Aunque yo soy más bien de cuando la píldora, el DIU también lo hago propio. Entiéndaseme: quiero decir que el dispositivo en cuestión pertenece a mis años más o menos jóvenes, en los que me iba abriendo camino a trompicones y no pasaba día sin que aprendiera algo nuevo. No como hoy, vaya, en que también sigo aprendiendo, para qué negarlo, pero ni mucho menos al mismo ritmo. El DIU es de entonces. En cambio, lo que ahora se lleva es la DUI —al menos en Cataluña y de forma visible—. Hemos pasado, en definitiva, del dispositivo intrauterino a la declaración unilateral de independencia. Me dirán que son los tiempos. Sin duda. Pero yo, qué quieren, lo atribuyo también a cierta dislexia. No en relación con el lenguaje; en relación con la realidad y con la dificultad, la imposibilidad incluso, de aprehenderla. Una dislexia de orden factual, en una palabra. Una confusión mayúscula entre lo divino y lo humano, entre ficción y no ficción, entre el sueño y la vigilia. Y es que el DIU, todo el mundo sabía y sigue sabiendo para qué sirve, mientras que la utilidad de la DUI, como no sea la de excitar la xenofobia y engrosar los bolsillos patrióticos, todavía está por ver.