La primera vez que vi Gente que vive fuera —creo recordar que fue el 8 de noviembre, poco antes de participar en la lectura del manifiesto «Sí me importa el 9-N», promovido por Libres e Iguales— me emocioné. Sí, qué le vamos a hacer, uno no es de piedra. Por supuesto, el hecho de ser coprotagonista del documental y de verlo en la intimidad, sin estar sujeto a la contención emocional a que nos obligan los lugares públicos, debió de contribuir lo suyo. Pero el pasado jueves pude comprobar que la cosa es mucho más compleja. En la sede de UPyD de Palma, dentro de su V Ciclo de Cine Político, se proyectó Gente que vive fuera. Calculo que seríamos más de medio centenar de personas, lo que, teniendo en cuenta las dimensiones del local y lo difícil que es movilizar a los mallorquines, equivalía a un llenazo. El ambiente, por lo demás, era el propio de los cinefórums de antaño, pero sin humo ni llamadas apremiantes a hacer la revolución. Quiero decir que existía aquel recogimiento con que uno se apresta a ver y escuchar algo prohibido. No era exactamente el caso, aunque algo de fruta prohibida tendrá un documental que no ha podido ser proyectado hasta la fecha en ninguna sala de cine ni en ningún canal de televisión y que, para más inri, en la única ocasión en que ha contado con público, el 6 de noviembre en Barcelona, fue víctima de un boicot por parte de la tecnología, siempre imprevisible y caprichosa.

El pasado jueves, en Palma, la proyección estuvo en un tris de tener que suspenderse de nuevo. El primer portátil no dio la talla y hubo que buscar otro. El que llegó para sustituirlo amenazó al comienzo con un sonoro chispazo, aunque por fortuna la cosa no pasó a mayores. Sobra decir que esa serie de circunstancias adversas no hicieron sino añadir más expectación a la ya existente. Y en lo que a mí respecta, cierta zozobra, a qué negarlo. Tenía muy presente aquella emoción inaugural y no sabía cómo iba a reaccionar ahora, mezclado entre el público y sin la coraza de la intimidad. Pero entonces ocurrió algo imprevisto: a medida que iban sucediéndose las imágenes y las voces, aquel recogimiento preliminar fue trocándose en murmullos aprobatorios, semblantes risueños y hasta en franca carcajada. No es que la emoción desapareciera; es que entre la sonrisa y la lágrima, los asistentes optaban por la sonrisa. Por otra parte, los cortes con que el relato testimonial iba pespunteándose —esas fotos fijas de Barcelona tan expresivas, en las que nada parece moverse y, sin embargo, todo es tránsito: de olas, de luces, de pájaros, de piernas y, por supuesto, de moralidades— servían como rellano. Incluso la felicidad debe administrarse con tiento. Y es que lo que el documental ofrecía, al cabo, era la narración de cuatro hombres felices de vivir fuera. Por duro que fuera a veces su testimonio, había siempre detrás esa distancia benefactora que procuran el humor y la ironía. Y, claro está, esa otra distancia, más fáctica, del que ha podido irse y rehacer su vida.

Vencidos los títulos de crédito —esos títulos en los que no figura más que un nombre, el del periodista Arcadi Espada—, y antes de que se encendieran las luces, la sala prorrumpió en un prolongado aplauso. Quise creer que, emociones aparte, la aventura había valido la pena.

Esa gente que vive fuera

    24 de diciembre de 2014