Y no se dan, esas garantías, desde el mismo día en que el presidente de la Generalitat puso en marcha el llamado Proceso. Desde que oyó voces y creyó que debía atenderlas. Luego ya, cuando fue aprobando Declaraciones en el Parlamento autonómico que el Constitucional iba declarando nulas. Y en fin, de forma concreta, cuando colgó en el tablón de anuncios de la institución que preside fecha y doble pregunta. Para que el Proceso tuviera esas garantías democráticas que no tiene, debiera haber cumplido un requisito muy simple: ajustarse a la ley. O sea, a lo que establece nuestra Carta Magna. Porque la condición primera para que pueda hablarse no ya de garantías democráticas, sino de democracia a secas, es que estemos en un Estado de Derecho y la ley sea temida, esto es, respetada. Lo demás son monsergas y trampantojos —como ese «marco legal» del Estado del sol naciente al que se refirió hace poco el más que probable sucesor de Artur Mas en el gobierno autonómico, elecciones mediante—.
Pero incluso en el supuesto de que el conjunto de los españoles, a través de sus representantes políticos y previa reforma de la Constitución, aceptaran la celebración de una consulta para discernir qué hay que hacer con Cataluña y los afanes de una porción significativa de su población, todavía habría que precisar el sujeto consultivo. O sea, si ese sujeto es el conjunto de los españoles o sólo los residentes en Cataluña. Por descontando, únicamente la primera de las opciones se ajustaría a la lógica: a saber, que lo que se ha hecho entre todos no puede deshacerlo una parte. Pero imaginemos por un momento que la reforma constitucional, aprobada en referéndum por una mayoría suficiente de españoles, incluyera la segunda de las opciones, la que prevé una consulta restringida a los empadronados en Cataluña. ¿Existirían entonces garantías democráticas?
Difícilmente. Y es que esa población que debería decidir si Cataluña sigue siendo española o emprende la feliz aventura que le prometen sus gobernantes, ha estado sometida durante 35 años, y muy especialmente en la última década, a una verdadera formación del espíritu nacional a través de la escuela —donde los niños y los jóvenes son adoctrinados sin contemplaciones y utilizados, a un tiempo, como transmisores de esta doctrina en el ámbito familiar—, de los medios de comunicación públicos y privados —que en Cataluña son todos semipúblicos, o sea, dependientes del poder político, excepto este en el que tengo el gusto de escribir— y de cuantos mecanismos de control ha ido tejiendo la administración de la Generalitat en los campos asociativo, cultural y socioeconómico por medio de ayudas, convenios y subvenciones. En estas condiciones, ¿con qué libertad podrían decidir esos cinco millones largos de catalanes con derecho a voto sobre el destino de esta tierra que es la suya y también la del conjunto de los españoles? Hasta que no pasara por lo menos una década durante la cual todas esas instancias nacionalizadoras hubieran recuperado su imprescindible neutralidad, dicha libertad sería una quimera. Aunque me temo que la primera quimera sería ya la posible existencia misma de semejante década higienizadora.
Pero, en fin, por soñar que no quede.
(Crónica Global)