Y, aun así, existen otros nombres en la historia del periodismo español que merecen tanto como el suyo un reconocimiento a su labor en aquel trance. Por ejemplo, el del catalán Eugeni Xammar, corresponsal del propio diario Ahora en Berlín —fue el anfitrión y acompañante de Chaves durante la realización del mencionado reportaje— y notario excepcional de la Alemania de los años veinte y treinta, como puede comprobarse en las crónicas recogidas en volumen por la editorial Acantilado (El huevo de la serpiente, correspondientes al periodo 1922-1924, y Crónicas desde Berlín, una selección de las publicadas entre 1930 y 1936). Xammar, a quien su amigo Josep Pla había definido como «el hombre más inteligente que conozco, el que tiene el ojo clínico más seguro», abandonó la corresponsalía al poco de empezar la guerra civil española ante la evidencia de que, siendo como era un republicano confeso, su vida, o cuando menos su libertad, no estaba en absoluto garantizada en aquella Alemania donde la embajada que debía asistirle había pasado a manos de los sublevados. Pero Xammar, al cabo, no tuvo que salir del país por lo que había escrito o dicho en el ejercicio de su oficio, sino más bien por mantenerse al lado de la legalidad republicana. No fue este el caso del cordobés Antonio Bermúdez Cañete, corresponsal de El Debate en la capital alemana desde octubre de 1932. A comienzos de febrero de 1935, Bermúdez Cañete se vio obligado a dejar la corresponsalía al acusarle el Ministerio de Propaganda de Goebbels de publicar una noticia sobre la salud de Hitler supuestamente falsa. Pero, como ha explicado Emilio de Diego García en Antonio Bermúdez Cañete: periodista, economista, político (Editorial Actas, 2008), las razones de la expulsión fueron en realidad muy otras. Si sus crónicas habían sido hasta entonces relativamente favorables al nuevo régimen —excepto en lo tocante a la persecución de los judíos y al enfrentamiento del Gobierno de Hitler con la Iglesia Católica—, a raíz del plebiscito del Sarre, celebrado a mediados de enero de 1935, la intensidad de sus críticas a la «locura racista» y al nacionalsocialismo había ido en aumento. De ahí su expulsión, que no sólo fue comunicada a los lectores por el propio afectado en su última crónica berlinesa, sino también por El Debate, que salió en defensa de Bermúdez y hasta se negó, en protesta por lo sucedido, a sustituirle en el puesto de corresponsal.
Bien es cierto que la expulsión de un periodista extranjero en Alemania ya no constituía por entonces noticia alguna. Como no la constituía, por desgracia, la detención o internamiento en un campo de concentración de uno nacido en el mismo país. O el cierre, temporal o definitivo, de un periódico. La cosa había empezado mucho antes. Un mero repaso a la prensa española de los primeros meses de 1933, coincidiendo, pues, con el ascenso de Hitler al poder, da fe de ello. Bajo los epígrafes «Alemania», «La situación en Alemania», «La política alemana» o «Bajo el mando de Hitler», pueden leerse, desde mediados de febrero hasta finales de mayo, titulares como los que siguen: «Periódicos centristas suspendidos»; «Es expulsado un corresponsal francés por no haber transmitido la versión oficial del incendio del Reichstag»; «Enérgicas medidas contra los corresponsales extranjeros» —entre otras, una «rigurosa censura» de los telegramas que enviaban—; «Periódico suspendido» —el prestigioso Berliner Tageblatt, que un mes más tarde sería adquirido por empresarios afines al régimen; el mismo día de la suspensión, los Cascos de Acero izaban la bandera imperial en la agencia de noticias Wolff—; «Periodista norteamericano detenido»; «Periódicos extranjeros prohibidos»; «Periodista inglés detenido»; «Registro en el Volksblatt»; «Los periódicos franceses no entran en Alemania», etc. Semejante panorama fue tensando, como es lógico, la relación entre el Gobierno del Reich y la Federación de la Prensa Extranjera en Berlín. Y en especial cuando, a principios de abril de 1933, el Gobierno alemán exigió la dimisión del presidente de la Federación, el estadounidense Edgar Mowrer, corresponsal del Chicago Daily News, por ser autor de un libro reportaje sobre el país, Germany puts the clock back (Alemania atrasa el reloj), que no dejaba el régimen de Hitler en muy buen lugar. (Finalmente, a pesar de las amenazas y del peligro al que estaba expuesto, Mowrer permanecería en Alemania hasta el célebre congreso de Nuremberg, en septiembre de aquel mismo año.) Aparte de Xammar y Bermúdez Cañete, otro periodista español que estuvo allí fue Augusto Assía. O Felipe Fernández Armesto, que a las personas hay que llamarlas por su nombre aunque a veces sean recordadas por otro. «Augusto Assía» fue el seudónimo al que recurrió Felipe Fernández Armesto cuando, estando ya en Alemania y escribiendo ya en los papeles madrileños —donde firmaba, claro, con su nombre—, empezó a mandar crónicas a La Vanguardia, esto es, a uno de la competencia. En enero de 1933, el joven periodista —tenía apenas 26 años— sólo colaboraba en el diario de Gaziel y Godó, pero a finales de febrero, en vísperas de las nuevas elecciones al Reichstag, le encontramos igualmente en La Libertad, donde ya había publicado con anterioridad. Y así será hasta que venza aquel mes de mayo y deba abandonar el país y refugiarse unos días en Holanda para terminar recalando en Londres, como corresponsal de La Vanguardia.
Si Bermúdez Cañete había llegado a Berlín a finales de 1932, Assía lo había hecho cuatro años antes, como estudiante becado en la Universidad Humboldt. Y, curiosamente, quien le había recibido era el propio Xammar. Assía había llegado a la capital alemana con una carta de recomendación escrita por Julio Camba —a quien el futuro corresponsal había conocido en Santiago de Compostela el verano anterior, cuando Camba intentaba que el escultor Juan Cristóbal pudiera encaramarse al Pórtico de la Gloria de la Catedral— y Xammar había considerado que «un joven por el que Camba escribe una carta debe ser tan importante que no me atrevo a invitarle a lugar más modesto que el [hotel] Adlon». Y es que, por entonces, Assía, además de estudiante, era ya un periodista en ciernes. Había debutado en El Pueblo Gallego de Vigo y enseguida empezaría a colaborar, con sus crónicas berlinesas, en El Sol, Abc, Informaciones o La Libertad de Madrid. Y a partir de julio de 1929 también en La Vanguardia de Barcelona. De ahí que cuando Hitler accede al poder, el 30 de enero de 1933, Assía sea ya uno de los corresponsales de prensa españoles radicados en Berlín más experimentados —con la excepción, claro, del incombustible Xammar—. Y, al igual que la mayoría de ellos, un corresponsal múltiple, que debe escribir en más de un medio para ganarse cada mes el sustento.
Assía, como se ha dicho, lo hace en La Vanguardia y, desde finales de febrero, también en La Libertad. Un diario conservador y más o menos catalanista y otro republicano y de izquierdas. Pero esa duplicidad ideológica de las cabeceras en que colabora no parece afectar en modo alguno el tono o el contenido de sus artículos. Lo mismo en La Vanguardia que en La Libertad —donde viene a publicar, sumadas las de ambos medios, entre doce y quince piezas al mes— sus crónicas se ajustan a los hechos y no llevan otro aliño que el de la interpretación fría y documentada. Nada hay en ellas que pueda ser calificado de denuncia o de ensalzamiento. Lo que más abunda, si acaso, es la mesura, la ponderación desapasionada, ya se trate de crónicas políticas, ya estén estas más decantadas hacia lo social —–las relativas a la situación de los judíos, por ejemplo, o al ambiente que se respira en la calle— o lo cultural —las dedicadas a la universidad o a la libertad de información—. Como es natural, semejante prudencia en los juicios puede obedecer a una estrategia del corresponsal para evitarse problemas con la censura. Pero, sea lo que fuere, lo finalmente publicado no permite pensar de ninguna de las maneras que Assía fuera para el régimen eso que llaman un incordio, y no digamos ya un indeseable.
Y, aún así, también a él le llegó la hora. Es decir, la hora del enfrentamiento con Goebbels. Según relató el propio Assía al cabo de los años en distintas entrevistas —puesto que, al contrario de lo sucedido con Bermúdez Cañete y El Debate, ni La Vanguardia ni La Libertad aludieron para nada al asunto en ningún suelto—, fue en una conferencia de prensa en la que al periodista se le ocurrió preguntarle al ministro de Propaganda del Reich «si las SS habían procedido en Kiel contra tres sacerdotes que aparecieron muertos». Es de suponer que hubo más de una pregunta; que hubo, por así decirlo, cierta insistencia por parte de Assía ante la negativa a responder de su interlocutor. En todo caso, ello bastó para que el corresponsal se viera conminado a abandonar el país en busca de otro destino periodístico. Es más, a juzgar por lo recogido por Ramón J. Sender —otro colaborador de La Libertad que pasaba entonces por allí, camino de la Unión Soviética— en una de sus crónicas —datada en mayo de 1933, aunque publicada el 2 de junio—, antes de la expulsión hubo detención: «Como me hacían esperar demasiado y tenía noticia de que el colaborador de La Libertad y querido amigo Fernández Armesto estaba detenido en el mismo edificio [el de la Jefatura de Policía de Berlín] —ahora está ya en libertad, en Holanda—, comencé a protestar en español (…)». En efecto, Assía salió de Alemania por Holanda, y al poco recalaba en Inglaterra, donde iba a permanecer una larga década al servicio de La Vanguardia y de los intereses del mundo libre. Y donde empezaría a forjarse su personalidad. Y, si no a forjarse, sí a asentarse. Así lo reconocía el propio interesado cuarenta años más tarde: «Después de las experiencias de la descomposición de la dictadura en España y después de los avatares de la amenaza nazista en Alemania, el equilibrio inglés fue la gran revelación de mi vida y el estabilizador que no había de abandonarme más». Pero esa es ya otra historia.
_____________
Duplicidades
Aunque sólo fuera por el uso periodístico de nombre y seudónimo, a Augusto Assía podría tenérsele ya por una suerte de Jano. Pero en su vida, y en la aureola que siempre le acompañó, se dan otras duplicidades, además de la señalada. Por ejemplo, la que resulta de la creencia de que Garbo, el famoso agente doble que tanto contribuyó al éxito del desembarco de Normandía y, en definitiva, a la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, era, en realidad, el propio Assía. O, pasando ya al campo ideológico, la que unía a su condición de franquista de la première heure la de «muy poco franquista» —por decirlo con sus propias palabras—, concretada la primera en su apoyo al bando nacional en la guerra civil y su buena relación con el mismísimo general Franco, y la segunda, en su aliadofilia y su notorio liberalismo. Con todo, acaso la duplicidad más llamativa en lo que aquí nos concierne, por cuanto tiene que ver con sus años berlineses, es la que se daba entre su presunta militancia comunista y su anticomunismo visceral, tantas veces exhibido. Llamativa y hasta cierto punto misteriosa, ya que el propio interesado siempre negó esa vinculación partidista. Así, cuando en 1998, con 92 años a cuestas, fue entrevistado en el programa Ayer de Radio Exterior y se le preguntó por ese episodio de su vida y, en concreto, por un fragmento de las memorias de Enrique Líster en las que este afirma que en septiembre de 1932 pasó quince días en Berlín «en casa de Felipe Fernández Armesto, paisano y camarada de Partido en esa época», y que este «era el enlace intermedio» entre los dirigentes del Buró Político y su también paisano Gabriel León Trilla, delegado del PCE en la Internacional Comunista; cuando se le preguntó por ello en la entrevista radiofónica, Assía respondió que era mentira, que él nunca había tenido casa en Berlín, que Líster lo había inventado todo y que, en fin, la historia era completamente ridícula. Ridícula o no, parece que la militancia de Assía está bastante documentada. No son sólo las memorias de Líster; también Queridos camaradas, el ensayo de Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo sobre la Internacional Comunista y España (Planeta, 1999), donde se recuerda que a fines de diciembre de 1932 se constituía en Madrid la Unión de Escritores Proletarios y Revolucionarios, de la que Assía, «oscuro personaje que acabará siendo expulsado de estos círculos por “fascistizante”», será elegido secretario. Y más adelante, en fin, el trabajo de Natalia Kharitonova sobre «la Internacional Comunista, la MORP y el movimiento de artistas revolucionarios españoles (1931-1934)», publicado en 2005 y donde se describe, partiendo de los archivos estatales soviéticos de la cultura y de las artes, el muy importante papel desempeñado entonces por Assía en el PCE, partido del que era dirigente y al que se había afiliado, al parecer, en sus años estudiantiles en Santiago de Compostela.
Todo lo cual, por supuesto, no es incompatible con lo que el propio Assía admite haber sido la causa de su expulsión de Alemania. Pero, conociendo la eficacia de los servicios de inteligencia del aparato nacionalsocialista, nada impide imaginar, claro está, que su militancia política tuviera también algo que ver con esa detención a la que alude Sender —compañero asimismo de partido— y con su definitiva expulsión del país.
(La Aventura de la Historia, agosto de 2014)