El pasado jueves, en Palma, la proyección estuvo en un tris de tener que suspenderse de nuevo. El primer portátil no dio la talla y hubo que buscar otro. El que llegó para sustituirlo amenazó al comienzo con un sonoro chispazo, aunque por fortuna la cosa no pasó a mayores. Sobra decir que esa serie de circunstancias adversas no hicieron sino añadir más expectación a la ya existente. Y en lo que a mí respecta, cierta zozobra, a qué negarlo. Tenía muy presente aquella emoción inaugural y no sabía cómo iba a reaccionar ahora, mezclado entre el público y sin la coraza de la intimidad. Pero entonces ocurrió algo imprevisto: a medida que iban sucediéndose las imágenes y las voces, aquel recogimiento preliminar fue trocándose en murmullos aprobatorios, semblantes risueños y hasta en franca carcajada. No es que la emoción desapareciera; es que entre la sonrisa y la lágrima, los asistentes optaban por la sonrisa. Por otra parte, los cortes con que el relato testimonial iba pespunteándose —esas fotos fijas de Barcelona tan expresivas, en las que nada parece moverse y, sin embargo, todo es tránsito: de olas, de luces, de pájaros, de piernas y, por supuesto, de moralidades— servían como rellano. Incluso la felicidad debe administrarse con tiento. Y es que lo que el documental ofrecía, al cabo, era la narración de cuatro hombres felices de vivir fuera. Por duro que fuera a veces su testimonio, había siempre detrás esa distancia benefactora que procuran el humor y la ironía. Y, claro está, esa otra distancia, más fáctica, del que ha podido irse y rehacer su vida.
Vencidos los títulos de crédito —esos títulos en los que no figura más que un nombre, el del periodista Arcadi Espada—, y antes de que se encendieran las luces, la sala prorrumpió en un prolongado aplauso. Quise creer que, emociones aparte, la aventura había valido la pena.