Y es que Joan Vinyoli fue uno de los grandes poetas catalanes del siglo XX. Un poeta de la talla de un Josep Carner, un J. V. Foix, un Carles Riba o un Gabriel Ferrater. Un poeta singular, que vivió por y para la poesía e hizo de su vida un constante aprendizaje poético. El único de todos los grandes, en fin, al que conviene el título de poeta puro, de poeta integral, de poeta poeta. Después de una larga etapa marcada por la influencia de Riba, tras la muerte de este —por más que aquí la muerte no sea sino una triste coincidencia— su poesía fue desprendiéndose de la impronta romántica y postsimbolista que la había caracterizado hasta entonces y adquiriendo —con Realitats (1963) y, sobre todo, a partir de Tot és ara i res (1970)— perfiles resueltamente realistas. Aun así, en los últimos años de su vida, tan fértiles en lo literario, su poesía recuperó en parte el trazo simbólico de sus orígenes y algunos de sus patrones más clásicos, como por ejemplo la rima, sin abandonar por ello el engarce con la realidad y su fidelidad a la máxima de Rilke contenida en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge: “Los versos no son, como cree la gente, sentimientos (…), son experiencias”.
Y en esas hemos llegado, pues, al año decisivo de 2014. Decisivo, por cuanto una literatura como la catalana, tan dependiente del dinero público para su subsistencia, y en especial si se trata de poesía, suele aprovechar los centenarios para sacar de las brumas del recuerdo a sus escritores más excelsos. Y este es el caso, sin duda, de Joan Vinyoli, cuya poesía completa lleva ya lustros editada y cuya obra es objeto incluso de simposios. Cierta reserva hacia su persona que aún perduraba hace un par décadas y en la que tenía mucho que ver una vida poco ejemplar para la pacata sociedad de su tiempo —su afición al alcohol, su agnosticismo militante, sus amoríos— parece ya plenamente disipada. Prueba de ello es que Vinyoli ha tenido su Año. Con mayúscula. En otras palabras: la Generalitat está dedicando una parte de su presupuesto a difundir, a lo largo de un año, por todo el territorio cuya administración le incumbe —e incluso más allá, si tenemos en cuenta el ensanche mallorquín y valenciano—, la figura y la obra del poeta. Lo mismo ha hecho, en los últimos tiempos, con Mercè Rodoreda (1908) y Joan Sales (1912), los dos mejores novelistas que ha dado la literatura catalana contemporánea. Y lo mismo ha hecho, claro, con Salvador Espriu (1913), uno de los mejores prosistas y dramaturgos, y un poeta ciertamente menor, aunque nacional. Justo lo que Vinyoli nunca fue ni aspiró a ser. No hace falta añadir cuáles han sido las consecuencias de esa yuxtaposición conmemorativa. Las consecuencias para Vinyoli, quiero decir. Aunque el Año está sirviendo sin duda para divulgar su obra entre los escolares catalanes y en distintos ámbitos de lo que se ha venido en llamar cultura popular, mediante el recurso a toda clase de performances, cualquier comparación con el Año Espriu resulta no sólo ridícula, sino hasta hiriente. Y lo más hiriente no es, como pudiera suponerse, la diferencia abismal de presupuesto entre una y otra conmemoración, o el realce institucional dado al escritor nacido el 13 con respecto al nacido el 14; al fin y al cabo, el nacionalismo suele echar mano de los mitos y el de Espriu sigue activo. No, lo más hiriente es que esa comparación se haya establecido en el campo mismo de la poesía, allí donde Joan Vinyoli jugó todas sus cartas y apenas tuvo rival.
Letra Internacional (núm. 119, 2014, pp. 151-153)