Decía este lunes Arcadi Espada en Pamplona que no hay diferencia de grado entre el desafío al Estado de derecho del terrorismo de ETA y el del separatismo catalán; sólo de sangre. Tiene toda la razón. La magnitud es perfectamente comparable, por cuanto el objetivo en ambos casos es la destrucción del enemigo, o sea, el Estado español, o sea, todos nosotros, libres e iguales. Y hasta puede afirmarse que así como el primer nacionalismo ha sido derrotado, lo que ocurra con el segundo está por ver. Quien repase lo sucedido en España en los últimos cuarenta años —o en los últimos 36, para situarnos en el arranque mismo de la España constitucional— comprobará hasta qué punto las dos formas de nacionalismo se han complementado. Como el poli malo y el poli bueno. Mientras ETA mataba —o sea, durante la mayor parte de este periodo—, el nacionalismo catalán era el poli bueno. Le iba sonsacando al Estado lo que le convenía, pero sin violencia. Le bastaba con la que le propinaba su compañero. Luego han cambiado las tornas. El otrora agresivo se ha visto forzado a reconocer su fracaso y a renunciar a sus métodos —lo que no significa que haya renunciado también a sus propósitos—, y ha tomado el relevo en este apartado el otrora poli bueno. Es verdad que su violencia es de otra naturaleza, mucho más psicológica si se quiere, pero se trata de violencia, al cabo. Y cuenta, además, con una ventaja indiscutible. La víctima, por mucha fortaleza que demuestre —un Estado siempre es un Estado—, se halla más que tocada; tocadísima. Son un montón de años de intentar levantar un país, de lograrlo incluso en buena medida, y de hacerlo con una rémora descomunal, los nacionalismos vasco y catalán, dispuestos a todo para impedirlo.

​Y si todavía esto pudiera ganarse a los puntos, como los combates de boxeo. Pero no; esto es a vida o muerte. No se nos vaya a olvidar.

Poli malo y poli bueno

    24 de septiembre de 2014