Mal que les pese a algunos, la ciudad sigue siendo, en nuestro mundo al menos, un organismo social dinámico, emprendedor, progresista —en el sentido más noble de la palabra—. Si somos lo que somos, esto es, ciudadanos de un Estado de derecho, es gracias, sin duda, a la ciudad. No a la ciudad como espacio físico, sino como espacio mental, como compendio de lo que el hombre, a lo largo de los siglos y con grandes trabajos, ha sido capaz de producir en el orden de la libertad, la igualdad y la justicia. Por supuesto, ello no significa que fuera de la ciudad reine la barbarie. En modo alguno. Pero no nos engañemos: lo que de civilizado tiene el llamado mundo rural, no lo debemos a Rousseau y a sus constructos utópicos; lo debemos a la propia ciudad. A las ideas que en ella han germinado. Incluso a las malas, aunque sólo sea por los anticuerpos que generan.

Esa contraposición entre campo y ciudad se refleja, claro, en el terreno de la política. Las opciones más conservadoras, las menos partidarias del cambio, suelen encontrar su nicho en el campo. Las más renovadoras, las más partidarias de romper con lo heredado, suelen concentrarse en la ciudad. Ciutadans y UPyD nacen en la ciudad. Y ese es también el territorio de Podemos. PP y PSOE, por el contrario, resisten sobre todo en el campo. Lo mismo que el nacionalismo. En el socialismo balear, por ejemplo, se da un caso curioso. El PSIB, franquicia del PSOE por esas latitudes, está partido en Mallorca en dos mitades. Por un lado, la denominada Part Forana —o sea, todo lo que no es Palma—; por otro, la capital, cuya aglomeración equivale a más de la mitad de la población de la isla. El sector llamémosle rural —al que pertenece la actual secretaria general— es profundamente nacionalista; tanto, que apenas se distingue, en sus planteamientos, de la izquierda pancatalanista. En Palma, en cambio, el PSIB presenta una cara mucho más social y progresista, hasta el punto de significarse por su oposición al aparato y, en consecuencia, al perfil más nacionalista del otro sector. De lo que se sigue, sobra precisarlo, una bipolaridad nada fácil de congeniar.

El caso de Cataluña resulta todavía más elocuente. El país se fue construyendo, desde la muerte del dictador, sobre la base de una oposición entre campo y ciudad. El nacionalismo reinaba en el campo, los partidos progresistas en la ciudad. Esa dicotomía alcanzó su máxima expresión en Barcelona, en la mismísima plaza San Jaime. A un lado, la reacción, con Pujol al frente; al otro, el progreso, con Maragall. Lo antiguo y lo moderno. Los Juegos Olímpicos constituyeron sin duda el punto culminante en el enfrentamiento entre rive droite y rive gauche, o, por decirlo a la catalana, entre cantó muntanya y cantó mar. Y ganó, no hace falta añadirlo, el Ayuntamiento de la capital y cuanto simbolizaba entonces. Luego, en 1995, cuando Maragall acabó con las últimas esperanzas políticas de Miquel Roca y, meses más tarde, Aleix Vidal Quadras dejó a Jordi Pujol sin mayoría absoluta en el Parlamento regional, Barcelona tuvo su gran oportunidad. La de urbanizar el campo. Pero enseguida se vio que Maragall no estaba por la labor. Le pareció mucho más práctico convertirse en granjero —o en segador, que para el caso es lo mismo— que apostar por la secularización del país.

El último estadio de esa decadencia de la ciudad fueron las municipales de 2011 y la consiguiente pérdida de la alcaldía por el socialismo catalán. La involución se había consumado. Ya toda Cataluña, con la capital incluida, estaba en manos de la reacción. Lo que hemos vivido desde entonces, con los ominosos fastos del tricentenario en primerísimo plano, no es sino la consecuencia de esta derrota. Nos queda algún consuelo. Por ejemplo, la más que discreta participación registrada el 9-N en la primera corona metropolitana —no en Barcelona, ciertamente, donde el voto rozó la media catalana—. Ya ven, poca cosa. Pero a algo hay que aferrarse, ¿no?

(Crónica Global)

Añoranza de la ciudad

    3 de diciembre de 2014