Como acostumbra a suceder en las grandes ocasiones, uno recuerda dónde estaba cuando recibió la noticia. Yo estaba frente a la pantalla del ordenador. Había terminado mi apunte del día, lo tenía ya colgado en mi página web y algo debía de estar buscando en la red porque, de pronto, me crucé con el titular de El Confidencial. Se trataba de un anticipo, dado que el presidente Rajoy todavía no había comparecido ante los medios en La Moncloa, pero todo indicaba que la cosa iba en serio. Pasada la sorpresa inicial —por supuesto, la hipótesis de la abdicación llevaba mucho tiempo instalada en la opinión pública, pero no como algo inminente y menos tras la recuperación del Rey—, en lo primero en que pensé fue en la vigencia de lo que acababa de escribir. Es natural; en periodismo las opiniones duran lo que dura su razón de ser y, ante noticias como la de este lunes, pocas habrá que logren mantener el tipo. Aun así, enseguida me apercibí de que lo mío, por suerte, era también un anticipo. O, mejor dicho, podía leerse como tal. Sobra añadir que lo anticipado no era la abdicación del Rey. Pero sí, hasta cierto punto, lo que a mi juicio conviene hacer en adelante si no queremos echar por la borda lo que el reinado de Juan Carlos I ha representado para este país.

Yo hablaba de unidad, de unidad ante la evidencia de que los partidarios de acabar con la España constitucional —ya rompiendo España, ya rompiendo la Constitución, ya rompiendo lo uno y lo otro— no se paraban en barras a la hora de dejar atrás sus diferencias y arremeter contra el enemigo común. Por descontado, semejante empresa unitaria debería empezar por los dos grandes partidos nacionales. ¿Pero qué puede esperarse de unas formaciones lastradas por sus múltiples y reiteradas incapacidades? El PSOE es en estos momentos una suerte de alma en pena, sin cuerpo en el que encarnarse. Y el Partido Popular, un conglomerado reticente, miedoso y acomplejado. De ahí que fijara mi atención en las otras dos únicas formaciones de ámbito nacional susceptibles de defender esa España constitucional —el caso de Vox hay que ponerlo de momento en cuarentena, hasta comprobar si tiene o no recorrido—, esto es, en UPyD y Ciutadans. La suma de sus votos en las europeas convertían una hipotética unión de ambos partidos en una más que probable tercera fuerza, sólo superada por PP y PSOE. Con el inconveniente, eso sí, de que esa unión, mil veces reclamada en distintas tribunas y ampliamente anhelada por la militancia y los votantes de ambas formaciones, sigue bloqueada por el rechazo de quienes capitanean una de las dos naves, la que lleva precisamente en su mascarón, y en posición señera, el tan preciado vocablo.

Así las cosas, no queda otro remedio que afrontar la situación presente desde la sociedad civil. Es decir, desde un amplio movimiento ciudadano que haga oír su voz y ponga todo su esfuerzo en defender España y su Constitución. No se trata de sustituir a los partidos. Se trata de hacerles ver la gravedad de la hora y la necesidad de unirse en un solo y perentorio proyecto. Lo que no debería confundirse tampoco con una suerte de encastillamiento. La Constitución puede ser reformada, claro está. Pero no porque lo soliciten socialistas en crisis, carlistas redivivos, federalistas de ocasión o terceras vías nacionalistas en busca de un destino. En los tiempos que corren, con una consulta secesionista a la vuelta de la esquina y una izquierda deseosa de liquidar el sistema y empezar a cortar cabezas —aunque sea en sueños— como en los grandes días revolucionarios del 36, lo primero que hay que preservar es la ley o, si lo prefieren, nuestra ley de leyes. Y preservar significa obedecer, respetar. De lo contrario, el país se vuelve ingobernable y acaba siendo pasto de la anarquía.

España, esta España, sigue valiendo la pena. Y si algo hay que agradecerle al Rey saliente es haberla hecho posible. Sólo faltaría que fueran ahora los propios españoles quienes, unos por acción y otros por omisión, la echaran de nuevo a perder.

(Crónica Global)

Ante la gravedad de la hora

    4 de junio de 2014