En El marqués y la esvástica el hilo, el cabo suelto, el impulso inaugural, en definitiva, son las memorias de Eduardo Pons Prades. Mejor dicho, un fragmento de estas memorias, publicadas en 2002, en las que su autor, un antiguo maquisard anarquista especializado en sabotajes y en el pasaje clandestino a España durante la Segunda Guerra Mundial de civiles y militares que huían del terror nazi de la Francia ocupada, refiere un episodio acaecido en la frontera franco-andorrana en la primavera de 1943 y del que no fue testigo él mismo, sino un compañero suyo de guerrilla, Manuel Huet. Huet, acompañado de otros maquisards, encontró entre la maleza, malherido, a un judío apellidado Rosenthal que había sobrevivido de milagro tras ser ametrallado, justo cuando iba a ponerse a salvo, por los propios responsables de trasladarle de Perpiñán a Andorra. Los demás miembros del convoy, judíos todos y entre los que figuraban sus propios padres y una hermana, no tuvieron tanta suerte. Pero la cosa no quedó en el mero rescate. Después de procurarle a Rosenthal un médico para que le extrajera la bala que tenía alojada en un hombro, Huet viajó con él a París a fin de que le señalara quién era el presunto agregado cultural de la embajada española que le había facilitado, a cambio de una cuantiosa suma, el contacto con la supuesta red de evasión. Ese hombre, con el que Huet no pudo ajustar cuentas, como pretendía, porque se esfumó al punto, era el periodista y escritor César González-Ruano.
He aquí, pues, el hilo inaugural, que no es, al cabo, sino la hipótesis que el libro se propone demostrar. Pero este hilo, al que van a asociarse a lo largo de la investigación otros muchos, cuenta, claro está, con antecedentes notorios. De una parte, en lo que atañe a las redes de evasión pirenaicas y a las andorranas en particular; de otra, en lo relativo a los años parisinos del propio Ruano. En este segundo apartado destaca, sin duda alguna, Mi medio siglo se confiesa a medias, las memorias que el propio periodista fue publicando por entregas en El Alcázar en 1951 y que después reuniría en volumen. Se trata, sobra precisarlo, de una fuente esencial –junto a dos libros más de Ruano vinculados con este periodo de su vida y a su Diario íntimo (1951-1965)–. Pero a un tiempo, como sucede tantas veces con la prosa autobiográfica, se trata de una fuente tan incompleta como engañosa. José Carlos Llop se enfrentó a ella en 2007 en un ensayo que él mismo calificó, a saber por qué, de novela: París. Suite 1940. Con muchas menos armas, eso sí, de las que requiere cualquier investigación, puesto que limitó voluntariamente sus fuentes a las aportadas por el propio Ruano en su obra y, en menor medida, a las que puso en sus manos algún buen amigo. De ahí que su libro ofreciera muy pocas novedades con respecto a las andanzas de Ruano en París. Casi nada fáctico, para entendernos. Casi nada que ayudara a explicar qué hacía ese periodista español, que ya no ejercía como tal, en la capital de la Francia ocupada, más allá de lo ya confesado, a medias, por el propio protagonista en sus memorias.
El marqués y la esvástica no aclara tampoco el enigma, pero se acerca muchísimo a su resolución. En otras palabras: no logra confirmar, mediante otras pruebas u otras fuentes, el testimonio de Huet reportado por Pons Prades, pero sí ofrece un retrato del autoproclamado marqués de Cagigal y una relación de sus andanzas en los años treinta y cuarenta del pasado siglo lo suficientemente novedosos y, en definitiva, completos como para creer que la hipótesis inaugural del libro es mucho más que verosímil. Desde el recuerdo de su primera corresponsalía en Berlín en 1933, tras el acceso de Hitler al poder y su admiración manifiesta por el régimen nazi y su política antisemita –unas crónicas, esas, que Miguel Pardeza, responsable de la edición en volumen de la obra periodística de Ruano, no juzgó conveniente recoger en su momento–, hasta su colaboración en los años siguientes, ya de vuelta a Madrid, con la embajada alemana, de la que cobraba regularmente y para la que escribía, firmando con su nombre o con seudónimo, cuantos artículos encomiásticos o ultrajantes conviniese escribir. Desde su nueva corresponsalía en Roma para Abc, iniciada en mayo de 1936 y que le permitió pasar tres años lejos de la España en guerra y a la vera de Alfonso XIII y la familia real –años en los que prosiguió su colaboración con la embajada alemana, a la que añadió la redacción de informes sobre la situación española para el Gobierno de Mussolini–, hasta su marcha a Berlín, ya en plena Segunda Guerra Mundial, enviado por el diario de los Luca de Tena. Desde su renovada corresponsalía en la capital alemana hasta su apresurada salida rumbo a París, a finales de 1940, tras perder el favor de sus protectores nazis, que ya no estaban dispuestos a consentirle más incumplimientos e infidelidades. Y en todo este periodo, en el que Ruano no cesa de escribir sobre lo divino y lo humano –si bien, circunstancias obligan, lo humano se impone casi siempre–, el desprecio del marqués por lo judío y los judíos resulta notorio.
Tanto, si cabe, como su amoralidad. A medida que el lector va conociendo sus peripecias, se forma una imagen del personaje que no dista en absoluto de la del crápula. Y es en el París ocupado, ciudad en la que permanecerá otros tres años –hasta su precipitado y, a la postre, definitivo regreso a España–, donde esa semblanza terminará de moldearse. Ante la imposibilidad, debido a su reciente currículo berlinés, de seguir colaborando en Abc o en cualquier otra cabecera hispánica y de seguir trabajando a un tiempo para los alemanes, Ruano se ganará la vida como vendedor de falsas obras de arte y depredador de los bienes ajenos, especialmente si esos bienes han pertenecido a judíos que se han visto obligados a huir para salvar el pellejo –como fue el caso del propietario de su primer apartamento en la capital–. Y, al decir de Huet y tal y como se desprende también de una entrada de los dietarios de Joan Estelrich fechada a finales de 1943, actuando como enlace de una red de evasión que, lejos de favorecer a los judíos, no perseguía, en el mejor de los casos, sino estafarlos. Ese conjunto de actividades, o acaso una sola de ellas, le llevará durante tres meses a la cárcel de Cherche-Midi, de la que saldrá gracias a los buenos oficios de sus amigos españoles en París, empezando por los del embajador Lequerica, y a su renovada colaboración con los alemanes, concretada en esta ocasión en la denuncia de sus propios compañeros de celda, lo que le valdrá en 1948 un juicio in absentia, en el que será condenado a veinte años de trabajos forzados.
De todo eso y de bastante más trata El marqués y la esvástica. Y lo hace a través de la voz, más o menos alterna, de sus dos autores, que han optado por incorporar el making of del libro a la narración misma. Esa apuesta, que por un lado posee el innegable atractivo de mostrar las costuras del ensayo y de la propia investigación, resulta a veces algo tediosa y desconcertante –pienso, por ejemplo, en el capítulo en que recorren, en busca de pruebas y junto a un arqueólogo amigo, el lugar donde fue ametrallado el judío Rosenthal–, en la medida en que distrae al lector del relato en sí. También sorprende que los autores no hayan hablado con ningún descendiente del escritor, aun cuando la negativa de la Fundación Mapfre, que custodia los papeles de Ruano, a permitir la consulta de la documentación relativa a sus años parisinos evidencie ya cuál podía haber sido el grado de colaboración de los familiares. Una fundación, por cierto, que el pasado mes de enero anunció la desaparición del Premio González-Ruano de Periodismo que venía otorgando –y dotando generosamente– desde 1975 y su sustitución por uno de Relato Corto, esto es, por un premio sin nombre que manche o pueda manchar. No hay como ser precavido.
(Letras Libres, junio de 2014)