El grado de embrutecimiento de la vida política española y, en particular, de la catalana puede medirse por el trato que hombres y mujeres públicos dispensan a nuestra ley suprema, esto es, a la Constitución. Ayer mismo, en La Vanguardia, el opinador Ramoneda contraponía la Cataluña autonómica en la que CIU y PSC se repartían el poder a la Cataluña postautonómica en la que ambos partidos han entrado en crisis, como si España, hoy, no fuera ya un Estado estructurado en Comunidades Autónomas, y una de estas Comunidades fuera Cataluña. Y también ayer, en Catalunya Ràdio esta vez, el presidente Mas pedía a Felipe VI que actuara «con imaginación, escuchando a la gente y sabiendo que las cosas no son como hace 40 años, y no sólo invocando a la Constitución». Y, en el colmo del cinismo, basaba su petición en el papel moderador que esa misma Constitución confiere al jefe del Estado. En síntesis: le estaba pidiendo al Rey un harakiri, como el practicado por las Cortes franquistas en los albores de la Transición, cuando sus señorías aprobaron la Ley para la Reforma Política que iba a acabar, de facto, con lo que ellas mismas representaban. Con una diferencia notoria, eso sí: si entonces se trataba de pasar de la dictadura a la democracia, ahora de lo que se trata es de pasar de la democracia a vaya usted a saber qué régimen y, por supuesto, qué Estado.

Cuanto más se acrecienta esa ola de obsceno menosprecio de la ley, más apremiante resulta la reacción de todos los españoles de bien en defensa de esta, su Constitución. Sin peros, sin matices. Porque acaso hoy más que nunca merece la pena seguir siendo libres e iguales.

Con la Constitución

    23 de junio de 2014