Pero, como les decía, todo puede ser cosa de la edad. De la mía, de la del cerrajero especialista en candados y de la incontestable distancia que media entre ambas edades. La política española va a encontrarse dentro de nada en manos de una generación nacida cuando nacía la Constitución, año más, año menos. En todo caso, de una generación cuya vivencia del momento fue, sobra indicarlo, nula, por más que se la hayan contado. Repasemos la nómina: Pedro Sánchez (1972), Pablo Iglesias (1978), Albert Rivera (1979) y, muy probablemente, Alberto Garzón (1985) y Soraya Sáenz de Santamaría (1971). Me dirán que es normal, que se trata de un relevo natural, que la edad no perdona, etcétera, etcétera. Tal vez. Pero no me negarán que en unos tiempos en que la esperanza de vida sube como la espuma y la población envejece que da gusto, semejante relevo resulta cuando menos chocante. Y, por lo tanto, digno de consideración.
Es evidente que el barrido generacional al que estamos asistiendo es indisociable de la crisis política española. Se ha producido una identificación entre la generación protagonista de la Transición —que, más que la mía, fue la anterior— y los males que nos afectan, entre los que destaca en un primerísimo plano la corrupción. Así, ha cundido la idea de que nuestro sistema político debe ser reinicializado —por usar la neolengua de nuestros tiempos binarios— y ese convencimiento, al que no le falta, sin duda, razón de ser, ha comportado que los valores mismos de la época saltaran también por los aires. Como si la Transición, por haber alumbrado unos partidos políticos y unas organizaciones sindicales que no han sido sino correas de transmisión de esos partidos, tuviera la culpa de los desmanes cometidos por sus representantes respectivos —recuérdese tan sólo que el sintagma «pacto de la Transición», hasta hace poco tan ensalzado, se ha convertido para muchos ciudadanos en un equivalente de «pacto por la corrupción»—. Y quien dice la Transición, dice, claro, la Carta Magna, su principal fruto.
El descrédito de la Constitución, la constante apelación a reformarla aunque nadie con un mínimo de autoridad haya sido aún capaz de concretar, a estas alturas, en qué debería consistir dicha reforma, son las consecuencias visibles de la erosión a que está siendo sometido nuestro sistema político —cuando es sabido que la corrupción no va a combatirse con eficacia mediante reformas constitucionales, sino elaborando leyes ad hoc—. Puestos a utilizar un argumento para esa labor de barreno de nuestra Carta Magna, muchos han recurrido al de la edad. ¿Cómo va a respetarse un marco legal que no ha podido ser votado por una porción considerable de ciudadanos? Por supuesto, bastaría con acudir a un país cualquiera de nuestro entorno con una constitución vigente desde hace décadas para demostrar lo falaz de semejante razonamiento. Pero da igual. Lo joven vende. Y empuja. El problema es que también empujan los nacionalismos y quienes, tengan la edad que tengan, no abrigan otro propósito que destruir el sistema para implantar otro en el que aquellos viejos valores de libertad, democracia y justicia, tan propios de nuestra Transición, no son, en modo alguno, prioritarios.
(Crónica Global)