Parece un chiste, pero no lo es. Las Cortes de Aragón aprobaron el pasado 9 de mayo, a instancias de los partidos que conforman la actual coalición de gobierno, esto es, de PP y PAR, una Ley de uso, promoción y protección de las lenguas y modalidades lingüísticas propias de Aragón en la que el aragonés y el catalán son denominados, respectivamente, «lengua aragonesa propia de las áreas pirenaica y prepirenaica» y «lengua aragonesa propia del área oriental». Que yo sepa, es la primera vez que una lengua pierde su nombre en beneficio de una definición. O, lo que es peor, de un acrónimo, por cuanto las necesidades comunicativas de los medios han convertido rápidamente las susodichas definiciones en Lapapyp, la primera, y en Lapao, la segunda. Más allá de su incontestable singularidad —no exenta de una manifiesta ridiculez—, la modificación introducida por la nueva ley de lenguas del Parlamento autonómico da pie a una serie de reflexiones, empezando por las que atañen a la denominación misma de los idiomas.
En efecto, lo que en la ley de lenguas anterior, la de 2009 —aprobada con los votos de PSOE y Chunta Aragonesista—, eran el aragonés y el catalán son ahora dos lenguas «aragonesas», presumiblemente distintas, pero caracterizadas en todo caso por su pertenencia a la Comunidad Autónoma. Porque en la nueva ley el calificativo «aragonesa» no remite a la filología, sino al territorio. Siguiendo por este camino, también el castellano que se habla en Aragón debería tenerse por una «lengua aragonesa», aunque no lo haga el flamante marco legal. Y, en aplicación del mismo criterio —y por ceñirnos a dos Comunidades limítrofes—, tanto el catalán como el aranés como el castellano serían, en Cataluña, «lenguas catalanas», y el castellano y el vascuence, «lenguas navarras» en Navarra. Nada que objetar, por supuesto. Al fin y al cabo, estaríamos ante una simple extensión al ámbito autonómico del concepto territorial de «lenguas españolas» con que el artículo 3 de la Constitución se refiere al conjunto de los idiomas hablados en España.
Pero me temo que no era ese el objetivo del actual gobierno de Aragón al promover lo que ha promovido. No, lo que en verdad perseguían quienes han orillado la filología en provecho de la geografía era quitarse de encima el «catalán». O sea, el vocablo y nada más que el vocablo, toda vez que la lengua seguirá tan viva como pueda estarlo a día de hoy y hasta gozará, según el nuevo marco legal, de una especial protección en la zona «de utilización histórica predominante», donde se promoverá asimismo «su enseñanza y recuperación». (Bien es cierto que la operación se ha llevado también por delante el «aragonés»; pero en este caso, al menos, la liquidación del término ha quedado compensada en parte por el adjetivo «aragonesa» con que se apuntala la adscripción territorial de ambas lenguas.)
No hace falta decir que las gentes del lugar seguirán designando lo que hablan como lo han designado siempre: o bien mediante el vocablo «catalán», o bien mediante el término propio de la variedad dialectal correspondiente. Lo que no harán, seguro, es dejar de nombrarlo, aun cuando una nueva ley parezca inducirles a ello. La tradición manda. Y el apego a una determinada palabra, usada durante siglos para referirse al lenguaje hablado en una zona, área o región, tiene raíces profundas. Piénsese, por ejemplo, en el valenciano. Por más que la filología enseñe que no se trata sino de una variante del catalán y así lo haya reconocido implícitamente la propia Academia Valenciana de la Lengua al proclamar la unidad de ambas lenguas, a ningún valencianohablante que no esté abducido por la ideología del pancatalanismo se le ocurrirá afirmar que habla catalán. Y lo mismo sucede en Baleares con el uso de «mallorquín», «menorquín» e «ibicenco», por más que el Estatuto de Autonomía precise que la llamada «lengua propia» de la Comunidad es el catalán.
En ambas Comunidades Autónomas, al igual que en Aragón, el recurso al vocablo «catalán» para definir el habla privativa del lugar es percibido como un abuso, cuando no como una verdadera agresión, por muchos de sus habitantes. ¿El motivo? De un lado, la falta de relación, de vínculo manifiesto —ya secular en el caso de Baleares y Comunidad Valenciana—, entre el término y lo que se supone que este denota. De otro, la inevitable asociación entre «catalán» y «Cataluña», con todo lo que conlleva de ajenidad e intromisión. Y, en fin —y sobre todo—, la animadversión y el rechazo que resultan de la apelación reiterada a la unidad de la lengua catalana por parte de quienes defienden la existencia de unos Países Catalanes libres y soberanos que se extenderían de Salsas a Guardamar y de Fraga a Mahón o, lo que es lo mismo, de quienes creen que no puede haber unidad lingüística sin unidad política.
Todo lo cual, sobra añadirlo, se ha agudizado en los últimos tiempos con el viaje a la independencia emprendido por Artur Mas y sus huestes. Pero eso, en el fondo, no ha sido más que la puntilla. Desde hace por lo menos dos lustros, las políticas lingüísticas llevadas a cabo por la Generalitat de Cataluña han tenido un carácter marcadamente expansivo, fuera y dentro de España. Sabido es el afán con que los distintos gobiernos tripartitos —y, en especial, los departamentos controlados por ERC— regaron las arcas de las asociaciones culturales afines en Baleares y la Comunidad Valenciana. La lluvia de millones sirvió para promover todo tipo de actividades, a cuál más disruptiva socialmente, aparte de alimentar las propias asociaciones y su red clientelar. Aun así, es en el campo educativo balear donde más se han notado los efectos del pancatalanismo lingüístico. La implantación de un sistema de inmersión calcado del existente en Cataluña, con lo que comporta de adoctrinamiento nacionalista, y la promoción de un modelo de lengua lo más alejado posible de las variedades habladas en el archipiélago han generado una tensión creciente entre los ciudadanos. De ahí que el actual gobierno autonómico haya resuelto no sólo implantar el trilingüismo a partir del próximo curso, sino también promover el estudio y cultivo en las aulas de las modalidades dialectales características de cada isla.
Y es que, para bien o para mal, la gente acostumbra a establecer con el lenguaje una relación que va más allá de la meramente comunicativa o instrumental. Violentarla a nada conduce. Y si esa violencia, además, responde a propósitos asimilistas o es percibida como tal por mor de las circunstancias, entonces la reacción suele ser de órdago. Y la convivencia, claro, se resiente. Eso si no se agrieta sin remedio.
(ABC, 5 de agosto de 2013)