Si la política, al cabo, no es otra cosa que una lucha de intereses orientada a la obtención del poder —lo cual no impide, por supuesto, que existan políticos honestos y bienintencionados—, la que se desarrolla hoy en España va mucho más allá. Y no porque a nuestros profesionales de la cosa les mueva un fin distinto, sino porque los intereses en juego son aquí tantos y tan variados que acaban derivando en situaciones de lo más rocambolescas. Como la que resulta de la futura instalación del Almacén Temporal Centralizado (ATC).

Para empezar, que en el Estado de las Autonomías por antonomasia un gobierno haya tenido la ocurrencia de inventarse un engendro de esta clase constituye ya, de por sí, un despropósito. Y cuando hablo de engendro me refiero, claro, al nombre. ¿O acaso puede alguien creer que, en un país tan compartimentado como el nuestro, donde los conflictos de competencias están a la orden del día, un organismo con semejante adjetivo en su denominación iba a pasar inadvertido? Venga, hombre, venga. Cabe la posibilidad, no lo niego, de que, tratándose de energía nuclear, el bautista en cuestión considerara que cuanto menos descentralizado estuviera el asunto mejor. Pero seguro que, de haber previsto diecisiete almacenes en vez de uno, otro gallo nos cantara.

Entre otras razones, porque entonces estaríamos asistiendo a tantas batallitas como Comunidades existen en España, mientras que ahora asistimos a una sola, es verdad, si bien de proporciones infinitamente superiores. Miren, si no, la que se ha armado. En el momento en que escribo estas líneas, tres ayuntamientos de regiones distintas —dos en una y uno en otra— se han postulado ya para acoger el ATC. Y lo han hecho además contra viento y marea, es decir, contra el parecer del propio Gobierno regional y del propio partido gobernante en estos ayuntamientos, que, encima, ocupa en el correspondiente Parlamento autonómico los bancos de la oposición.

A lo que hasta ahora nos tenían acostumbrados nuestros ayuntamientos era a litigios como el que entretiene, a estas alturas, a los alcaldes de Barcelona y Zaragoza. Litigios en positivo, vaya, para hacerse con algo a lo que también aspira el rival. Y, cuando ello sucede, los litigantes suelen contar con el apoyo incondicional del Gobierno de la Comunidad, y hasta con el de la inmensa mayoría de las fuerzas políticas locales. Con el dichoso almacén, en cambio, los alcaldes del lugar se han quedado más solos que la una. Es cierto que el pueblo les apoya. Pero, ¿qué es un pueblo ante esa superestructura formada por la comarca, la provincia, la Comunidad Autónoma y, «last but not least», lo que queda del Estado?

ABC, 31 de enero de 2010.

Almacén Temporal Centralizado

    31 de enero de 2010
Siempre me ha quedado la duda de si la cuesta de enero es culpa del propio enero o del mes anterior. Me explico. No sé si el hecho de que este mes parezca interminable se debe al encarecimiento que sufren los productos básicos al empezar el año o bien a lo que podríamos denominar el acumulado de diciembre. Vaya, si los culpables son los demás por subirnos los precios o si somos nosotros por haber estirado, durante las fiestas, más el brazo que la manga. Sea como sea, la pendiente se nota.

Y no sólo en lo que afecta al bolsillo. Miren la lengua, por ejemplo. En este terreno, estamos viviendo un final de mes que merece pasar igualmente a los anales de la ascensión. Por la pendiente, tan pronunciada, y porque, lo mismo que con los precios, uno no sabe a ciencia cierta si lo que está ocurriendo en este asunto es culpa nuestra o culpa de los demás. La lengua, por supuesto, son las lenguas. Y los derechos ciudadanos vinculados a su uso y disfrute. Y esta semana, el miércoles en concreto, se han sucedido una serie de hechos, no por previsibles menos graves, que ponen todavía más cuesta arriba su salvaguarda.

Para empezar, el ministro Gabilondo ha presentado a los consejeros autonómicos integrados en la Conferencia Sectorial de Educación un documento con 104 propuestas de reforma del sistema educativo. Entre estas propuestas hay algunas que, por primera vez, anteponen el sentido de la realidad a la defensa de la ideología, de lo que hay que felicitarse. Pero también se echa en falta, en el documento, algo sustancial: la garantía, en aquellas partes del territorio donde existe más de un idioma oficial, de que los padres podrán elegir la lengua o las lenguas en que van a ser educados sus hijos.

Este mismo día, y ya en Cataluña, los grupos que forman el Gobierno tripartito, con el apoyo interesadísimo de CIU, han dado luz verde a la tramitación parlamentaria del proyecto de ley del código de consumo, que va a endurecer de forma considerable el aparato represivo contra aquellos comercios que no informen «al menos en catalán». Y, en el Ayuntamiento de Barcelona, una mayoría formada por una alianza de partidos idéntica a la del Parlamento ha aprobado en comisión un Reglamento de Usos Lingüísticos cuyo máximo objetivo parece ser encerrar la lengua castellana en una vitrina del Museo de Zoología.

Claro que, mientras tanto, un montón de ciudadanos se están manifestando hoy mismo en Arenys de Mar a favor de la libertad de opción lingüística y de empresa. Y el próximo lunes, la inmensa mayoría de las salas de cine irá a la huelga en protesta por la nueva ley de cine de la Generalitat y su exigencia de que, en adelante, se exhiba el mismo número de películas en una lengua que en otra.

A unos y a otros hay que agradecerles que nos hagan la cuesta más llevadera. Y a los demás, a los que todavía dudan, hay que pedirles que den también ese paso al frente, tan necesario, en defensa de la libertad.

ABC, 30 de enero de 2010.

La cuesta de enero

    30 de enero de 2010
A juzgar por las palabras que Walter Benjamin dejó escritas en su diario el 16 de diciembre de 1926, su animadversión hacia Joseph Roth venía de antiguo. Quiero decir que no fue sólo el impacto de la lectura de aquel artículo sobre el sistema educativo ruso que Roth iba a publicar en el Frankfurter Zeitung un mes más tarde lo que le llevó a tildarlo de «optimista idiota» transmutado en «fisgón». Aun así, el artículo influyó, seguro. El artículo y el ambiente en que le fue leído por su autor. Aquella suite llena de sobras de comida en que se habían recluido después de cenar opíparamente en el propio restaurante del hotel moscovita donde se alojaba el periodista y que más parecía un lujoso establecimiento europeo que un estandarte de la Nueva Política Económica auspiciada por los padres de la Revolución y las estrecheces en que vivía la gente. O sea, el contraste. A Benjamin, que aquella noche había probado el vodka por primera vez, le resultaba cuando menos sorprendente, por no decir irritante, que alguien que había llegado a Rusia como un bolchevique redomado para contar a los lectores alemanes las excelencias del país de los soviets estuviera ahora a punto de abandonar aquella tierra convertido en un monárquico integral.

No era exactamente así, claro. Quien haya leído los reportajes que Roth fue publicando en el Frankfurter entre septiembre de 1926 y enero de 1927, y que están recogidos en su Viaje a Rusia, sabe que la esperanza de que aquello pudiera enderezarse algún día no se desvanece jamás. Ahora bien, junto a esa esperanza, está la mirada escrutadora. Lo que a Benjamin le parecía propio de un «fisgón» y que no es otra cosa, al cabo, que el ejercicio del periodismo. Del bueno, por supuesto, del que Joseph Roth practicó toda su vida. En lo tocante a la educación, por ejemplo, el reportero es el primero en advertir a sus lectores de la dificultad de implantar un nuevo sistema de enseñanza en un país donde, «a ojo de buen cubero», hay todavía un cincuenta por ciento de analfabetos, por lo que toda conclusión será a la fuerza provisional. Pero ello no impide a Roth fijarse en las nuevas tendencias pedagógicas al uso y sacar de ello algunas lecciones. Así, que «los alumnos burgueses aprenden con más facilidad que los proletarios». O que ciertos jóvenes incapaces de construir una frase sencilla pueden, en cambio, «dirigir una asamblea, elaborar un estado de cuentas, citar de memoria o incluso escribir alguno de esos artículos de periódico tan usuales». Y es que, recalca Roth, a esos jóvenes no se les ha «educado para combinar»; se les «ha nutrido con un conjunto sólido, forjado para durar eternamente, de pensamientos y palabras» y se les «ha privado de la fructífera fatiga de elaborar una síntesis y un análisis autónomos». En definitiva: «Se teme al individualismo crítico como a una enfermedad contagiosa, por lo que se mete al joven en una comunidad ficticia, se le deja enraizar en una construcción imaginaria, despertando en él la creencia en poderes inexistentes, en victorias nunca alcanzadas, en derrotas nunca sufridas».

Todo eso, claro, queda ya muy lejos. Pero si ustedes se toman la molestia de copiar la última frase entrecomillada del párrafo anterior y de pegarla, sin retoque alguno, aquí y ahora, o sea, en la mismísima España y ochenta y tantos años más tarde de cuando fue escrita, comprobarán hasta que punto estamos cerca de lo narrado por Roth. Los experimentos pedagógicos puestos en marcha hace un par de décadas con la aprobación de la LOGSE, esto es, con la feliz conjunción de los intereses de la izquierda y los nacionalismos irredentos, parecen haber alcanzado ya sus últimos objetivos. Y lo más triste es que a nosotros ni siquiera puede salvarnos una hipotética caída del Muro.

Factual, 25 de diciembre de 2009.

Experimentos pedagógicos

    29 de enero de 2010


En los contratos de edición suele figurar una cláusula por la que el editor se reserva el derecho a opinar sobre la portada del libro. En otras palabras: la portada es tan cosa suya como del autor, si no más. Se comprende. Al fin y al cabo, en una librería —al igual que en cualquier otra tienda— el primer trato con la mercancía se produce por vía ocular. Y, a menos que uno tenga ya decidido en qué va a gastar su dinero, el aspecto de lo que halle en las mesas y en los estantes donde se agolpan las novedades puede acabar influyendo en su compra. De ahí la importancia del título. O de la ilustración. Por no hablar, claro, de la del autor, si bien en este caso, como es lógico, el nombre es el que es y no va a estar sujeto a otra discusión, si la hubiere, que la que afecta al cuerpo de letra.

De las dos portadas que tienen ustedes ante sí, la de la izquierda me incumbe. Como puede leerse justo debajo de la fotografía, yo fui el editor. Mejor dicho, el editor, a la inglesa. Ello significa que me responsabilicé de la obra y de sus contenidos. Eso sí, llegado el momento de decidir cómo iba a ser el frontis, intervino también, como es de rigor, la otra parte. O sea, el editor sin cursiva. Con el título no hubo problema. Gustó, y aquí paz y después gloria. Con la ilustración, en cambio, el acuerdo fue más arduo. Y no porque yo propusiera una foto y esta no convenciera al representante de la empresa, sino porque no encontramos de entrada, ni él ni yo, ninguna que diera el tono. Ah, el tono. Impresionante asunto. Algo de muy difícil concreción, sobre todo tratándose de un libro de libros, con cuatro autores por banda y mil páginas de por medio. Pero, en fin, seguimos buscando. Y, casi en última instancia, en el Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona nos tropezamos con la imagen aquí reproducida. Ya está, nos dijimos, ya la tenemos. La fotografía reflejaba a las mil maravillas lo que era el libro y, en definitiva, lo que había sido, en origen —la instantánea corresponde a la barcelonesa plaza San Jaime, el 15 de abril de 1931—, aquel régimen: una enorme ilusión, tan enorme como inocente.

En cuanto a la portada de la derecha, nada sé de cómo se elaboró. O, lo que es lo mismo, por qué esa foto, tomada en la berlinesa Wilhelm-Platz el 13 de septiembre de 1938, y no otra. El diario de Shirer abarca el periodo comprendido entre 1934 y 1941 —si bien, en puridad, el periodista abandona Berlín en 1940—. O sea, el periodo en que la ilusión de la gran mayoría de los alemanes no hacía más que crecer. Pero la portada, al igual que la de la República española, coloca esa ilusión en unos rostros muy precisos. En unos rostros jóvenes, inocentes. Y abrumadoramente femeninos. Quizá porque es donde más resulta la amalgama de ilusión e inocencia. Añádanle, encima, esa fascinación por lo simbólico, concretada, en un caso, en los gorros frigios y las banderas tricolores y, en el otro, en las cruces gamadas.

Puede que sea eso, en el fondo, lo que comparten ambas fotografías: la presencia del símbolo como sinécdoque de un tiempo y de un país. Aunque yo, qué quieren, no me resisto a ver, en una y en otra, una misma inocencia, preludio de una tragedia sin par.

Factual, 18 de diciembre de 2009.

Una misma inocencia

    27 de enero de 2010
Entre 1952 y 1954, Gaziel hizo por lo menos tres viajes a Portugal. Están registrados en Portugal lejano, los dos primeros, y en La península inacabada, el tercero. Fue un jubileo. No porque el periodista catalán hallara ya entonces el modo de abandonar su trabajo de editor para retomar la escritura —la jubilación aún tardaría unos años en llegar —, sino porque esos viajes constituyeron para él como una suerte de indulgencia plenaria al término de una vida marcada por el destino y sus caprichos, no siempre corteses. Gracias a esas excursiones lusitanas, y a las que hizo, en aquella misma década, por las tierras de Castilla, Gaziel pudo por fin pasar del sueño remoto al sueño a pie de obra. Es decir, pudo seguir soñando con que la Iberia soñada por Maragall, esa unión entre España y Portugal que iba a resolver el encaje de Cataluña en España y, por extensión, el de España y Portugal en el mundo, no se demoraría ya mucho tiempo.

La realidad, claro, era otra. Era la que el propio periodista percibía ya en el primero de sus viajes. Dos pueblos que pasaron largos siglos atareados en labores de reconquista y que, tras reducir la morería a la mínima expresión, se lanzaron —en circunstancias distintas, pues Portugal, al contrario que España, estaba ya formado como país— a la gran aventura ultramarina. Dos imperios que lo fueron y ya no lo son. Y, en fin, dos ramas de una misma familia, dos manifestaciones de un mismo linaje que parecían condenadas a entenderse y vivían, en cambio, «ben girats d’esquena dins la mateixa capsa», hasta el punto de que nada sabían los portugueses de lo que hacían o dejaban de hacer los españoles —y no digamos ya los catalanes—, y viceversa.

Pero esa era sólo una parte de la realidad, la que parecía justificar el sueño de Maragall, renacido ahora en Gaziel. Junto a ella había otra y viajaba en tren. Mejor dicho, era el propio tren, aquel Lusitania Express que unía de noche, desde hacía más de una década, las dos capitales ibéricas y en el que iba justamente nuestro periodista, un día de diciembre de 1952, rumbo a Lisboa —donde le aguardaba, como de costumbre, la oronda y nada mística figura de su amigo Pedro Sainz Rodríguez—. Por supuesto, antes que el Lusitania había habido otros trenes. Desde 1881, en concreto. Pero sólo el que transportaba a Gaziel, un lujo para la época, merecía la categoría de sueño. Figúrense si lo merecía que hasta el propio viajero reconoce en su relato que el paso de la frontera «es torna gairebé insensible».

Ahora el Lusitania sigue uniendo de noche Madrid y Lisboa. Lo llaman un tren hotel, por lo que es posible que todavía invite a soñar. Aun así, el horizonte ya no pasa por aquí. El horizonte está ahora en la conexión de gran velocidad, en ese AVE —o TGV para los portugueses— que ha de juntar, en un plis-plas, ambas capitales. En la última campaña para las legislativas portuguesas, la candidata del centro-derecha hizo de la paralización del proyecto ferroviario una de sus principales bazas electorales. Y perdió. De hecho, ya lo había anunciado el barómetro del mes de julio: la mayoría de los portugueses no considera que las comunicaciones constituyan un problema y una mayoría relativa ve con buenos ojos una federación de Estados. Y los españoles, aunque algo más remisos, también se apuntan a la idea.

Y es que, si bien se mira, no hay nada como la realidad para cimentar un buen sueño. A fin de cuentas, el primer estadio de la actual Unión Europea —lo recordaba hace algunos años Valentí Puig— se llamaba Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Así pues, el carbón y el acero. Justo lo que se necesitaba entonces —1951— para dar vida a un tren.

Factual, 11 de diciembre de 2009.

Trenes de vida

    25 de enero de 2010
Todavía me acuerdo del día en que leí que la militante Pajín le daba tanto al café que había convertido esa adicción en una segunda militancia. Y si digo que me acuerdo no es por lo de la adicción, sino porque el consumo, en su caso, era un consumo justo. O así lo creía ella. La razón, y el razonamiento, no podían ser más elementales: tanto el café que tomaba como el azúcar con que lo endulzaba eran de comercio justo. Es decir, habían sido adquiridos directamente al productor, sin recurrir a intermediario alguno. En ese mismo reportaje Pajín también se ufanaba de haber introducido esa forma de justicia en la Moncloa. Ah, y de que el primer café justo se lo había bebido, cómo no, el presidente del Gobierno.

Más allá de los ribetes socialdemócratas de la anécdota —y de sus consecuencias prácticas: a este paso, al solo, cortado o con leche habrá que añadirle pronto el justo—, ese rechazo de la mediación es muy propio del mundo en que vivimos. A la animadversión que la izquierda ha sentido siempre por la libertad de mercado y por las consiguientes oscilaciones en el precio de los productos —o, si lo prefieren, por el sistema capitalista—, y que le lleva a confundir los comerciantes, distribuidores y representantes de nuestros días con los negreros de antaño, se une ahora la posibilidad de obtener de primera mano, sin necesidad de mediadores, muchos bienes de consumo. Una posibilidad, sobra decirlo, al alcance de cualquier ciudadano, sea o no de izquierdas, y cuyo principal acicate es de orden económico. La globalización en que andamos metidos ha obrado el milagro.

Pero, junto al milagro, la globalización ha traído también un espejismo. A saber, la creencia de que uno puede procurarse lo que sea y sin coste alguno. Y no me refiero tanto a la controvertida gratuidad de las descargas musicales y cinematográficas como a la información en sí. Hoy en día muchos jóvenes internautas —esto es, muchos jóvenes— acceden a los contenidos sin pasar por ningún filtro de autoridad. E incluso cuando pasan por uno —como sería el caso, por ejemplo, de los medios digitales— no parecen tener la menor conciencia de que lo que ven o leen ha sido previamente ponderado por una persona cualificada. Para ellos, en el fondo, no existe otra autoridad que la propia red.

Así las cosas, no debería extrañarnos el progresivo descrédito de los docentes, esos mediadores entre el saber y la ignorancia. Como tampoco debería escandalizarnos que la Universidad de Sevilla reconozca en su reglamento el derecho del estudiante a terminar su examen aun cuando haya sido pillado copiando por su profesor. Al fin y al cabo, ¿quién es él para decidir si el chaval copiaba o no?

ABC, 24 de enero de 2010.

Sin mediación

    24 de enero de 2010
De todos es sabido que no es lo mismo el catalanismo que el españolismo. En efecto, tal y como consigna el diccionario académico, en un caso estamos hablando del amor o apego a las cosas características o típicas de Cataluña y, en el otro, del amor o apego a las cosas características o típicas de España. Pero, más allá de esta distinción, que no afecta, como se ve, más que al universo simbólico depositario de la querencia, existe otra, que el diccionario ya no consigna y que es la que, en definitiva, acaba condicionando, aquí y ahora —esto es, en nuestra Cataluña—, el uso de cada término. Me refiero, claro, a su valor de cambio, a lo que supone, para un ciudadano cualquiera, abrazar uno u otro objeto del deseo. En el primer caso, la integración, el reconocimiento social; en el segundo, si no la exclusión, sí cuando menos la marginación. De ahí que entre los adjetivos asociados a cada uno de estos vocablos —o sea, catalanista y españolista, respectivamente— medie tanta distancia como la que puede darse entre un elogio y un insulto.

Dicho de otro modo: el catalanismo, en Cataluña, hace las veces de líquido amniótico. Sin él, no hay vida. Y, en especial, vida política. En este sentido, el Pacto del Tinell —con el epígono, a los tres años, de Artur Mas firmando ante notario que nunca pactaría con el PP— constituye, sin duda, la expresión más elaborada de ese exclusivismo. Sin olvidar, por supuesto, la Casa Gran del Catalanisme, auspiciada por el propio Mas a finales de 2007. O la Catalunya Causa Comuna pergeñada por Raimon Obiols en la ociosidad de su escaño europeo y que los socialistas lanzaron como réplica algo más tarde. En ambos casos el propósito es atraer, en torno a cada uno de los grandes partidos catalanes, al máximo número de personalidades, con independencia de su color ideológico. Basta con que hagan profesión de fe catalanista.

Y aún hay más —aunque no tan lustroso—. Porque la transversalidad del catalanismo se concreta también en el silencio que siguió a aquel tres por ciento que Maragall le escupió al líder convergente en el Parlamento autonómico y que luego tuvo que tragarse ante la amenaza del segundo. O, sin ir más lejos, en el acuerdo al que llegaron ambos partidos esta semana en la Cámara catalana para que no se investiguen sus malas prácticas en los ayuntamientos donde gobiernan.

Por todo ello, no puedo sino felicitarme ante la imagen ofrecida el pasado miércoles, en el Centro Internacional de Prensa de Barcelona, por algunos ciudadanos. Y felicitarme tanto por lo que allí les reunía como por lo que representaban. Les reunía la férrea voluntad de oponerse a las campañas sancionadoras de la Administración por razones lingüísticas. Y representaban a los partidos, asociaciones y ciudadanos que el catalanismo —es decir, esa misma Administración— ha expulsado del terreno de juego. Sea, pues, bienvenida esa unión, esa Casa Común del Españolismo. Por más que lo mejor hubiera sido —no vayamos a olvidarlo— no haber tenido que llegar a ella.

ABC, 23 de enero de 2010.

La Casa Común del Españolismo

    23 de enero de 2010
Pongamos que esto es Galicia y que estamos en plena campaña electoral. Pongamos también, si les parece, que por aquí se ha acercado un hombre, dispuesto a cumplir con su deber. Pongamos, en fin, que ese hombre es un periodista, pero no un simple gacetillero de tres al cuarto, sino el mismísimo director de un diario de Madrid. Así las cosas, comprenderán que sus palabras pesen. Por ejemplo, las que estampa en su primera crónica, a modo de divisa: «Vengo a oír, ver y contar. No traigo otro bagaje para este menester que unos espejuelos de cristales claros y lisos, que no deformarán el verde de los prados, ni el alma obscura de las muchedumbres». Y, en efecto, a lo largo de una semana ese periodista oye, ve y cuenta. Entre lo que ve, están, claro, los carteles y las pancartas. Y el hombre, que ha empezado el recorrido por la provincia de Lugo y, tras cruzar las de la Coruña y Pontevedra, lo ha terminado en la de Orense, se fija —por algo es un buen periodista— en que los contenidos de esos carteles y pancartas difieren de un sitio a otro. En concreto, los de la Galicia baja gastan un tono mucho más enérgico que los de la Galicia alta. Y no sólo se fija en los contenidos; también en la lengua. Y llega a la conclusión de que su uso es discrecional. Así como en La Coruña, por ejemplo, la propaganda usa un gallego que, de tan indistinto, lo mismo podría ser castellano, en la Galicia mucho más galleguista las pancartas están «escritas […] en un gallego escogido cuidadosamente para que se [parezca] lo menos posible al castellano».

Quien eso cuenta es Paulino Masip, director del vespertino La Voz. Y lo cuenta en un reportaje realizado a finales de junio de 1936, coincidiendo con los últimos días de la campaña del referéndum por el Estatuto de Autonomía de Galicia. Se trata, pues, de un viejo asunto. De un viejo asunto al que los lingüistas y los sociolingüistas han dedicado, con el tiempo, sesudos estudios. El problema de las lenguas hermanas, podríamos llamarlo. O el problema de la realidad, que para el caso es lo mismo. Porque lo normal es que dos hermanos se parezcan, que tengan mucho en común. Con las lenguas hermanas y en contacto ocurre otro tanto. Basta pisar la calle y poner la oreja para comprobarlo. Es decir, basta encomendarse a la realidad.



El problema surge cuando esa realidad no conviene. Cuando se sueña con un nuevo mundo, un mundo de hijos únicos, sin más contactos con el prójimo que los meramente furtivos. En una palabra, cuando se aspira a planificar el uso de las lenguas. Y hasta su desguace. Después de tres décadas de autonomía ininterrumpida, los nacionalismos periféricos siguen practicando inútilmente, lo mismo en Galicia que en otras partes de España, la ingeniería lingüística. En la administración, en la enseñanza, en los medios públicos. Sólo en periodos electorales, cuando está en juego algo más que la ficción, los políticos del lugar —los lugareños de la política— se dejan de tonterías y usan las lenguas con propiedad. En definitiva, se hacen entender. Lástima que ya no queden muchos periodistas dispuestos a narrarlo. Es decir, dispuestos a oír, ver y contar lo uno y lo otro.

Factual, 4 de diciembre de 2009.

Oír, ver y contar

    21 de enero de 2010
No parece que la presentación, el pasado 30 de diciembre, de las bases que deben regular el uso lingüístico en la enseñanza gallega haya contentado a nadie. Tanto los defensores de la libertad de elección de lengua como los partidarios de una clara preeminencia del gallego en las aulas han soltado ya más de una invectiva contra la propuesta, y, en el caso de los segundos, ese rechazo ha ido incluso precedido por el anuncio de una campaña de movilizaciones cuyo primer estadio es la convocatoria de una huelga en el sector para el próximo día 21.

A decir verdad, motivos no les faltan. En lo tocante al colectivo agrupado en la plataforma Queremos Galego, porque, fuera cuál fuera la propuesta de la Xunta, esta iba a arrumbar el decreto del anterior gobierno bipartito por el que los centros docentes estaban obligados a impartir, como mínimo —y ya sea sabe que los mínimos, en estos casos, se superan siempre holgadamente—, un 50% de la enseñanza en gallego. Y en lo relativo al conjunto de ciudadanos representados por Galicia Bilingüe o la Mesa por la Libertad Lingüística, porque Alberto Núñez Feijoo, cuando no era sino candidato, se había comprometido a garantizar, de resultar vencedor, esa libertad de elección de lengua por la que ambas asociaciones continúan suspirando, y no hay duda de que las bases reguladoras presentadas recientemente están lejos de satisfacer sus expectativas.

En realidad, lo que propone el ejecutivo gallego es una suerte de término medio entre lo prometido en tiempos de promesas y lo existente. Libertad de elección, sí, pero hasta cierto punto —esto es, hasta cierta edad, la infantil—. Y, en lo demás, o sea, en primaria y secundaria, mucha regulación administrativa, con un más que improbable protagonismo de los padres en la toma de decisiones y un horizonte supuestamente equilibrado en lo que respecta a los usos lingüísticos. ¿Podía ser de otro modo? No lo creo, ni creo que Núñez Feijoo lo creyera cuando empeñó su palabra. Por un lado, un modelo que garantizase plenamente esa libertad de elección supondría un coste enorme para la administración autonómica, coste que debería ir por fuerza en detrimento de otras partidas presupuestarias. Por otro, la resistencia que encontraría en buena parte del profesorado autonómico —y, en especial, en los sindicatos que dicen representarlo— convertiría los centros docentes en un campo de batalla, algo que ningún gobierno desea tener que afrontar.

Este es el peaje, qué quieren, de décadas de autonomismo a la española. Allí donde existe más de una lengua oficial, manda siempre el nacionalismo. Y tanto da que esté o no en el gobierno; le basta con gobernar en las aulas.

ABC, 17 de enero de 2010.

Misión imposible

    17 de enero de 2010
Los niveles de inmoralidad a que ha llegado la clase política catalana producen no sólo hastío, sino también una considerable desazón. Josep Antoni Duran Lleida, por ejemplo. Pasa por ser el hombre moderado del nacionalismo moderado catalán, y hasta puede que lo sea. Más «light» imposible, pues. Y, aun así, sus declaraciones tienen siempre esa puntilla traicionera, ese amago de amenaza, esa superioridad del que se expresa como si le asistiera una suerte de derecho divino. Esta semana, en la Cope, Duran ha vuelto a referirse a las posibles consecuencias de una sentencia del Constitucional que obligue a modificar el texto del Estatuto. Dejemos ahora a un lado lo que supone ese hablar y no parar de algo que se desconoce, por cuanto ni siquiera existe, y vayamos a las posibles consecuencias a las que ha aludido el político democristiano. Y sobre todo a una, formulada en esta frase: «Será mucho más difícil una colaboración de futuro con el PP si la sentencia verdaderamente es muy negativa».

Para Duran, pues, que haya o no haya pacto con el PP en el futuro no depende tanto del contenido del recurso de inconstitucionalidad presentado en su día por los populares, o del hecho mismo de haberlo presentado, como del caso que el Alto Tribunal vaya a hacer finalmente de este recurso. O, si lo prefieren —por recurrir a los términos empleados por el propio secretario general de CIU—, del grado de negatividad de la sentencia. No sé si se reparan en lo perverso del procedimiento. En vez de juzgar al PP por sus actos, se le va a juzgar por lo que el intérprete supremo de la Constitución, tras analizar el texto, pueda considerar digno de censura o de enmienda. Si las partes que suprimir o que modificar son pocas y livianas, la cosa —o sea, el posible pacto— todavía tendría pase. Si son muchas y sustanciales, no habría nada que hacer.

Por descontado, un razonamiento de esta índole únicamente se sostiene si aceptamos la vinculación entre poder político y poder judicial, si damos por hecha aquella camaradería que tan bien describiera Robert de Jouvenel en «La République des camarades» —es decir, con respecto a la Tercera República francesa— y que no es sino la antesala de la corrupción. En otras palabras: cuando Duran dice lo que dice, le está diciendo al PP y a sus dirigentes que hagan el favor de ponerse en contacto con sus camaradas del Constitucional para que aflojen, para que no tensen tanto la cuerda y dejen intacto lo esencial del texto estatutario, ya que, de lo contrario, esa mayoría a la que aspiran para dentro de un par de años en el Congreso y a la que tanto pueden contribuir los votos de Minoría Catalana no sólo peligra, sino que se anuncia de todo punto imposible.

Así las cosas, y puestos a escoger político, prefiero mil veces a José Montilla, que acaba de reiterar que «nunca» pactará «con quien ha recurrido el Estatut». Y es que a los radicales, al menos, se les entiende todo de buenas a primeras.

ABC, 16 de enero de 2010.

La moderación no es un grado

    16 de enero de 2010
Motivos familiares me han llevado este fin de año a tierras noruegas. O sea, al frío. Dieciocho bajo cero y subiendo —esto es, bajando—. Para un español más o menos mediterráneo, semejantes temperaturas —y no digamos ya las que se están dando ahora mismo allí y en otras partes de Europa— producen un efecto casi paralizante. De tiritona para arriba, como mínimo. Pero Noruega, claro, no es sólo el frío. Noruega son también los noruegos. O, si lo prefieren, el frío y su circunstancia.

En un artículo de finales de los años veinte, Josep Pla se preguntaba qué demonios hacían tantos noruegos en Noruega, cómo podían vivir en aquel «cementerio de rocas» donde «uno tiene siempre un pie más alto que el otro» y donde «nunca se sabe qué hora es, porque la noche y el día se mezclan descaradamente»; por qué razón no emigraban, en definitiva, todos a una, hacia parajes más cálidos y soleados. Es verdad que, con el tiempo, algunos le han hecho caso. Pero son los menos. La mayoría de los noruegos siguen viviendo en Noruega. Y hasta suman hoy más del doble que entonces. Lo cual significa que siguen enzarzados en una lucha constante —sobre todo en esta época del año— por dominar la naturaleza, por sobreponerse a sus caprichos. Vivir, en Noruega, es a menudo sobrevivir. Y ello conforma, por supuesto, un carácter.

Hay que verlos desembarazando de nieve, en animosas paladas, el camino de acceso a sus viviendas. O desplazándose de un lado para otro bajo la ventisca infernal, porque no queda más remedio que hacer la compra, llevar los niños al colegio e ir a trabajar. O calzándose esos esquís interminables con los que medio andan y medio se deslizan y que les permiten marchar a campo través hasta que el cuerpo aguante. Así las cosas, su vida no es una vida regalada, sino construida. Más o menos como esos artilugios de Ikea que sus vecinos suecos inventaron un día: alguien con sentido del gusto les facilita la materia prima y las instrucciones de uso, y el resto —o sea, convertir esas piezas en un objeto útil y bello— no depende más que de su voluntad. De lo que se deduce, claro, que sin esa voluntad, sin ese esfuerzo, no hay nada que hacer.

Es lo que Joseph Roth, en un contexto harto distinto —aunque por la misma época en que Pla se sorprendía de la existencia de noruegos en Noruega—, denominó «la fructífera fatiga». Roth se refería a la educación y a la necesidad de que el estudiante pusiera de su parte algo más que la tan estéril pasividad. No me cabe la menor duda de que la presencia hoy de Noruega, junto a la de sus vecinos escandinavos, en los primeros puestos de los ránquines educativos debe muchísimo a esa cultura del esfuerzo.

ABC, 10 de diciembre de 2010.

La fructífera fatiga

    10 de enero de 2010
Es como un tormento chino. De tarde en tarde, algún medio anuncia que ya queda menos, que en los próximos días, seguro, tenemos sentencia. Y que, al parecer, piensan cortar esta parte, reducir esta otra y dejar tal cual la de más allá. Luego, el silencio. Y, al cabo de poco, vuelta a empezar. Llevamos así no sé cuantos meses. Y uno no es de piedra, claro. Sobre todo porque esta espera no está condimentada únicamente por el rumor, sino también por los constantes desagües del nacionalismo. Cada vez que el nacionalismo desagua, la ciénaga crece. Y esa crecida lleva aparejada una pestilencia insoportable.

Esta semana, por ejemplo —y dejo de lado, que conste, el último vertido del consejero Castells—. Primero fue ese novicio disfrazado de rey Gaspar que, nada más pisar tierra, aprovechó la presencia de las cámaras para aleccionar a las familias catalanas sobre el destino del carbón que traía. Su Majestad no lo dudó ni un segundo: «Cuatro o cinco jueces del Tribunal Constitucional». Por descontado, que sus palabras pudieran ser oídas por criaturas indefensas no constituyó para él ningún freno. Al contrario, debió de suponer un acicate. Hace ya mucho tiempo que nuestras instituciones —y en particular las municipales— convierten cualquier acto benéfico o festivo en una arenga ideológica. Todo sirve. Y la Cabalgata de Reyes, tan concurrida, radiada y retransmitida, muy especialmente.

Pero no fue sólo el rey Gaspar. También don José. De nuevo. Esta vez con una cartita. (Por cierto, mal escrita: cuando la ignorancia permite que el presidente de la Generalitat envíe misivas en catalán que apenas alcanzan el folio con tres gazapos gramaticales de padre y muy señor mío es que la institución, decididamente, ha entrado en barrena.) La cartita, sobra añadirlo, no tiene interés ninguno. Los mismos tópicos, los mismos lloros, los mismos amagos de rebelión. Pero, dado que se trata de un texto de agradecimiento, de agradecimiento a las más de doscientas entidades de toda laya que, a raíz de la publicación del editorial «pravdiano», proclamaron su apoyo incondicional al nuevo Estatuto de Autonomía, merece la pena detenerse, aunque sólo sea un momento, en lo ocurrido.

El objetivo es diáfano. Reforzar esa entelequia llamada «sociedad civil». O sea, insistir en la supuesta autonomía de todas esas entidades deportivas, académicas, empresariales, sindicales, eclesiásticas, profesionales o culturales con respecto al poder político. Y, en consecuencia, insistir en la intangibilidad de un texto legal que contaría con el aliento —a juzgar por la diversidad de los agradecimientos— de tirios y troyanos, esto es, de Cataluña entera. Poco importa que ese texto sólo recibiera en su día el apoyo de un tercio de los electores. Poco importa que el editorial de marras fuera elaborado por una prensa subvencionada hasta la náusea. Poco importa que la inmensa mayoría de esas entidades a las que ahora se agradecen los servicios prestados deban su existencia a la discrecionalidad del dinero público. Lo importante es aparentar lo que se aparenta e invitar a esas entidades a «fer pinya», con don José en el papel de «anxaneta».

Y, mientras, la ciénaga, creciendo.

ABC, 9 de enero de 2010.
Que la crisis iba a favorecer las estadísticas educativas, pocos lo ponían en duda. Hasta el ministro Gabilondo, en uno de sus últimos balances, admitió que el factor económico era uno de los que habían influido para que la tendencia al abandono de los estudios quedara, si no invertida, sí por lo menos frenada. Antes, cuando el trabajo sobraba, muchos jóvenes dejaban el instituto atraídos por la posibilidad de empezar a ganarse la vida en alguno de esos empleos para los que no hace falta cualificación ninguna. Ahora las cosas, claro, han cambiado. Ahora esos mismos jóvenes, y sobre todo los padres que hay detrás, han convertido los centros educativos en una suerte de refugio. Si no encuentran trabajo —piensan sus progenitores—, que como mínimo no estén todo el santo día por ahí, sin hacer nada. Que estudien, que algún provecho sacarán aunque no aprueben.

Porque lo cierto es que la mayoría de las veces esos estudiantes a su pesar no aprueban. Las estadísticas, en esto, siguen siendo igual de rotundas que antes de la crisis. Incluso el frustrado intento de dar al Bachillerato una apariencia de goma de mascar, con cursos retráctiles, no tenía otro objeto que el de evitar que las cifras relativas al abandono escolar continuaran trepando. Y la propuesta de convertir los dos cursos actuales en tres, si bien pedagógicamente resulta sensata, no deja de perseguir, al cabo, un horizonte similar. Si bien se mira, todo son parches. Parches al término de un recorrido viciado ya de raíz.

Pero, aun así, lo que yo no imaginaba es que existiera algo parecido a la llamada Beca 6.000, promovida por la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía. Me enteré el otro día y todavía no salgo de mi asombro. Al parecer, se trata de ayudar a los jóvenes andaluces que cursan el Bachillerato o los Ciclos Formativos de Grado Medio. De ayudarlos para que no abandonen los estudios. Y la Junta no ha hallado mejor forma de hacerlo que pagándoles un sueldo de 600 euros al mes. 6.000 euros al año por ir a clase. No está nada mal. Pero, barbaridades aparte, acaso lo más interesante de la iniciativa sean los números. De las 26.842 solicitudes presentadas se han admitido 3.144, mientras que 2.708 siguen en trámite. El resto, 20.990, han sido denegadas. ¿Los motivos? En un 38% por causas económicas, ya que la Junta primaba a las familias con bajo nivel de renta, y en un 62% porque el solicitante no poseía la ESO, no residía en la Comunidad o no cursaba lo que tenía que cursar.

No consta si, entre estos últimos, figuraba también algún sénior, de esos a los que la pensión no les alcanza, pero no me extrañaría lo más mínimo. Aquí por probar que no quede.

ABC, 3 de enero de 2009.

Enseñanza de pago

    3 de enero de 2010
No sé si recuerdan aquellos tiempos. Aunque no puedan considerarse cercanos, por cuanto coinciden mayormente con los últimos meses del año 2007, sí fueron los tiempos de Cercanías. Y es que nunca la palabra «Cercanías» —o su variante regional «Rodalies»— había sido pronunciada con tanta rabia, con tanta aversión, con tanto hastío. Había de qué, por supuesto. Durante este periodo, se produjeron en la red ferroviaria catalana un sinfín de hundimientos del terreno, de averías en las líneas, de interrupciones del tráfico, de retrasos en el servicio y, cómo no, de reacciones justamente enojadas de los viajeros. Y todo por culpa de las obras del AVE. O eso decían entonces los representantes de Fomento, con la ministra Álvarez a la cabeza.

No decían lo mismo, claro, los representantes de la Generalitat. Para ellos, el problema no eran tanto las obras y la forma de ejecutarlas como quienes las dirigían. Pero no los ingenieros, ni los técnicos a sus órdenes; el problema eran los políticos situados encima. Y no porque esos políticos tuvieran un determinado color. Al fin y al cabo, en ambos gobiernos reinaba el socialismo. No, lo que movía a los Montilla, Saura, Nadal y compañía a considerar que el problema eran sus homólogos del Gobierno de España guardaba relación con la creencia de que lo propio es siempre, por definición, mejor que lo ajeno —lo que equivale a afirmar, sobra añadirlo, que para ellos Cataluña será siempre mejor que España—. De ahí que, a su juicio, todos los quebraderos de cabeza ocasionados por la gestión del tráfico ferroviario en la Comunidad no podían sino desaparecer cuando Cercanías cambiara de manos.

Ahora, por fin, esta semana los Gobiernos central y autonómico han cerrado el traspaso. Pero, lejos de celebrar el acontecimiento con el triunfalismo que sería de prever, los políticos catalanes han empezado a bajar el tono. Por un lado, el consejero de Política Territorial y Obras Públicas, Joaquim Nadal, ya ha advertido públicamente que «nadie espere milagros, porque los milagros son de otra esfera». ¿Y eso qué significa? Pues, según el consejero, que las mejoras van a llegar de modo progresivo y no de golpe, y van a notarse tan sólo en una «mayor proximidad» en la atención al ciudadano. O sea, nada de solventar retrasos o deficiencias del servicio; como mucho, una buena campaña de imagen, la creación de una línea caliente para usuarios al borde del ataque de nervios y unos cursillos de catalán para la tropa.

Pero tal vez la reacción más significativa sea la del portavoz parlamentario de CIU, Oriol Pujol. Para el júnior, el traspaso ha sido un fiasco, porque no incluye «ni trenes, ni vías, ni estaciones, ni Regionales». Pero, sobre todo, porque cualquier mejora cuyo coste supere el déficit de explotación acordado para este mismo año deberá «correr a cargo de los catalanes». Acabáramos. O sea que el acuerdo no tiene otro beneficiario que el Gobierno de Madrid. Por una parte, le endosa a su homólogo catalán la gestión del servicio y cualquier sobrecoste que este pueda generar; por otra, sigue conservando la propiedad del producto.

Bingo, don José.

ABC, 2 de enero de 2010.

Cercanías

    2 de enero de 2010