(Filología catalana)
«Ignoro si en aquellos años republicanos se hablaba ya de imaginario colectivo, pero casi me inclino a creer que no. Lo cual no significa, claro, que no lo hubiese. Lo había desde los últimos decenios de la centuria anterior. Desde la recuperación de los Juegos Florales, desde el advenimiento de los Almirall y los Torras i Bages. Y ese imaginario había ido diseminándose como un banco de niebla y había alcanzado el punto de máxima densidad con la República. Se llamaba catalanismo, y también regionalismo, nacionalismo o separatismo, según los gustos y el grado de condensación. En Begur, que es un pueblo encaramado a una montaña, los días de niebla son fatales. Desaparecen mares y llanos, y a duras penas logra uno ver lo que tiene a un palmo. Es verdad que la niebla acompaña; pero no deja de ser una compañía engañosa, falsaria, en la medida en que comporta la veladura de la realidad. Pues bien, ese es el paisaje moral que dibuja el nacionalismo tras su llegada al poder, cuando constituye la situación, como decían en los años treinta, o el establishment, como dicen ahora. Basta con repasar aquellos años treinta y sus consecuencias de todo orden para hacerse una idea de lo que eso podía representar. Y basta con volver la mirada hacia la Cataluña contemporánea para entender lo que eso ha representado y representa. Es cierto que, comparado con una dictadura –y lo mismo el nacionalismo de los años treinta que el actual surgen como alternativas democráticas a sendas dictaduras–, un contexto en que el nacionalismo es hegemónico, y lo es por la vía de las urnas y ratificado por las urnas, no deja de suponer un avance. Pero ello no impide, claro, que el ambiente pueda resultar asfixiante. Al menos para los que no se conforman con vivir siempre en tales condiciones y desean que la niebla escampe.»
(Filología catalana)
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