Como tal vez no ignoren, el cantante Raimon ha tenido un desencuentro con sus fieles. Coincidiendo con la campaña de promoción de su tanda de recitales en el Palacio de la Música Catalana, al cantante le preguntaron por el Tema y contestó: «Yo no soy un independentista porque no me lo había planteado nunca, y además desde Valencia todo esto se mira de otro modo». Mal asunto. Las redes sociales se llenaron de comentarios donde la perplejidad alternaba con el enojo y el vituperio, y en su patria chica voces no tan anónimas pusieron en duda que la visión valenciana fuera, como afirmaba el de Játiva, distinta a la catalana.

Vamos a dejar a un lado la apelación a la denominación de origen —entre otros motivos, porque la semana pasada ya tratamos aquí3 de cómo la aventura de Mas y sus adláteres ha ensanchado en estas tierras de conquista el rechazo a todo lo catalán— y a centrarnos en la primera de las razones aducidas. Hay quien ha visto en ella una demostración de que Raimon es un ser pensante, «un intelectual comprometido consigo mismo», capaz de recurrir a la «duda metódica» para plantar cara a los grandes retos del presente. No seré yo quien lo desmienta. Aun así, no puedo evitar preguntarme qué ha hecho el flamante Premi d’Honor de les Lletres Catalanes durante todos estos meses, años incluso, en que no ha habido en Cataluña otro tema que el Tema como para lograr no planteárselo o, de haberlo hecho, como para seguir todavía dudando metódicamente.

En todo caso, lo que me interesa de su respuesta no es tanto esa relación entre independencia y razón como la evidencia de que el independentismo constituye algo llovido del cielo, algo que ha venido a entrometerse en nuestras vidas sin que nadie o casi nadie lo quisiera; un incordio, en definitiva. ¡Con lo razonablemente feliz que era yo antes de todo eso!, podía haber añadido Raimon. Y, al igual que él, muchos de su generación o de generaciones incluso posteriores que aún vivieron las postrimerías del franquismo o los años de la Transición y que, sean o no catalanistas, aprecian en su justa medida el valor de lo conseguido por los españoles en las cuatro décadas transcurridas hasta la fecha. O, lo que es lo mismo, que no están dispuestos a arriesgar bienestar y concordia por el prurito mesiánico de un iluminado. Sólo en los sectores más jóvenes de la sociedad catalana ese independentismo es percibido mayoritariamente no como un incordio, sino como algo inherente a su propia condición. Así los han educado y así lo sienten.

Por lo demás, la irrupción y el asentamiento del Tema en la vida de los catalanes —y también en la del resto de los españoles, aunque en estos su incidencia sea infinitamente menor— ha traído, en el mejor de los casos, un incremento exponencial de los debates meteorológicos. Nunca como hasta ahora se había hablado tanto del tiempo en las comidas y sobremesas familiares o en las reuniones de trabajo. Todo menos mentar la bicha independentista. Eso, claro, si lo que uno desea es tener la fiesta en paz. Pero ni queriéndolo resulta siempre posible ceñirse a cirros, estratos y cúmulos, a tormentas, lloviznas y chubascos, o a cierzos, galernas y solanos. A menos de que el grupo en cuestión sea ideológicamente uniforme, en cuyo caso todo irá sobre ruedas, el Tema irrumpirá y hará estragos. Verbales, afectivos y quién sabe si hasta de otra índole.

Ignoro si Raimon, que reside desde hace décadas en Barcelona, se ha encontrado alguna vez en semejante situación. Uno escoge a sus amigos, pero no a buena parte de su familia o a sus compañeros de trabajo. Y, por supuesto, tampoco escoge a su público. De ahí que al final no quede más remedio que afrontar el Tema. O, por decirlo al modo del cantante de Játiva, que planteárselo.

(Crónica Global)

El Tema

    14 de mayo de 2014