He sido siempre un firme defensor del derecho a no votar. Y del derecho a votar, por supuesto. El hecho de que un Estado se dote de mecanismos de participación y representación entre los que figura, muy en primer término, el ejercicio del voto, no supone ni puede suponer en modo alguno que todo ciudadano deba necesariamente hacer efectivo ese derecho. Se trata, en efecto, de un derecho, no de un deber. Ahora bien, del mismo modo que me parece indiscutible esa libertad del individuo de votar o no votar, creo que el Estado está en su derecho de incentivar el voto mediante cuantos instrumentos tenga a su alcance para hacerlo. Piénsese, por ejemplo, en el tabaco. El Estado —y tanto da si es el español como si es ese Estado europeo en construcción— no impide la venta del tabaco ni su consumo, por más que imponga determinadas restricciones en el ámbito público. Y, en defensa de sus intereses, promueve con regularidad costosas campañas de prevención. ¿Por qué no hará lo mismo con el voto, aunque en sentido positivo? ¿Por qué se permite a sí mismo cuidar de la salud corporal de sus ciudadanos y no de su salud electoral? Absurdo, sin duda.

Dicho lo cual, yo voy a votar el próximo 25 de mayo.

No me abstengo

    12 de mayo de 2014