Si algo tiene de bueno el nacionalismo es su franqueza. Ya por infantilismo, ya por decrepitud, ya por una elementalidad irrefrenable, los catalanistas de todo grado y condición acostumbran a manejarse con una transparencia asombrosa. Dicen lo que sienten. Si hay que salirse de tono, se salen. Si hay que soltar una lagrimita, la sueltan. Es verdad que están convencidos de que los vientos soplan ahora a su favor y eso les da alas. Pero, en realidad, como nunca han distinguido entre lo público y lo privado, todas esas expansiones que una persona medianamente instruida reservaría para la alcoba ellos las exhiben sin reparo alguno en la plaza pública.

Entre esos exhibicionistas —dejo a un lado, claro, los Homs, Rahola, Sala i Martín, Terribas y compañía, cuyas expansiones rayan a menudo en la obscenidad— emerge, es un decir, la figura del expresidente Pujol. Hace ya meses, en uno de esos editoriales que alumbra su fundación, invitaba a los catalanes a ocupar la calle para tratar de convencer a Europa de que somos europeos. Supongo que esa exhibición castellera del pasado domingo que logró reunir a cerca de 200 personas en la Alexanderplatz berlinesa —según las crónicas, tantas personas como miembros componían la expedición— y que llevó a proclamar en Barcelona a la presidenta de Òmnium Cultural —delante de la Sagrada Familia y junto a un Ferran Mascarell que cada vez se parece más, en todos los aspectos, a Jaume Sobrequés— que Europa necesita a los catalanes [sic]; supongo que esa exhibición, decía, formaba parte de la estrategia preconizada entonces por el otrora Ubú presidente. Y ayer, sin ir más lejos, Pujol declaraba a su emisora amiga, en relación con la crisis entre Convergència y Unió, que «en este momento se tambalea todo. (…) ¿O no se tambalea el PSC, y el PSOE, y todas las instituciones?»

Cierto. La sensación es de que todo se tambalea. Pero, más allá de las sensaciones, están los hechos. Y estos indican, de forma harto tozuda, que en ese tambaleo hay quien mueve los cimientos y quien trata de apuntalarlos. Jordi Pujol y sus amigos están sin duda en el primero de los casos. Y lo están en tanto que formación política —lo que no les aleja, en modo alguno, de expertos desestabilizadores como la CUP, Sortu, ERC o Izquierda Unida, o de recién llegados a la movida como Podemos— y en tanto que responsables de una institución, la Generalitat, que encarna, hasta nueva orden, la representación del Estado en Cataluña. O sea, su grado de responsabilidad es mayúsculo, y por partida doble. Ayer mismo, coincidiendo con las declaraciones de Pujol, nos enterábamos de que la Generalitat hizo la vista gorda ante la ristra de referéndums ilegales celebrados en Cataluña el pasado 25 de mayo, coincidiendo con las europeas —la hizo, al menos, antes de que la Junta Electoral requiriera la incautación de las urnas— y de que incluso habría asesorado a los organizadores de esas consultas sobre la forma de eludir posibles sanciones.

Y, por supuesto, llueve sobre mojado. Recuérdese el caso Can Vies, y al Ayuntamiento de Barcelona acordando con los antisistema la devolución a estos del inmueble okupado. Recuérdense las numerosas sentencias de los tribunales referidas a la presencia del castellano en la escuela, y al Departamento de Enseñanza asegurando que no piensa acatarlas. Recuérdese, en fin, la procesión carnavalera prevista para este sábado en Barcelona —en la que va a pedirse, lisa y llanamente, que la nueva ley de educación no se aplique en Cataluña—, y a los organizadores del evento, Somescola.cat, reclamando a ese mismo Departamento de Enseñanza «firmeza» en la insumisión y unas directrices claras sobre cómo proceder durante el próximo curso. Igual, en definitiva, que con las urnas ilegales del 25 de mayo.

Esa connivencia entre las instituciones y los colectivos cuyo principal objetivo es subvertir la ley y el orden es lo que hace que todo se tambalee. Y esa connivencia, en estos momentos, se da tan sólo en una parte de España. Aunque termine por afectar a España entera.

(Crónica Global)

Tambaleándonos

    11 de junio de 2014