[1931. Un bar en la Rambla de Gerona, España.]

«—Blanca doble.
—¡Paso!
Un camarero se acercó a la mesa:
—¿No podrían ustedes hablar en catalán?

Matías se quedó perplejo. Aquel asunto se estaba convirtiendo en un verdadero problema, que a él y a muchos como él les impedía saborear a gusto las órdenes draconianas. Con la proclamación de la República catalana los ánimos se habían exaltado hasta tal punto que ser manchego, andaluz o castellano iba suponiendo en Gerona, incluso para jugar al dominó en el Neutral, un auténtico problema. El hombre no comprendía aquella situación. Le parecía grotesco que la gente se arrodillara al oír tocar la Santa Espina. ¡Y lo más grave era que su propia mujer acababa de recibir de Bilbao una boina de tamaño cinco veces superior al diámetro de su cráneo! ¡Ella, que nunca había leído el periódico, ahora esperaba los del Norte con impaciencia y nunca llegaba al final de la página sin soltar un “¡ené!” que le ponía a uno la carne de gallina! Y el problema no era sólo catalán y vasco. Navarra elaboraba también su estatuto. Galicia seguía el ejemplo. Aragón, Valencia, Extremadura, Baleares y Canarias. ¡Incluso Cádiz se disponía a pedir estatuto de ciudad libre!

—Dentro de un mes —dijo Matías—, un telegrama dirigido desde el centro de Madrid a la Moncloa o Chamberí pagará tarifa de “Extranjero”.»

José María Gironella, Los cipreses creen en Dios

Enseñanzas del pasado

    7 de julio de 2014