Pero este no ha sido el caso, como bien sabe el conspicuo nacionalista. Quizá por eso traza el paralelismo entre un tiempo y otro y se queda tan pancho. Y no ha sido el caso porque no es lo mismo adoctrinar en un régimen dictatorial, sin libertades, donde en apariencia todo es impuesto, que hacerlo en uno democrático, donde las formas coercitivas son mucho más sutiles y difíciles de detectar y, en consecuencia, mucho menos sujetas al rechazo frontal, a la crítica y hasta a la parodia. Pero el pasado viernes, escuchando el discurso de agradecimiento de Inger Enkvist por el Premio a la Tolerancia que acababa de serle concedido, comprendí que, aparte de esa diferencia, hay otra más honda y no privativa, por cierto, de la enseñanza catalana. Se refirió Enkvist en su parlamento al impacto de la posmodernidad en el pensamiento contemporáneo y, en concreto, a la penetración que ha tenido en el mundo de la educación y en los medios de comunicación —dos de los pilares en que se sustenta cualquier régimen de libertades— la creencia de que la verdad no existe, de que cada uno posee su propia verdad, de que la realidad, en definitiva, es inaprensible, por lo que todo intento de entenderla y de traspasar ese conocimiento a las generaciones futuras estará condenado al fracaso.
No sé si reparan en el efecto que una operación de este tipo puede tener sobre las conciencias, tan maleables, de un escolar, un bachiller o incluso de un universitario. Se trata, en el fondo, de una suerte de lavado integral, de conversión en tabula rasa, cuya principal víctima es el conocimiento. Si nada es verdad, si todo puede ser mentira, ¿qué sentido tiene transmitir el saber? ¿Para qué la historia, la filosofía, el arte, la cultura, la ciencia, si todas esas disciplinas están sujetas, al cabo, a una constante impugnación de sus contenidos? No es de extrañar, en semejante contexto, el éxito alcanzado por el constructivismo entre los maestros o la porfía con que los profesionales de la información aluden a las versiones de los hechos para no tener que enfrentarse con la verdadera naturaleza de esos mismos hechos. Esa dejación de responsabilidad por parte de docentes y periodistas, esa desertización del pensamiento del niño, del adolescente y, en buena medida, del adulto, esa penetración incontrolada del relativismo, constituyen un terreno abonado para los prejuicios, las ficciones, la intolerancia y el esencialismo. O sea, para todo aquello que suele acarrear el nacionalismo en cualquiera de sus formas.
Lo curioso es que esa obra de derribo de la educación de raíz liberal —la que se asentó en el primer tercio del siglo XX y, mal que bien, siguió en pie durante el franquismo— fue cosa de la izquierda española, encabezada por el entonces mayoritario PSOE, allá por los ochenta y noventa del mismo siglo. Quiero decir que el nacionalismo de CIU y PNV, hegemónico en Cataluña y el País Vasco y de perfil marcadamente conservador, se limitó a verlas venir. Y a aprovecharse de lo que vino, claro está.
Me temo que nunca ponderaremos lo suficiente la responsabilidad de la izquierda española en el auge de los nacionalismos tristemente históricos.
(Crónica Global)