En una entrevista publicada ayer en Abc en la que decía una serie de cosas por lo general la mar de razonables, el historiador Joaquim Coll, uno de los impulsores de la recién nacida Societat Civil Catalana, decía también algunas que me dejaron algo sorprendido. Por ejemplo, eso de que «se debería hacer una ley de lenguas donde el catalán y el resto de lenguas que se hablan en España sean reconocidas como un patrimonio cultural», como resulta de «una reforma constitucional en la que podamos votar todos juntos (…) un nuevo marco de convivencia parecido al actual pero más clarificado». No sé por qué, pero me da la impresión de que se trata sobre todo de hacer algo para que nadie pueda alegar ¬que no se ha hecho nada. Quien se tome la molestia de consultar la Constitución vigente, verá que en el artículo 3, punto 3, se afirma que «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección». Es posible que semejante precepto constitucional no haya tenido el grado de concreción que hubiera sido de desear o, lo que es lo mismo, que el patrimonio en cuestión no se haya respetado y protegido lo suficiente. Pero mucho me temo que también habrá quien considere que se ha respetado y protegido más de la cuenta. En realidad, todo depende de qué entiende cada cual por Estado. Si entiende la suma de cuantas administraciones lo integran, no creo que pueda dudarse de que el respeto y la protección se han dado y de forma generosa. Otra cosa es que por Estado se entienda sólo el Gobierno central y su ridícula y acomplejada administración periférica; entonces es evidente que no. Pero enseguida habría que objetar que ocurre otro tanto con el castellano, si se toma como ejemplo de representación estatal a los gobiernos autonómicos de Cataluña, el País Vasco o Galicia. O sea, que el problema no parece ser la Constitución, ni la falta de una Ley de Lenguas, sino algo bastante más simple: la imposibilidad, o la extrema dificultad, de transferir competencias, cuando quien debe gestionarlas es el nacionalismo catalán, o el vasco, o el gallego, o el que corresponda. En fin, un mal asunto, a no ser que una futura reforma constitucional impida precisamente, de una vez por todas, esas deslealtades.