Conste que no le deseo ningún mal, sólo lo que la aplicación de la justicia le tenga reservado. Pero no deja de sorprenderme que en las escasas apariciones del Muy Honorable Evasor por la que fuera la capital de su reino particular, ya frente a su domicilio, ya frente al que ha sido hasta la fecha su despacho de expresidente, nadie le haya afeado públicamente su conducta con un «¡sinvergüenza!», o un «¡chorizo!», o un «¡truhán!», o incluso con un «¡Pujol, trilero, devuélveme el dinero!». Y no lo digo, claro, por esos periodistas que le asaltan sonrientes, cámara o micro en ristre, en busca de unas palabras y a los que él responde que qué tal el fin de semana. Me refiero a la reacción espontánea de un ciudadano cualquiera que acertara a pasar por allí y se apercibiera de su presencia. Ha habido, ciertamente, un escrache frente a su casa barcelonesa, pero, como comprenderán, lo que hagan los Vestrynge catalanes, yayoflautas o no, no guarda ninguna relación con la espontaneidad. (A propósito: no tengo nada en contra de que Pujol conserve sus escoltas. Sí me parece, en cambio, fuera de lugar que esa seguridad, pudiéndosela pagar de su bolsillo, con los millones defraudados, la sigamos pagando los contribuyentes, esto es, las principales víctimas del fraude del defraudador. A eso se le llama «cornudos y apaleados».)

Otra cosa que me tiene sorprendido, por no decir intrigado, son las caídas del Muy Honorable Evasor. La de Queralbs, lo admito, entra hasta cierto punto dentro de la normalidad; al fin y al cabo, a partir de una cierta edad sobre todo, ¿quién no ha tropezado alguna vez con un peldaño por no haber levantado suficientemente un pie? Pero lo del calcetín es distinto. Primero, porque no existen imágenes de la caída. Es verdad que se trata de un accidente doméstico. Pero hay caídas y caídas. Y una que conlleve un vendaje tan aparatoso que impida calzarse el zapato y obligue a cubrirse la extremidad con un calcetín, tiene que ser, por fuerza, una señora caída. O sea, una de esas en las que uno luego no puede apoyar el pie en el suelo durante un montón de días y que precisan el auxilio de una muleta. Pero Pujol en las fotos aparece sin muleta y apoyando el pie en el suelo. En fin, como si en vez de un esguince lo que tuviera es un antojo. O, si lo prefieren, como si ese calcetín grisáceo fuera una suerte de remedo del calcetín de Tàpies, pero sin alambre.

Y, la verdad, no creo que el Muy Honorable Evasor esté a estas alturas para muchas performances. Y en lo que respecta a Tàpies, debió de bastarle, me temo, con la contemplación semanal de Las cuatro crónicas, el cuadro que preside e invade la Sala Tarradellas del Palau de la Generalitat, donde se celebran las reuniones del Consell Executiu. No, a mí lo del calcetín me suena a otra cosa. Descartados el esguince y el homenaje al pintor —y descartada incluso la hipótesis, siempre verosímil en el caso de un evasor, de que la calceta escondiera en su interior un buen fajo de billetes—, lo único que se me ocurre es que se trata de un ardid. En otras palabras: que el expresidente, ante el sinfín de citaciones que se avecinan y, en concreto, ante el insistente requerimiento por parte de su propio expartido y de la formación republicana que lo respalda para que acuda al Parlamento autonómico a dar explicaciones de sus tropelías, haya optado por lo que podríamos denominar la vía Millet, pero sin necesidad de caerse ni de romperse el fémur. O sea, haya optado por la dilación. Por el «qui dia passa, any empeny». Y aunque los días transcurridos no sumen un año, llegado el momento de comparecer, nuestro Muy Honorable Evasor siempre podrá proclamar a manera de excusa, como su gran amigo en las artes del saqueo, aquello tan trascendente de «no soy yo, voy muy medicado».

(Crónica Global)

El calcetín de Pujol

    3 de septiembre de 2014