La apelación a la normalidad tiene un largo recorrido en el ideario nacionalista y está directamente vinculada a la lengua. La normalización lingüística ha sido durante casi siete lustros un instrumento extraordinario de propaganda y denuncia. Normalizar supone reparar algo, regularizarlo, volverlo normal. Presupone, pues, una anomalía de base y, en último término, un estadio ideal al que aspirar. En el caso del catalán, la evidencia del fracaso en el intento de sustituir el castellano como lengua de relación mayoritaria entre la población, lejos de producir desistimiento en los rectores del nacionalismo, se convierte en acicate. Y, por supuesto, en excusa. Algo así como la normalización permanente, a semejanza de aquella revolución de nuestros años jóvenes. Y ahora ya no se trata sólo de la lengua, sino del país entero. Pero el razonamiento es el mismo y no tiene, ni tendrá nunca, fin. Por eso algunos consideramos que, aunque no vaya a arreglar gran cosa, una temporadita de ayuno –en la forma que más convenga: retirada de competencias o suspensión incluso de autonomía– no le vendría nada mal al nacionalismo. Así sabría qué es un país normal.
(ABC, 4 de enero de 2014)