Conocí a Inger Enkvist allá por 2009. No personalmente —este deseo no he podido satisfacerlo hasta hoy—, sino como experta en educación que no formaba parte, para mi sorpresa, de la interminable legión de partidarios del pedagogismo y, pues, de la comprensividad, el constructivismo y demás monsergas educativas. Si no recuerdo mal, fue gracias a internet como tuve acceso a un texto suyo en el que hablaba de la educación en Suecia. Fue para mí una revelación, ya que, por lo que Inger contaba, lo sucedido en aquel país desde que en 1969 se implantara la enseñanza obligatoria hasta los 16 años coincidía, mutatis mutandis, con lo que había sucedido en el nuestro desde que en 1990, Logse mediante, se hizo lo propio. Sólo que con más de dos décadas de distancia entre uno y otro experimento y sin que la experiencia sueca hubiera servido para nada —como tampoco había servido, por cierto, la francesa, tan bien descrita en 1984 por Jacqueline de Romilly, en ese libro de referencia que es L’enseignement en détresse (La enseñanza en peligro)—. O sea, sin que hubiera servido para lo único que podía servir: para no repetirla. Pero lo que realmente me reveló la personalidad de Inger fue su comparecencia, aquel mismo 2009, en la Comisión de Educación del Parlamento de Cataluña. Las imágenes están colgadas en la red y seguro que muchos de vosotros las habréis visto. Inger fue invitada a comparecer, a propuesta de CIU, para que diera su opinión sobre el proyecto de Ley de Educación que se estaba cocinando entonces en la Cámara autonómica. Y la dio, vaya si la dio. De su comparecencia se pueden sacar ante todo dos lecciones. La primera es que Inger habla mucho mejor el español que la hoy consejera Irene Rigau —lo que explica tal vez por qué Rigau ha llegado a consejera de Educación de la Generalitat e Inger, en cambio, se ha tenido que conformar con recibir el Premio a la Tolerancia—. Y la segunda lección es que Josep Pla tenía razón: en Cataluña no hay suecos. Tal vez alguno de vosotros recuerde la anécdota. Está en Notes del capvesprol, el último gran dietario de Pla, escrito en 1976. Allí Pla dice lo que sigue: «El señor Jordi Pujol (…) propuso para este país, al principio de su actuación, el sistema socialista de Suecia. Resulta, sin embargo, que aquí hay muy pocos suecos —poquísimos, y en la calle, ninguno—. Lo que hay en este país, señor Pujol, son catalanes y gente del país. Con el programa escandinavo —que usted desconoce por completo—, el señor Pujol intenta engatusar al país y ganar los votos y gobernar, porque este milhombres tiene una ambición terrible. El señor Pujol tiene dinero y ambición. No me parece mal. Ahora bien: el programa escandinavo le durará un instante y se va a quedar con un palmo de narices». Sobra añadir que Pla llevaba toda la razón.
Pues bien, por más que en este país siga sin haber suecos —o acaso por ello—, tuvo que ser una sueca —no socialdemócrata, es verdad— la que se desplazara hasta aquí y devolviera a sus señorías a la realidad. O sea, la que les recordara que el proyecto de ley que tenían entre manos no guardaba ninguna relación con los problemas de la enseñanza en Cataluña; la que les advirtiera de la inconsecuencia de despreciar el valor del conocimiento en plena sociedad del conocimiento; la que pusiera el acento en la importancia de los resultados y no en la bondad de las intenciones, en los hechos y no en la palabrería; la que les recordara el papel cenital del profesor, y la que les hiciera reparar en la perversión de una enseñanza que no persigue la calidad, la excelencia, sino tan sólo una igualdad mal entendida. Tuvo que ser, en fin, una sueca la que restituyera, ante sus señorías, el principio de realidad.
Y, ya para terminar, una paradoja. Hoy todo el mundo está de acuerdo en que el comunismo, como sistema de organización social, ha sido un fracaso, por no decir una tragedia. Eso de aspirar a que todo el mundo sea igual es profundamente inhumano y no genera más que pobreza y miseria. Una cosa es la igualdad de derechos y de deberes de los ciudadanos —base de todo sistema democrático y garantía de nuestra convivencia y nuestra libertad— y otra muy distinta el igualitarismo redentor. ¿Por qué empecinarse, pues, en trasladar ese igualitarismo a la escuela? ¿Por qué empecinarse en implantar un sistema educativo que penaliza el esfuerzo y el mérito, niega la diferencia y la excelencia, y coarta la libertad —un sistema que es, en definitiva, tan parecido al comunismo—? Misterio. En todo caso, gracias a la labor de personas como Inger Enkvist podemos, al menos, plantearnos esas preguntas y hacerlo con pleno conocimiento de causa.
Muchas gracias, Inger, por tu trabajo y por tu ejemplo y enhorabuena por este premio tan merecido.
(3 de octubre de 2014)