Hará pronto diez años, el entonces presidente de la Generalitat Pasqual Maragall aprovechó la proximidad del Día Internacional de la Mujer —antes, también Trabajadora— para asegurar que se sentía «como una mujer maltratada» por culpa de los ataques de la oposición. La comparación, sobra indicarlo, era como mínimo desafortunada, y así lo pusieron de manifiesto, entre otros colectivos, los movimientos feministas y las asociaciones contra el maltrato a la mujer. Ayer, el actual presidente de la Generalitat, Artur Mas, en un acto conmemorativo del Día Internacional del Holocausto, afirmó: «Nuestras armas no son los fusiles, ni las bombas, ni las cámaras de gas; son el diálogo, la palabra, la negociación y el acuerdo». La contraposición, sobra añadirlo, estaba fuera de lugar, y a estas horas de la mañana nadie, que yo sepa, se lo ha echado en cara, a excepción de la propia noticia que daba cuenta de ello. No deja de resultar sintomático de la decadencia de esta región llamada Cataluña el que sean dos presidentes de la Generalitat quienes rivalicen en frivolidad mezclando el drama humano —y ninguno equiparable, sin duda, al Holocausto— con sus propios dramas particulares, estrictamente deudores de su ambición política. Claro que en el caso de Maragall luego supimos que la enfermedad ya debía de rondarle por aquellas fechas. Habrá que ver qué nos depara el futuro en el caso de Mas: si alguna explicación parecida o, simplemente, la pertinaz evidencia de que estamos ante un personaje tan zafio como amoral.