Se instaló, pues, en Cataluña, entre el mas de Llofriu y Barcelona, y al poco logró que su periódico lo enviara a París a realizar un reportaje sobre la Francia republicana. A mediados de agosto ya estaba de vuelta. Y si bien el viaje de ida lo había realizado con su mujer, Adi Enberg, una riña de pareja —una más de las muchas habidas hasta entonces— había provocado que Adi se volviera a Londres, donde había residido meses atrás, y Pla regresara solo a su Ampurdán natal, lo que en aquel periodo del año significaba alojarse en la casa de veraneo que sus padres poseían en Calella de Palafrugell. Y allí, quién sabe si para olvidar los malos tragos de su tormentosa relación conyugal, Pla tuvo una aventura con una veinteañera suiza, Lilian Hirsch. La aventura duró apenas una semana, pero dejó una huella epistolar. Una cincuentena de cartas cruzadas entre la joven y el escritor —la primera escribiendo desde Zúrich; el segundo, desde el mas de Llofriu, Barcelona o Madrid—, reflejo de un «coup de foudre» cuyos destellos irían apagándose conforme venciera el año.
Aun así, no todo era hojarasca sentimental en esa correspondencia que Josep Vergés, editor de Pla, hizo pública al poco de la muerte del escritor. También se percibe en ella algún que otro proyecto profesional, como el formulado el 1 de octubre de 1932 desde Madrid, cuando Pla le dice a Lilian que ha visto a la gente de «El Sol» y a su director, Manuel Aznar; que los artículos publicados en el diario a lo largo del verano han tenido un gran éxito y que ha acordado incluso un programa —se supone que con el propio Aznar— consistente en permanecer ese mes de octubre en Cataluña escribiendo para «El Sol» sobre política catalana —el 20 de noviembre estaban convocadas las primeras elecciones autonómicas tras la aprobación del Estatuto— para marcharse luego a Alemania, lo que aprovechará para pasar por Zúrich y verla a ella. Y al que añade la siguiente coletilla —traduzco del catalán, que es a su vez una traducción del original francés—: «El director me ha dicho que tal vez lo nombren embajador de España en Roma, y quiere que yo me vaya con él como agregado de prensa. Iremos a Italia [él y Lilian, se entiende] e incluso nos ocuparemos en alguna ocasión de la prensa».
Sin embargo, nada de eso ocurrió. Ni Aznar fue a Roma como embajador, ni Pla viajó a Alemania a cuenta del periódico. Y, puestos ya a incumplir el programa, tampoco el periodista catalán escribió una sola línea en «El Sol» durante aquel mes de octubre —en que, por el contrario, sí reanudará su colaboración con el medio el también catalán y periodista Antoni Rovira i Virgili— ni en lo que quedaba de año. O, cuando menos, nada que llevara asociada su firma. Las razones de ese fracaso pueden ser, claro, de índole muy diversa. Desde un cambio de planes por parte del propio Aznar hasta su escaso poder de decisión ante la irrupción en la empresa editora, aquel mismo verano, de una suerte de trust azañista capitaneado por el empresario Luis Miquel y cuyo cerebro gris era Luis Martín Guzmán, «el Mejicano», íntimo amigo del entonces presidente del Gobierno. Pero también podría suceder que todo obedeciera, al cabo, a una confusión de Pla. O, si lo prefieren, a una sobrevaloración de sí mismo. Sea lo que fuere, detrás del mencionado y frustrado programa había un anhelo manifiesto: el de marcharse tarde o temprano de España, en busca de un horizonte mejor. Y ese anhelo puede hoy confirmarse plenamente gracias a las cartas que Pla le envió a Aznar y que un biznieto del director de «El Sol», Javier Aznar, ha rescatado generosamente del olvido.
En efecto, a lo largo de aquel septiembre el corresponsal de «La Veu» no cejó en su empeño de convertirse en colaborador de «El Sol». O, lo que es lo mismo, no cejó en su propósito de abandonar aquel periódico y aquel partido por los que trabajaba «a precios irrisorios» y alejarse, a un tiempo, de una realidad catalana que le interesaba «cada vez menos» —había renunciado a formar parte de las listas electorales de la Lliga— debido a la creciente «saturación de provincianismo» y a la fatiga que le producía el «caotismo» reinante. Carta tras carta, Pla le fue suplicando a Aznar que lo sacara del pozo y le diera un trabajo estable. Hasta el punto de hacerle partícipe de su drama más íntimo: «Creo que podría dar un gran rendimiento si “El Sol” me permitiera pasar seis meses del año fuera de España. (…) No quiero desde luego contratos. No puedo aspirar a tanto, pero contra la entrega de una determinada cantidad de artículos debería poder contar con una suma automática. De esto debería Vd. hacerse cargo. ¡Si supiera, Don Manuel, hasta qué extremo me fatiga a veces la sensación de inseguridad y de intemperie en que estoy metido! Esto ha destrozado mi vida, las relaciones con mi mujer y me ha cortado las alas. He trabajado mucho y sin ningún resultado». Tampoco lo hubo esta vez, a pesar de la insistencia del corresponsal. Don Manuel, ya se ha dicho, nada hizo o nada pudo hacer, por lo que Pla se vio forzado a regresar a sus irrisorios quehaceres catalanes. Y, paradoja de las paradojas, tuvo que ser una guerra civil y sus consecuencias lo que actuara como bálsamo y convirtiera a aquel periodista español en un periodista en español. O sea, lo que satisficiera sus viejos anhelos. Lástima que la doctrina del catalanismo siga sin querer enterarse.
(Letras Libres, Nº 148, enero de 2014)