ausencia del homenaje del consejero Espadaler subyace ese repudio del Estado. La víspera, el político de Unió había hecho unas declaraciones que pueden interpretarse como una explicación de su futura incomparecencia. A su entender, existe una «sobrepresencia» de miembros de la Policía Nacional en Cataluña y eso revela una falta de confianza del Gobierno central en el papel desarrollado por los Mossos. Lo curioso es que, acto seguido, el consejero se mostraba comprensivo con la decisión de los jueces de encargar a la Policía Nacional o a la Guardia Civil los principales casos de corrupción investigados en Cataluña. Es más, de sus palabras se deducía incluso que el respeto por el estamento judicial le impedía manifestarse de otro modo.
Por descontado, que los jueces encomienden sus pesquisas a los cuerpos policiales dependientes del Gobierno central significa que no confían, o no confían lo suficiente, en los Mossos. No es extraño, pues, que ese mismo gobierno refuerce también su presencia en Cataluña para actuar en ámbitos como el terrorismo yihadista, o incluso el orden público cuando lo que hay que controlar es la efervescencia nacionalista y antisistema y sus secuelas. Pero no sólo eso. El consejero haría bien en tener presente, si es que no la tiene ya, la actitud del gobierno del que forma parte y muy especialmente de quien lo preside en relación con lo que él y sus correligionarios llaman «el Estado». Es una actitud de profundo desprecio. Y de radical alteridad, como si ese Estado al que reclaman una interminable sarta de derechos, la mayoría históricos o prehistóricos, no tuviera nada que ver con ellos. ¿Y quiere luego un consejero de la Generalitat, responsable encima de la seguridad del territorio, que el Gobierno del Estado confíe en ellos, en su bondad, en su lealtad, en su compromiso? ¡Vamos, anda!
(Crónica Global)