La comodidad en política es un asunto del nacionalismo español, o sea, del vasco y catalán en gran medida, aunque no me atrevo a afirmar que la génesis del concepto —«sentirse cómodos en España»— le pertenezca de pleno derecho. Si, como parece, la fórmula arraigó en los prósperos años de la Transición, no cabe descartar que fuera engendrada por los partidos nacionales de entonces —UCD, PSOE, AP, PCE—, que se afanaban por encajar al nacionalismo patrio en una nueva España formada por ciudadanos libres e iguales. Sea como fuere, quienes más han reivindicado en lo sucesivo esa comodidad han sido los propios interesados. Pero nunca, o casi nunca, para dejar de sentirse incómodos, sino más bien para lo contrario: para poder seguir quejándose, pataleando, amonestando, reclamando; en una palabra, seguir sintiéndose cómodamente incómodos. Incluso ahora en que tantos independentistas catalanes han salido del armario para gritar «¡presente!» y en que hasta el presidente de la Generalitat reconoce sin tapujos y con soberanos malos modos que ya no aspira al encaje de Cataluña en España —de lo que él entiende por Cataluña en lo que él entiende por España, claro está—, la apelación a la comodidad sigue funcionando como un placebo imbatible. A tal punto que también ese nacionalismo radical, puesto en el brete de tener que justificar el porqué de su opción rupturista, suele recurrir a lo incómodo que se siente, o se ha sentido siempre, formando parte de España.

Por lo demás, tratar de desentrañar los orígenes de esa incomodidad equivale a enfrentarse al mismísimo enigma de la sonrisa de la Gioconda. Si se adopta un ángulo de visión tradicional, el de la historiografía romántica, la incomodidad estribaría en la imposibilidad de encajar una gran nación «avant la lettre» como habría sido la Cataluña medieval ¬—o, para ser justos, la antigua Corona de Aragón— en otra gran nación, de la que esa Cataluña era parte constituyente, la española. Si, por el contrario, se abraza un ángulo más innovador, el de los paladines de la subvencionada Nueva Historia, todo se reduciría a una inmensa maquinación para alterar los hechos de la que habrían sido víctimas personajes tan insignes como Teresa de Jesús, Miguel de Cervantes, Cristóbal Colón o Erasmo de Rotterdam, a quienes se habría privado de su nacionalidad —qué digo nacionalidad: ¡naturaleza!— catalana. Sobra añadir que ambas visiones son perfectamente compatibles y coinciden en lo esencial, esto es, en considerar que 1714, al igual que nuestra guerra civil, fue un enfrentamiento entre españoles, por un lado, y catalanes, por otro, y en que la Transición, más que un esfuerzo colectivo para dotar a España de un marco constitucional duradero en el que todo el mundo se encontrara razonablemente a gusto, y en especial quienes enarbolaban la sagrada bandera del hecho diferencial, fue una componenda de los poderes fácticos españoles para atar corto al nacionalismo catalán.

Eso en lo que concierne a los presuntos orígenes de esa incomodidad. Luego están los corsés del presente, que, como es sabido, dificultan muchísimo los movimientos y, en particular, las expansiones. Por ejemplo, el representado por la fiscalidad, ese artilugio con que el Gobierno del Estado impide a los catalanes alcanzar la felicidad a la que creen tener derecho, aunque ello conlleve hacer algo más infelices al resto de los españoles. O el que aprisiona la lengua llamada propia y su cosmovisión, tan maleadas por la pacata pretensión de ese mismo Gobierno de que el castellano, en consonancia con su carácter de lengua oficial del Estado, pueda ser, junto al catalán, vehículo de la enseñanza en Cataluña. No es de extrañar que el nacionalismo, en su afán por sentirse cómodo, aspire a desembarazarse de ellos.

Pero, en contra de lo que podría dar a entender semejante exposición de motivos, el nacionalista catalán no se comporta como un siervo de la gleba. ¡Ca! Él va a lo suyo. Sus derechos son históricos, colectivos, de país —como gusta calificar últimamente sus ocurrencias Artur Mas, siguiendo la estela de su maestro Pujol—, y ante esa clase de derechos poco valor tendrán los que alcance a esgrimir un español cualquiera, al amparo de su condición de ciudadano de una monarquía democrática y parlamentaria. Si bien se mira, la conducta de esos nacionalistas no se aleja en exceso de la de aquellos catalanes de hace cerca de un siglo que acudían a una función de teatro con toda la familia. Cuando menos, a juzgar por el testimonio que nos ha dejado de ello Gaziel.

Gracias al empeño de Jordi Amat, acaba de editarse «La Barcelona de ayer» (Libros de Vanguardia, 2014), antología de los artículos publicados entre 1919 y 1933 por quien fuera gran director de «La Vanguardia». Se trata de una antología de autor, en la medida en que la selección fue hecha por el propio Gaziel entrado ya en la vejez y en vistas a una futura edición de la parte castellana de su obra. Pues bien, uno de los primeros artículos del libro, de 1919 y titulado precisamente «La incómoda comodidad», narra una velada teatral a la que el periodista, después de una larga abstinencia, decidió asistir. La crónica, una verdadera pieza maestra del género, va describiendo paso a paso los intentos de Gaziel y familia por ver el escenario, oír a los actores y, en definitiva, disfrutar del espectáculo. Todos vanos, ante la actitud de un público desaliñado, jaranero, impertinente, grosero, chabacano; en una palabra, profundamente maleducado, al que sólo importa su propia e intransferible comodidad o, lo que es lo mismo, hacer en todo momento lo que le venga en gana sin respetar a los demás ni atender a norma alguna de convivencia.

Como se ve, la disposición de ánimo de los nacionalistas de hoy no dista demasiado de la de los espectadores teatrales de ayer, catalanes todos. Es verdad que los primeros acaso vayan más aseados y hayan reprimido algo su falta de decoro. Pero, en cuanto a la comodidad, seguimos donde estábamos. Los nacionalistas abusando de ella, y el resto de los españoles sufriendo las consecuencias.

(ABC, 22 de enero de 2015)

La incómoda comodidad

    22 de enero de 2015