Nunca pensé que Andorra diera para tanto. Como mucho, para hacer realidad aquel eslogan —«Andorra, la escapada»— con que las autoridades del Principado atraían veinte años atrás a sus vecinos catalanes con vistas a llenar sus hoteles, tiendas y pistas de esquí. En fin, lo que se espera de una ciudad o de un país que viven por y para el turismo. Tenía conocimiento, a qué negarlo, de que los valles andorranos habían sido en el pasado tierra de contrabando. Como cualquier zona fronteriza, al cabo. Y hasta me acuerdo de alguna celebridad que tributaba allí para ahorrarse el zarpazo fiscal de la madre patria. Pero todo esto formaba parte del anecdotario. Hasta hace algunos meses, en que todo cambió. Desde la gran confesión del muy honorable expresidente de la Generalitat, Andorra ha dejado de ser la escapada turística para convertirse en el sumidero moral del nacionalismo catalán. Estos últimos días, el caso de la dirigente de CDC y miembro del Consejo General del Poder Judicial a propuesta de CIU, Mercè Pigem, nos ha traído una nueva versión de esa práctica. Por supuesto, nada que ver con los manejos del clan Pujol. En comparación, lo de Pigem es peccata minuta. Pero, aun así, resulta muy instructivo. Porque indica hasta qué punto ha llegado la obscenidad del régimen. Que esa mujer y su hermana entraran en España con 20.000 euros encima —repartidos entre ambas, curiosamente, de modo que el delito, de ser cazadas, sólo afectara a la hermana— ha sido considerado tanto por Jordi Turull, portavoz de CIU en el Parlamento autonómico, como por Josep Antoni Duran i Lleida, portavoz en el Congreso de los Diputados, como algo que «estéticamente genera mucha desorientación y confusión» o como algo que «estéticamente fue un error», respectivamente. O sea, como algo que afecta al campo de la estética. ¿Y la ética?, se preguntarán. Pues en el sumidero, por supuesto.