Por supuesto, la infausta transición nacional en la que se ha embarcado Artur Mas —y en la que ha embarcado a todos los españoles— tiene gran parte de culpa. Pero también es cierto que los gobiernos anteriores, y en especial los del tripartito, habían ya colaborado lo suyo financiando a espuertas a las entidades pancatalanistas de las antiguas zonas de conquista del rey conquistador. Por lo demás, la izquierda española, socialista y comunista, parece haber llegado a la conclusión de que, para alcanzar el poder, precisa del nacionalismo, por lo que no se para en barras a la hora de saltarse la ley y apoyar, por activa y por pasiva, cuantas iniciativas lingüísticas, educativas y culturales tienden a separar esos territorios de su matriz hispánica. De resultas de lo anterior, al tiempo que han crecido las expectativas de quienes desean ardientemente la anexión a Cataluña, se ha ensanchado el rechazo a todo lo que guarde relación no ya con el imperialismo catalán, sino con lo catalán a secas.
Así lo admitían hace unos días en Barcelona, en el marco incomparablemente soberanista del Born Centre Cultural, seis preclaros representantes del pancatalanismo balear, entre los que figuraban el político Barceló, máximo dirigente del PSM, y el filólogo Marí, presidente de la Sección Filológica del Institut d’Estudis Catalans. Conforme a sus declaraciones, todos ellos dan por descontado que Cataluña va a separarse tarde o temprano del resto de España, lo que comportará, a su juicio, que se agudice esa polarización entre favorables y contrarios a la independencia y, en definitiva, a la futura anexión de Baleares a los llamados Países Catalanes.
Suponiendo que esa agudización a la que tanto dicen temer no esté ya aquí, claro. Piénsese, por ejemplo, en el conflicto originado por la negativa de maestros y profesores reunidos en asamblea, con la complicidad de las asociaciones de padres de alumnos, a aplicar el modelo de enseñanza trilingüe promovido por el Gobierno Balear y que debería acabar, de facto, con la inmersión lingüística en las aulas del archipiélago. La revuelta empezó hace un año. Desde entonces ha habido de todo: amenazas, huelgas, manifestaciones, concentraciones, boicots, coacciones a docentes y estudiantes contrarios al movimiento; et j’en passe, que dirían los franceses. El último episodio conocido es la pretensión, por parte de la autoproclamada Asamblea de Docentes, de conceder un aprobado general en primaria y secundaria. (Sí, igual que en aquel curso universitario de las postrimerías del franquismo marcado por el paro indefinido del personal no numerario, cuando la revolución lo justificaba todo o casi todo.) Ante el desafío, la Administración se ha mantenido firme, por más que recientemente haya mostrado su disposición a negociar determinados aspectos del plan ya aprobado, lo que ha sido interpretado, en determinados sectores, como una cesión a los alzados y una muestra evidente de debilidad.
Sea como sea, la crispación —o la tensión; que cada cual aguante su término— parece asegurada también en tierras de conquista. Al nacionalismo le conviene, porque la culpa del conflicto, ya se sabe, siempre es del otro, esto es, de la rancia derecha españolista. Y a la izquierda, incluso a la no nacionalista —suponiendo que una tal combinación se dé—, también le conviene, porque de otro modo no le saldrían las cuentas para alcanzar algún día el poder. Mal estamos, pues. Y lo que nos espera.
(Crónica Global)