(ABC, 27 de diciembre de 2014)
No digo yo que la cosa no empezara antes, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que el 14 de octubre supuso un verdadero punto de arranque. Aquel día Artur Mas convocó a la prensa en el palacio de la Generalitat para dar cuenta de sus reuniones semiclandestinas con el resto de las fuerzas políticas secesionistas tras el fallo del Constitucional suspendiendo cautelarmente la llamada «consulta» y para comunicar «urbi et orbi» que, pasara lo que pasara, el 9-N los catalanes iban a poder decidir. Fue entonces, tal vez lo recuerden, cuando surgió aquel hombre taimado, desafiante, chulesco, sumamente mal educado, que tanto cautiva a un montón de catalanes, acaso porque ven en él la sublimación de sus reiterados fracasos o, lo que es lo mismo, la última posibilidad de pasar de la sólida realidad que les ha tocado vivir a un futuro gaseoso lleno de promesas. Lo ocurrido desde aquella fecha hasta hoy no ha hecho sino reforzar esa imagen del todavía presidente de la Generalitat. En cada una de sus intervenciones públicas, el desprecio hacia el Estado y las instituciones que de él emanan ha sido constante. Esta semana hemos tenido ocasión de comprobarlo de nuevo a raíz del discurso navideño del Rey. Al día siguiente, junto a las cenizas de aquel antecesor suyo en el cargo que sólo soñaba, en sus años de presidente de la Generalitat, con conservar las prebendas que le correspondían como teniente coronel del Ejército español, Mas se jactaba de haber obligado al Rey a admitir que el Estado tiene «un problema de relación con Cataluña». Por supuesto, si Felipe VI no se hubiera referido para nada a Cataluña, el presidente de la Generalitat le habría echado en cara el menosprecio, la afrenta, el oprobio que semejante silencio significaba para el «pueblo catalán». O sea que el desenlace, de una forma u otra, estaba servido. Pero la mala educación de Mas —no lo olvidemos, el máximo representante del Estado en Cataluña— estuvo sobre todo en un detalle: el de reconocer que ni siquiera se había tomado la molestia de invertir 13 minutos de su tiempo en escuchar al jefe del Estado. Tan miserable, el hombre, como despreciable.
(ABC, 27 de diciembre de 2014)
(ABC, 27 de diciembre de 2014)