Las letras catalanas agrupan, de momento, a quienes escriben en catalán. O, para ser precisos, a quienes escriben como mínimo en catalán. No obstante, aquellos que sólo lo hacen en castellano no deben desesperar, puesto que, a lo largo del año que hoy empieza, les llegará también su hora. O sea, su epígrafe, dado que tendrán rancho aparte. Así lo aseguró, al menos, el consejero Mascarell al presentar el proyecto. Según él, esos escritores constituyen «un activo», por lo que no pueden despreciarse. Lo celebro, no hace falta añadirlo, y no porque sea este mi caso. No, yo soy de los primeros, de los que escriben como mínimo en catalán –o como mínimo en castellano–, pero siempre he creído que la exclusión de los escritores castellanos del universo oficial de la literatura catalana era una solemne estupidez.
Ocurre, sin embargo, que en este aspecto también hemos evolucionado. Ahora transigimos con la inclusión de los que escriben en castellano, aunque sea confinándolos en un epígrafe distinto, y, a un tiempo, nos ponemos bordes con algunos de los que escriben en catalán. Y aquí ni siquiera hay epígrafes. No, aquí el castigo es la exclusión, el destierro, el silencio. Supongo que son las secuelas de la deriva taxonómica del ministro de Propaganda Homs y sus listas de afectos y desafectos a la causa. Pero el caso es que Xavier Pericay, por ejemplo, no está. Y eso que ha publicado en catalán media docena de libros, sin contar las traducciones. Y tampoco está Ferran Toutain, con el que Pericay ha escrito un par de obras y que habrá publicado por su cuenta un número parecido de títulos y un montón de traducciones. Puede tratarse, claro, de un olvido. En esas obras tan ambiciosas los hay a menudo, por lo que seguro que el nuestro no es el único. Pero, no sé, ya que estamos iniciando un nuevo año y ya que todo indica que va a ser de los memorables, no estaría mal poner las cosas en su sitio, empezando por la memoria. Y empezando por la del propio consejero, que seguramente recordará aquella presentación en Barcelona, en la parte baja de las Ramblas, de un libro llamado El malentès del noucentisme, a la que acudió solícito y gozoso tras hacer un huequecito en una agenda imposible donde cultura y política eran ya uno y lo mismo: el nítido reflejo de la ambición.