Un viejo amigo al que hace años que he perdido de vista y que, según me cuentan, ha abrazado la causa del independentismo más radical solía decirme, allá por los ochenta y noventa del pasado siglo y a modo de latiguillo —el hombre era chapado a la antigua y, como tal, esclavo de los latiguillos—, una frase que en estos momentos cobra todo su sentido. Cada vez que salía a relucir en nuestras conversaciones algún asunto referente a la política catalana, ese viejo amigo terciaba: «Es que Convergència, créeme, es como la Lliga». A mí ese paralelismo me parecía bastante improcedente. El tiempo no pasa en balde y un partido de antes de la guerra poco tenía que ver con otro nacido con la democracia. Y, luego, por más que el nacionalismo de corte conservador fuera común a ambas fuerzas políticas, la fundada por Prat de la Riba y Francesc Cambó a comienzos del XX era mucho más monolítica doctrinalmente, mientras que la erigida en torno a la figura de Jordi Pujol acogía tendencias ideológicas muy diversas —Josep Pla, en los albores de la Transición, se lamentaba de que Pujol quisiera instaurar la socialdemocracia sueca en una tierra, Cataluña, donde no vivía casi ningún sueco—. Pero debo reconocer que el tiempo ha acabado dando la razón a ese viejo amigo. Y es que el nacionalismo presuntamente moderado o conservador no tiene otro destino, en el fondo, que ser fagocitado por el más radical. En el caso de la Lliga y Cambó, el detonante fue la República y, sobre todo, la guerra civil. En el de Convergència y Pujol, ha sido el llamado Proceso. Y, en ambas circunstancias, los máximos líderes se han convertido en traidores a la patria. Cambó por su alianza con Franco; Pujol, por haber estafado económica y moralmente a los catalanes y al resto de los españoles durante 34 años. Cambó ya no regresó a Cataluña. Después de un tiempo en Suiza —siempre Suiza—, se instaló en Argentina, donde falleció en 1947. Sobre Pujol y sus restos todavía se especula. Pero parece difícil que ese hombre pueda volver salir a la calle en Cataluña sin exponerse al escarnio, el insulto o incluso la agresión.