Allá por 1923 Gaziel escribió en su Vanguardia un artículo titulado «Una bandera indeseable». Empezaba así: «Las autoridades representantes del Estado francés impidieron que se realizase en París, hace algunos días, una pequeña manifestación de catalanismo político, en la vía pública y con banderas desplegadas al viento. Es evidente, para todos los que tengan la más rudimentaria idea de lo que son las relaciones internacionales, que el Estado francés no podía materialmente, sin disgustar al Estado español, obrar de otra manera. Sin embargo, el hecho ha sentado mal a un fogoso e importante sector del catalanismo. Y peor le sentaría si reflexionase un poco más». Por supuesto, el catalanismo actual sigue instalado en la misma miopía. No ya en lo tocante al despliegue de banderas allende los Pirineos, sino a lo que semejante despliegue simboliza. Los reiterados y sonoros fracasos cosechados por Mas y los suyos en Francia, en el resto de la Unión Europea y en lo que suele entenderse por mundo civilizado así lo atestiguan. Tal vez por ello ayer domingo la avanzadilla de ese catalanismo quemó en su Guernica particular las banderas española, francesa y de la Unión. Por rabia y por despecho, sin duda. Pero también por convicción. Y es que en la esencia de todo nacionalismo está el odio hacia el otro, los otros y los de más allá.