A partir de cierta edad, nada hay tan insoportable como los latiguillos, las frases hechas, los juegos de palabras. En fin, sí hay algo: los latiguillos, las frases hechas, los juegos de palabras pasados por el tamiz del buenismo. La presidenta de la Junta de Andalucía pidió ayer al presidente del Gobierno de España que, en lo tocante al proceso secesionista catalán, trate de «convencer y no de vencer al adversario». Supongo que a Susana Díaz, o a quien le prepare las notas, debió de parecerle un hallazgo. Vencer parecía remitir inexorablemente al uso de la fuerza —recuérdese el famoso «venceréis, pero no convenceréis» unamuniano—, mientras que convencer entroncaba con el de la palabra, el diálogo y la razón. Así las cosas, ¿qué corazón socialdemócrata le haría ascos a semejante petición de la presidenta? Ninguno, sin duda. Y, en cambio, sus palabras son de una inmoralidad suprema, máxime viniendo de una dirigente política que aspiró en su día, o eso contaban, a liderar el Partido Socialista Obrero Español. ¿Merece acaso ser convencido de algo Artur Mas, después de su renuente menosprecio de la legalidad? Y el «carallot» Junqueras, cuya última ocurrencia ha consistido en proclamar que «ha llegado la hora de saltarse las leyes españolas», ¿se ha hecho tal vez acreedor a la más mínima condescendencia persuasiva? Ni con toda la bondad del mundo. Lo único que merecen, en su desafío, es que el Estado —ese Estado al que el primero, en su calidad de presidente de la Generalitat, debería representar y al que no ha hecho sino desairar y traicionar— les venza. Tiempo tendrán después de convencerse.