En ese juego de niños con consecuencias trágicas en que se ha convertido la política catalana, el episodio del pasado sábado en el palacio de la Generalitat no fue en modo alguno un episodio menor. Me refiero, claro está, al acto de la firma. Es difícil imaginar una escena más pomposa y, a un tiempo, más ridícula, una escena más pretenciosa y, a un tiempo, más gallinácea, más pueril. Desde ese saludo inicial del representante del Estado a sus compinches gubernamentales y a los demás cofrades parlamentarios —entre los que destacaba, por cierto, la pareja formada por David Fernández y Oriol Junqueras, que parecía salida de una de esas matinales sabatinas en las que no falta nunca un par de payasos amateurs—, hasta el momento mismo de la rúbrica, con ese porte acartonado del firmante, pasando por la naturaleza de la pluma ejecutora, sobre la que la prensa amiga —esto es, toda la prensa catalana— llevaba especulando un par de días, ¿será la de Macià, será la de Companys?, y que resultó ser, mira por dónde, la que el propio representante del Estado se agenció el día en que estrenaba su nueva condición, allá a finales de diciembre de 2010. Pero la máxima expresión de ese infantilismo de aldea llegó sin duda después, cuando todos los derviches del presidente, próximos al éxtasis, fueron desfilando uno a uno, móvil en ristre, ante el altar donde permanecían la pluma y el papel de marras, para inmortalizar el instante como quien guarda en un medallón la reliquia incorrupta de un santo.

¿Se imaginan ustedes algo parecido en uno de esos países de la Unión Europea a la que los reunidos el sábado en palacio aspiran a pertenecer en cuanto alcancen el tan ansiado estatus de Estado soberano? ¿Se lo imaginan en un país cualquiera del mundo occidental? ¿En uno cualquiera del mundo económicamente desarrollado? ¿En uno cualquiera? ¿Verdad que no? Y eso que la imaginación también es soberana.

Infantilismo de aldea

    29 de septiembre de 2014