El problema del relevo generacional es que, a este paso, se va a quedar sin relevo. Así se desprende, al menos, de los datos facilitados ayer por el INE. Llevamos cinco años cayendo y no parece que esto tenga remedio. O sea, la diferencia entre nacimientos y óbitos en España es cada vez menor y pronto será negativa. De hecho, lo es ya en siete Comunidades Autónomas. Si la tendencia no varía —y no hay razones para creer que vaya a variar—, dentro de nada nos vamos a encontrar con que las generaciones más jóvenes serán considerablemente más reducidas que las más viejas. Una pirámide de edad invertida, vaya. Porque lo que no para de subir, en cambio, es la esperanza de vida de los españoles. Ahora roza ya los 83 años —con dos añitos de propina si uno tiene la suerte de ser mujer—. Así las cosas, promover como se está promoviendo el relevo generacional en todas las instancias de nuestra vida pública, como si de 45 o 50 para arriba uno estuviera ya poco menos que para el arrastre, no sólo se me antoja una barbaridad, sino una solemne estupidez. En gran parte, por lo mucho que se desaprovecha. Pero también porque la selección de los mejores tendrá lugar en generaciones cada vez menos nutridas y probablemente peor preparadas. Un mal negocio, en definitiva. Por no decir una ruina para el país. Si bien se mira, el único relevo generacional digno de ser considerado es el de nuestros futbolistas internacionales. Aquí sí que el paso del tiempo es implacable. Lo que no garantiza, por supuesto, que los que vayan a tomar el relevo estén a la altura de sus antecesores.