Así, el viaje de Artur Mas a París para asistir a la manifestación de ayer domingo, más allá de la pueblerina vanidad de querer aparecer como un alto mandatario —baste decir que a su lado no desfilaba otra personalidad que la muy cateta del alcalde de Barcelona—, ha obedecido también a ese tópico constituyente del nacionalismo catalán. El catalanismo de Mas —y, en general, el de todos los que tomaron parte en la farsa consultiva del 9-N— es un sincretismo entre carlismo y modernidad. Sólo que la modernidad, en su caso, no es más que fachada; lo realmente sustancial es el carlismo, o sea, los valores preconstitucionales y predemocráticos: derechos históricos, negación de la ciudadanía y demás antiguallas. La manifestación de París fue un canto a la unidad de los ciudadanos y a los valores democráticos en que esa unidad se sustenta. Justo lo que el nacionalismo catalán lleva combatiendo desde hace décadas y, en particular, en los últimos años. En este sentido, la presencia en la marcha de la delegación catalana encabezada por el presidente de la Generalitat no podía ser más paradójica, afrentosa y, en definitiva, absurda. Confiemos en que el viaje haya servido al menos a sus componentes para aprender a contar manifestantes.
En el imaginario de cierto catalanismo, París ha sido siempre fuente y espejo. No me refiero al catalanismo surgido del carlismo, o sea, no al inaugural, para el que París ha encarnado en todo momento al mismísimo demonio, sino al que entronca con el republicanismo de finales del XIX y comienzos del XX. Para este catalanismo, la capital de las luces ha sido siempre fuente de inspiración y espejo donde mirarse. Lo fue en los albores del pasado siglo, lo siguió siendo en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera y de la Segunda República, y no dejó de serlo, claro está, cuando la larga dictadura franquista. En realidad, y exceptuando el interregno republicano, ese embeleso parisino ha tenido siempre como contrapunto Madrid. O sea, Madrit. Incluso en nuestra actual democracia ese recurso antitético ha continuado vigente.
Así, el viaje de Artur Mas a París para asistir a la manifestación de ayer domingo, más allá de la pueblerina vanidad de querer aparecer como un alto mandatario —baste decir que a su lado no desfilaba otra personalidad que la muy cateta del alcalde de Barcelona—, ha obedecido también a ese tópico constituyente del nacionalismo catalán. El catalanismo de Mas —y, en general, el de todos los que tomaron parte en la farsa consultiva del 9-N— es un sincretismo entre carlismo y modernidad. Sólo que la modernidad, en su caso, no es más que fachada; lo realmente sustancial es el carlismo, o sea, los valores preconstitucionales y predemocráticos: derechos históricos, negación de la ciudadanía y demás antiguallas. La manifestación de París fue un canto a la unidad de los ciudadanos y a los valores democráticos en que esa unidad se sustenta. Justo lo que el nacionalismo catalán lleva combatiendo desde hace décadas y, en particular, en los últimos años. En este sentido, la presencia en la marcha de la delegación catalana encabezada por el presidente de la Generalitat no podía ser más paradójica, afrentosa y, en definitiva, absurda. Confiemos en que el viaje haya servido al menos a sus componentes para aprender a contar manifestantes.
Así, el viaje de Artur Mas a París para asistir a la manifestación de ayer domingo, más allá de la pueblerina vanidad de querer aparecer como un alto mandatario —baste decir que a su lado no desfilaba otra personalidad que la muy cateta del alcalde de Barcelona—, ha obedecido también a ese tópico constituyente del nacionalismo catalán. El catalanismo de Mas —y, en general, el de todos los que tomaron parte en la farsa consultiva del 9-N— es un sincretismo entre carlismo y modernidad. Sólo que la modernidad, en su caso, no es más que fachada; lo realmente sustancial es el carlismo, o sea, los valores preconstitucionales y predemocráticos: derechos históricos, negación de la ciudadanía y demás antiguallas. La manifestación de París fue un canto a la unidad de los ciudadanos y a los valores democráticos en que esa unidad se sustenta. Justo lo que el nacionalismo catalán lleva combatiendo desde hace décadas y, en particular, en los últimos años. En este sentido, la presencia en la marcha de la delegación catalana encabezada por el presidente de la Generalitat no podía ser más paradójica, afrentosa y, en definitiva, absurda. Confiemos en que el viaje haya servido al menos a sus componentes para aprender a contar manifestantes.