Como sin duda recordarán, lo que ocurrió hace diez años fue que el entonces secretario general de ERC y consejero jefe del primer Gobierno tripartito de la Generalitat, recién constituido, se reunió en Perpiñán con los jefes de la banda Josu Ternera y Mikel Antza. Y si, como afirma el propio Carod, aquello le cambió la vida, no fue tanto por la emoción de compartir manteles con aquellos criminales como porque lo pillaron y se vio obligado a dimitir de su cargo de consejero jefe. Según trascendió el día en que se destapó el asunto, el propósito de la entrevista había sido el de lograr un acuerdo para que ETA dejara de atentar en Cataluña a cambio de una declaración en la que se abogara por el «derecho a la autodeterminación de los pueblos de España», o sea, por lo que hoy se conoce con el eufemismo del «derecho a decidir». Una vieja idea de Carod, la de la paz separada, expresada ya en un artículo publicado años atrás. Y una vieja idea del nacionalismo catalán, que ya trató de conseguir esa clase de paz a mediados de 1938, en plena guerra civil, cuando Josep Maria Batista i Roca se reunió en Londres con representantes del Foreign Office para que este mediara ante el Gobierno de Franco.
Sin éxito, sobra decirlo. Lo que no fue el caso de Carod. Él sí logró que ETA dejara de atentar y de matar en Cataluña, por más que siguiera haciendo lo uno y lo otro en el resto de España. De ahí que, como ha señalado Alberto Fernández Díaz —y creo que, por desgracia, ha sido el único político catalán en hacerlo—, resulte a todas luces fraudulenta la relación de causalidad establecida por el exdirigente republicano entre su gestión perpiñanesa y el fin de la violencia etarra. Por no hablar de la obscenidad que conlleva afirmar, con la foto del matadero de Durango ante los ojos, que «la violencia ha dejado (…) de interferir en el independentismo».
Es más, a lo largo de la actual democracia, la postura del nacionalismo catalán ante ETA ha sido siempre enormemente turbia. Se han condenado los atentados y promovido minutos de silencio como si de una rutina se tratara. Se han reprobado los métodos pero no las razones, los medios pero no los fines. Sólo el asesinato de Ernest Lluch —uno de los nuestros, al cabo— pareció generar, entre las filas del catalanismo, un movimiento de repulsa unánime. Pero enseguida la apelación al diálogo vino a dar la razón a la banda. La culpa de la violencia era, en el mejor de los casos, compartida. Los terroristas mataban, sí, pero el Estado no quería hablar —léase negociar— con quien hiciera falta para acabar con esa situación. En plata: el enemigo era antes el PP que ETA. La famosa cláusula del Pacto del Tinell jamás hubiera llegado a incluirse si el sujeto preterible hubiera sido la banda terrorista.
Donde Carod no miente, en cambio, es en la conclusión de su mensaje: «Tenía que hacerse. Valió la pena». Cierto. Para él, sí. Porque ese acercamiento al terrorismo tan bienintencionado en apariencia —¿quién iba a ser tan malvado como para decir no a la paz?— escondía un propósito inequívoco: debilitar al Estado, desestabilizarlo al máximo. Aun cuando el foco estuviera en el País Vasco, la fractura iba a afectar a todo el territorio. En este sentido, tampoco estará de más recordar que el primero en pedir un referéndum para 2014 fue un tal Josep Lluís Carod-Rovira. Por supuesto, el socialismo patrio —catalán y español— también ha colaborado lo suyo. Y en esas estamos. Pero al César lo que es del César.
(Crónica Global)