Cualquier español poseedor de un carné de conducir —e incluso si no lo posee, como es, de momento, mi caso—, sabe que existe un código de circulación. Y que ese código hay que respetarlo, o sea, cumplirlo, so pena de exponerse a una sanción. Es más, desde 2005 está vigente en España una ley de tráfico que introduce un sistema denominado «permiso y licencia de conducción por puntos», ley que ha sido reformada en años sucesivos aunque sin modificar el sistema en cuestión. En paralelo, se han intensificado los controles de alcoholemia y perfeccionado los de velocidad, hasta tal punto que todo conductor sabe hoy en día a lo que se expone si viaja con una copa de más o acelera más de lo debido. En el mejor de los casos, perderá sólo algunos puntos del crédito de que dispone; en el peor, se quedará sin carné o dará incluso con sus huesos en la cárcel. Los efectos de ese nuevo marco legal son de sobra conocidos: han disminuido los accidentes y, en consecuencia, se ha reducido considerablemente el número de muertes en nuestras carreteras. O, si lo prefieren, ha aumentado la seguridad de automovilistas y motociclistas. De todos, por más que, como es lógico, sea imposible garantizar esa seguridad al cien por cien, dado que siempre hay algún loco que no atiende a razones ni a sanciones y está dispuesto incluso a jugarse la vida poniendo en peligro la de los demás.

Figúrense ahora que, con ese marco legal en vigor, la Guardia Civil o las policías autonómicas de Cataluña y País Vasco, tras comprobar que la velocidad de un conductor o su grado de ingesta alcohólica son manifiestamente excesivos, se limitaran a mirar para otro lado, esto es, a no aplicar la ley sancionando al infractor con arreglo a la falta o al delito cometidos. ¿Qué pensaría el infractor? Pues, como mínimo, que ancha es Castilla —o Cataluña o el País Vasco—. ¿Y qué pensarían los demás y, en especial, los que nunca cometerían adrede una infracción parecida? Pues que la ley es papel mojado. Y, al mismo tiempo, sentirían una gran desazón, una sensación de profundo desamparo ante la evidencia de que el Estado, que es a quien compete garantizar la seguridad vial de los ciudadanos —y, por extensión, su seguridad jurídica—, no está por la labor que tiene encomendada.

Algo parecido han sentido muchísimos españoles este domingo al constatar como el Gobierno central permanecía impasible ante la violación del Estado de derecho que se estaba produciendo en Cataluña. Durante los días anteriores, tras la segunda de las sentencias del Constitucional suspendiendo de forma inequívoca toda acción relacionada con lo que el propio presidente de la Generalitat había rebautizado como «proceso participativo», ya tuvimos ocasión de comprobar hasta qué punto Mas y sus derviches estaban dispuestos a llevar la cosa hasta el final. Y no en la sombra, sino en un primerísimo plano. Y también comprobamos, por boca del ministro de Justicia, que este no era el caso del Gobierno. Pero la bravuconería, la desfachatez y la chulería del presidente de la Generalitat llegó a su máxima expresión el mismo domingo, cuando desafió los tímidos intentos de la Fiscalía por aplicar la ley en lo tocante a la apertura de locales públicos y a la presencia en ellos de funcionarios indicando que asumía toda la responsabilidad. Y tampoco pasó nada.

Porque, en realidad, ya había pasado todo. El «proceso participativo» del 9-N había constituido un éxito para los inductores, organizadores y ejecutantes de la burla a la democracia, esto es, para los violadores de la ley, y un fracaso para los encargados de cumplirla y hacerla cumplir. Y eso ya no tiene remedio, por más que intente compensarse ahora con apelaciones a la Fiscalía y con alusiones a la patochada electoral, a su falta de validez jurídica y a los parcos, por imprevistos, porcentajes de participación y voto independentista. Cuando alguien puede saltarse la ley y montar lo que se montó hace tres días en Cataluña sin que tal comportamiento traiga consecuencias, es que el Estado no existe. En otras palabras, es como si aquí todo Dios pudiera circular borracho y a 200 por hora sin que nadie le llamara al orden y lo metiese en vereda. El desamparo ciudadano, convendrán en ello, no puede ser mayor.

(Crónica Global)

Desamparados

    12 de noviembre de 2014