Desde entonces, el caudal de libros del periodista sevillano, ya sean reediciones de títulos inencontrables, ya recopilaciones de artículos, crónicas o reportajes, ha sido incesante. Y en esa labor difusora ha destacado, entre otros sellos, la editorial Almuzara, que ha puesto en circulación en los últimos años, en volúmenes relativamente breves y de precio asequible, un total de ocho obras. Aparte de La ciudad, publicado por primera vez en 1920 y opera prima de Chaves, el resto son libros creados ex novo. O, lo que es lo mismo, son crónicas, reportajes o artículos nacidos en periódicos y revistas y jamás reeditados, salvo en los volúmenes de la Obras completas de la Diputación de Sevilla, a cargo de Maribel Cintas, o en aquellos, como Cuatro historias de la República, que bebían de la propia edición hispalense. Se trata, pues, de una iniciativa encomiable, por cuanto contribuye al conocimiento de la obra de Chaves facilitando el acceso a unos materiales que, de no mediar semejante rescate, no habrían gozado de la misma difusión. Pero se trata también de una empresa algo apresurada, a la que no habría venido nada mal un poco más de rigor.
Por ejemplo, en este La República y sus enemigos que Almuzara acaba de sacar junto a ¿Qué pasa en Cataluña?, en lo que constituye la última y doble entrega de la editorial en cuanto a la obra de Chaves se refiere. La República y sus enemigos es lo más parecido a un cajón de sastre, pero a un cajón de sastre desajustado y falto de cierre. Para empezar, ni siquiera dispone de un índice o de una tabla de contenidos. Luego, incluye la crónica de un viaje de Lerroux a Ginebra para intervenir en la Sociedad de Naciones y, como apéndices, una serie de entrevistas realizadas por el periodista al presidente de la República, al del Consejo de Ministros y a algunos ministros que no guardan relación ninguna con lo que supone que es el eje temático del libro; ya puestos, uno se pregunta por qué se ha excluido la realizada al presidente de la Generalitat —mucho más enemigo de la República española, en todo caso, que buena parte de los entrevistados—, aunque enseguida se percata de que Francesc Macià no está porque su entrevista figura como apéndice del otro libro, ¿Qué pasa en Cataluña? Y, en fin, porque el volumen cae en el mismo error en que cayera ya la edición de la obra periodística completa, consistente en atribuir a Chaves Nogales textos que manifiestamente no son suyos, bien porque se trata de simples teletipos de agencia, bien porque su autor es un tal Manuel G. Nogales.
Lo que no quita que la lectura de La República y sus enemigos, una vez descontados tales desajustes, resulte, como todo lo de Chaves, de lo más provechosa. Para el subdirector de Ahora, los mayores enemigos de la Segunda República española eran los revolucionarios —socialistas, comunistas o anarquistas— que ella misma cobijaba bajo su manto protector. Estaban también, es cierto, los monárquicos, y más adelante vendrían los falangistas; pero su capacidad de erosión se le antojaba limitada, como quedó demostrado en el golpe de Sanjurjo de agosto de 1932, cuyo epicentro no por casualidad se localizó en Sevilla, en la Sevilla de Chaves, en «la ciudad de la monarquía, la ciudad del no-madeja-do alfonsino». No así los revoltosos de izquierda. Estos sí constituían un peligro, como se evidenciaba en Andalucía y en otras partes de España. Y como se iba a plasmar, trágicamente, en la revolución de Asturias. Hasta allí se desplazó Chaves para contarlo. Hablando con unos y con otros, poniendo las cosas en su sitio —o intentándolo al menos, porque «lo que ha sucedido en Asturias no se sabrá con exactitud y detalle sino después de encuestas minuciosas como la que yo voy haciendo por los pueblecitos asturianos»—, sacando las mínimas e imprescindibles lecciones. Bien es verdad que en ese intento por reflejar los hechos, y a pesar de la dificultades ya aducidas, se nota en Chaves un inequívoco penchant gubernamental. O, mejor dicho, republicano. En sus crónicas, por ejemplo, no existe mención ninguna a cualquier forma de represión ejercida por las tropas que mandaba el general López Ochoa. Se ponen «las cosas en su punto» en cuanto afecta a las barbaridades cometidas por los revolucionarios y, en especial, a las no cometidas, por más que cierta prensa madrileña se empeñe en airearlas como si hubieran sucedido. Se apuesta, en definitiva, por una política informativa de apaciguamiento. Acaso por ello —y por la acción de la censura—, nada se dice en el texto de la violencia del Ejército y, en especial, de la de los Regulares. Y eso que Chaves tenía a quien preguntar, puesto que el reportaje se cierra con una entrevista al propio López Ochoa, máximo responsable de la operación militar y republicano y masón como el periodista sevillano.
Esa apuesta por el apaciguamiento resulta incluso más notoria en ¿Qué pasa en Cataluña? El libro, aparte del apéndice dedicado a Macià y al que ya nos hemos referido, lo forma un solo reportaje, el que Chaves realizó en Barcelona entre fines de febrero y comienzos de marzo de 1936 en torno al viaje de vuelta del Gobierno de la Generalitat a Cataluña tras el año y medio pasado en presidio como consecuencia del golpe de Estado del 6 de octubre de 1934. Y ya desde el principio, desde la primera de las crónicas, Chaves tiene gran interés en realzar la diferencia existente entre la situación de Cataluña y la del resto de España. Aquí donde él se halla ahora, la victoria del Front d’Esquerres —variante regional del Frente Popular—, unida a la restitución del Estatuto de Autonomía y al inmediato retorno del presidente Companys, han obrado el milagro de agrupar poco a poco a todos los catalanes bajo una misma bandera, la del catalanismo republicano. Es más, a su juicio el Front d’Esquerres no habría ganado las elecciones de no haber contado con muchos votos procedentes del campo conservador, o sea, de la Lliga.
No dice Chaves en qué se basa para afirmar tal cosa, más allá de sus conversaciones con unos y con otros. En cualquier caso, lo que no parece tener en cuenta es el peso del posible voto anarquista —abstencionista por lo general y atraído en esta ocasión por la promesa de amnistía— en la decantación del resultado. Es como si la multitudinaria demostración popular del día del regreso del presidente y su gobierno bastara y sobrara para confirmarle en la creencia de que los catalanes forman un solo bloque y de que el catalanismo de izquierdas ha optado por fin, tras soltar el lastre del separatismo, por la moderación. Es cierto que sigue desconfiando del sindicalismo cenetista y de su capacidad subversiva. Y no digamos ya del terrorismo de la FAI. Pero, aun así, le tranquiliza el férreo propósito de combatirlo que observa en los hombres fuertes de la situación y, en especial, en el presidente Companys, con quien tiene una charla distendida y al que encuentra felizmente avejentado, en tanto en cuanto ya no se trata de aquel revolucionario de antaño sino de «un hombre abrumado por la carga sobrenatural de la responsabilidad sin límites que gravita sobre sus hombros débiles». Esto es, de alguien que «dentro de poco (…) será, como lo fue Macià, un puro símbolo».
Sobra añadir que Chaves no podía prever, al escribir ese reportaje, lo que se avecinaba. Ni mucho menos lo que iba a desatarse en Cataluña a partir del 19 de julio. Pero incluso en el caso de que algo se oliera, su objetivo de entonces era apaciguar los ánimos. Lo había sido ya, recordémoslo, en octubre de 1934 y en condiciones harto distintas. Chaves, además de republicano, era, al igual que su periódico, un conservador de la República. Es decir, alguien que quería conservar a toda costa aquella República. Y aunque eso pudiera a veces nublarle algo el juicio y velarle parte de la realidad, justo es reconocer que el empeño era alto y noble. Lástima que a España no le bastara con ello.
(Revista de Libros)